domingo, 8 de junio de 2025

Variaciones

01
Abrió los ojos y vio, otra vez, una vez más, por enésima vez, lo mismo que las veces anteriores. Abrió los ojos y vio lo mismo. Siguió viéndolo por el resto del día, porque no había otra cosa para ver o, si la había, no sabía cómo mirarla, dónde encontrarla.
    Abrió los ojos y vio lo mismo que viera ayer, que era lo mismo que vería mañana. Lo mismo de siempre. El aburrimiento se apoderó de él. El aburrimiento era lo único que tenía, lo único que no lo abandonaba, lo único que se negaba a dejarlo. Aunque tal vez hubiera querido que fuera diferente, su aburrimiento era suyo y de nadie más.
    Abrió los ojos y no vio más que lo mismo de siempre, otra vez, en una sucesión de momentos siempre iguales, de instantes sin cambios, de sensaciones calcadas, de interacciones, de movimiento perpetuos.
    Abrió los ojos y no vio otra cosa que a sí mismo deseando ya no tener que hacerlo, ya no tener que abrir los ojos y ver lo mismo, deseando dejar de ver/se, deseando ya no tener que abrir los ojos. Necesitaba decidirse, aunque hacerlo era la parte más compleja porque nunca había sido lo suyo. Ahora solo le quedaba intentarlo.

02
No abrió los ojos y no vio, otra vez, una vez más, por enésima vez, lo mismo que las veces anteriores. No abrió los ojos y no vio lo mismo. Siguió sin verlo por el resto del día, porque no había otra cosa para dejar de ver o si la había no sabía cómo no mirarla, dónde no encontrarla.
    No abrió los ojos y no vio lo mismo que viera ayer, qué era lo mismo que no vería mañana. Lo mismo de siempre. El aburrimiento no se apoderó de él. El aburrimiento no era lo único que tenía, ni lo único que no lo abandonaba, ni lo único que se negaba a dejarlo. Aunque tal vez no hubiera querido que fuera diferente, su aburrimiento no era suyo ni de nadie más.
    No abrió los ojos y no vio más que lo mismo de siempre, no otra vez, en una sucesión de momentos siempre desiguales, de instantes cambiados, de sensaciones sin calcar, sin interacciones, de movimiento efímeros.
    No abrió los ojos y no vio otra cosa que a sí mismo no deseando ya no tener que hacerlo, ya no tener que abrir los ojos y no ver lo mismo, deseando no dejar de ver/se, sin desear ya no tener que abrir los ojos. No necesitaba decidirse, aunque hacerlo no era la parte más compleja porque siempre había sido lo suyo. Ahora no le quedaba más que intentarlo.

sábado, 31 de mayo de 2025

Una tortura

Es perfecto, porque nadie creería nunca que en verdad es así, pero sí, lo es, y es una tortura. Corrección: son una tortura. Las salas de espera son una tortura que se ha ido perfeccionando a lo largo de milenios. Y no me importa que vengan a decirme que este tipo de lugares, estos espacios solo existen desde hace unos pocos años o siglos. No lo creeré, no puedo creerlo.
    Algo capaz de quebrar a una persona sin el menor esfuerzo necesita tiempo de perfeccionamiento, de sistematización, de práctica y error, de volver a intentarlo hasta encontrar el punto exacto en que ese quiebre se produce. Negaré, pues, a quien sostenga la inexistencia de las salas de espera en los siglos anteriores porque sé que algo como eso no puede ser verdad. En esto, como en muchas otras cuestiones, yo soy mi mejor criterio de validación, además del único posible.
    Como buen sistema de tortura, tiene sus variantes.
    Así es como existen las salas de espera silenciosas, esas en las que pueden oírse las respiraciones de quienes nos rodean, el parpadeo de quien va quedándose dormido, y las burbujas del dispenser de agua. Salas en las que no se habla más que en un susurro por temor a quedar en evidencia, a llamar la atención y que ese silencio casi reverencial desaparezca sin más desatando el pandemónium. Esas salas, que suelen ser las más comunes, no son las peores.
    Las ruidosas resultan un poco más incómodas, ya sea que el ruido se filtre por alguna ventana a la calle o avenida céntrica con tránsito constante, o que sea un espacio cargado de cuerpos, con sus respectivas personas, que no conocen en decoro del silencio y el no molestar a los demás. En esos lugares todos hablan sin escucharse, elevan el tono de voz más y más hasta que nadie comprende palabra alguna de lo que se dice, el caos auditivo es inevitable si para peor en ese mismo espacio hay una radio o una televisión encendida. Este tipo de salas de espera son el segundo nivel en el camino hacia la desesperación.
    El tercero de estos niveles, es una sala de espera llena de personas, con la televisión o la radio encendida, y niños que corren y gritan por allí como si se tratara de su propia casa. Niños que logran gritar por sobre cualquier otro sonido, por sobre el ruido de una explosión, por sobre cualquier señal de inminente destrucción de la humanidad. Niños y espacios cerrados nunca deberían ir juntos, al contrario, deberían estar siempre lo más separados posible y cuanto más, mejor.
    En el cuarto nivel se encuentran las salas de espera petfriendly. Claramente estas salas serían lo normal si uno fuera a una veterinaria y no al consultorio de un dentista, porque en ese caso, mientras espero mi turno no quiero encontrarme en el mismo espacio con un perro, un gato o un loro, por limpios y silenciosos que sean, cerca de mi o de cualquier espacio en el que deba exponerme. ¿A quién puede ocurrírsele ir al médico llevando un gato, un perro, un loro? Esto solo está pensado como un paso más en la tortura, en el viaje hacia la desesperación.
 ―Estás bien ―susurró en mi oído sobresaltándome.
    ―Sí ―respondí tomando la mano que descasaba sobre mi rodilla―. No me gustan las salas de espera. Me dan sueño y dolor de cabeza.
    ―Ya falta poco.
    ―Faltaba poco hace dos horas. A este paso ya podría haberme muerto…
    ―No seas dramático.
    La miré y me sonrió. Intenté hacer lo mismo, intenté devolverle la sonrisa, pero aquel lugar me quitaba todas las ganas de vivir y de ser feliz que pudiera haber tenido alguna vez en la vida.

sábado, 24 de mayo de 2025

Ni tampoco hace falta

―Contame, no te quedes en silencio.
    Su voz, cansada, vieja, de hombre abatido por cuanto ha vivido, me llegó desde abajo. Miré y lo encontré, como ya sabía, junto al tronco del árbol. Una mano apoyada en él, para saber dónde estaba, la otra cerrada sobre su pecho, donde se supone que se encuentra el corazón.
    ―Falta poco ―dije. Moví algunas ramas para que pareciera que aún seguía subiendo, aunque me quedé en la misma horquilla de siempre. Esperé un poco antes de avisarle que ya estaba listo.
    ―Bueno, dale ―La ansiedad mayor que antes ―. Contame.
    ―Del otro lado del paredón el sol cae justo sobre la fuente, casi es la hora.
    ―Sí, claro, cuando cae el sol.
    ―La puerta de la casona está abierta, de seguro para que la brisa de la tarde refresque el interior. Las chicas ya están afuera.
    ―Qué bien, pero qué pena no solo no poder verlas, sino tampoco llegar a oírlas.
    No le respondo, continúo con la descripción.
    ―Una de ellas lleva la mesa plegable, otra lleva dos sillas. La tercera una bandeja con algo de comida. Las más pequeñas, las gemelas, ríen y caminan como bailando un poco más atrás.
    ―Las pequeñas ―repitió él allá abajo―. ¿Cómo van?
    ―Desnudas ―dije―, todas. Hay mucho sol y solo tienen una tela anudada en la cintura. Sonríen de alegría con sus pechos apuntando hacia el cielo.
    ―Ah, sí, como debe hacerse siempre…
    ―Juegan entre ellas.
    ―¿Cómo? ¿Ya están dentro del agua? ¿Tan pronto?
    ―Sí ―dije dándome cuenta de mi error―, pero no todas, solo las pequeñas. Las otras miran como si hicieran algo incorrecto, aunque no parecen enojadas, tal vez un poco sorprendidas.
    ―Claro, porque primero tienen que comer ―el viejo apoyó la frente contra el tronco del árbol y canturreó una melodía sin palabras que solo él conocía o recordaba.
    ―Acomodan las sillas y la mesa para dejar la fuente de la comida sobre ella. Ya se han sentado.
    ―Pero solo hay dos sillas.
    ―Las otras están sobre la hierba, extienden las telas que llevan en la cintura para eso.
    ―¡Desnudas por fin! ―su tono ya no es el de alguien que sonríe, era más profundo, como si pensara en algo oculto.
    ―Casi todas lo están. Ahora danzan ―continué sabiendo lo que el viejo quería escuchar―. Se toman de las manos formando una ronda y giran. Sus cabellos quedan libres a la brisa. El sol juega sobre sus cuerpos.
    ―Oh…
    ―Una de ellas acaba de caerse. Sus piernas se enredan y otra más cae sobre ella. A la que cayó primero la levantan entre las otras cuatro, la llevan hacia la fuente.
    ―Sí… oh, sí ―suspiró el viejo.
    ―La arrojan al centro del agua. No parece haber mucha agua porque queda allí sentada y el agua apenas la cubre hasta el pecho.
    ―¿Al centro? Pero allí… allí…
    ―Lo sé. Ellas lo saben también, porque se alejan rápido dejando sola a la que cayó al agua.
    ―No quiero seguir escuchando ―dijo el viejo separándose del árbol―, ya no.
    Demoré en bajar para que creyera que había subido tan alto como las primeras veces. Cuando llegué al suelo le toqué el brazo y comenzamos a caminar de regreso al pueblo.
    ―Estará bien ―dice. Asiento sabiendo que no podrá verme―. Es una suerte que ese paredón siga en su lugar. De lo contrario…
    ―Sí ―lo interrumpo―, es una suerte.
    No le digo que volteamos ese paredón hace años, que incendiamos la casona, que asesinamos a la mujer y a sus hijas, y que usamos sus cuerpos para por fin segar esa maldita fuente. No le digo que solamente el árbol que él solía usar para espiarlas antes de que la ceguera lo atacara continúa en pie. No le cuento nada de todo esto porque si nunca podrá verlo, ni tampoco hace falta que lo sepa.

sábado, 10 de mayo de 2025

Ficha personal

Se colocó los anteojos de pinza sobre la nariz al verme entrar en la oficina. Miré sin saber si era el lugar correcto, las indicaciones de la recepción habían sido tan vagas como confusas, por lo que no estaba realmente seguro. Debería ser la oficina que buscaba porque cuando le dije mi nombre hizo una seña para que me sentara, escritorio de por medio, frente a él.
    Revisó un fichero con dedos rápidos y ágiles, demasiados dedos diría yo, porque por momentos me parecía ver más de los que habitualmente hay en una mano. Era eso o estaba tan cansado que viéndolos moverse de esa manera no podía no pensar en que eran más de cinco, no lo sé. No quise arriesgarme a preguntarle nada, no otra vez.
    Finalmente encontró la ficha que buscaba, la extrajo colocando un lápiz entre la anterior y la siguiente para no perder la ubicación, y leyó lo que allí decía en silencio sin que gesto alguno alterara su expresión. Leía como un burócrata lee una sentencia, un edicto, una carta amenazante, una declaración de guerra, una lista de supermercado. Luego me miró. Sus ojos lucían diferentes a través de los cristales que de seguro tenían algún tratamiento especial para que detrás de ellos lucieran como una mezcla extraña entre el rojizo y un tono ambarino.
    ―Usted dirá ―su voz resonó en la oficina a pesar de que no me pareció que hubiera abierto la boca.
    ―Este… ―dudé porque era lo único que podía hacer para ganar tiempo ―… me enviaron aquí. ―Levanté ambas manos en señal del mayor de los desconciertos.
    Sus ojos, esos ojos, me miraron como un médico mira una radiografía, buscando un detalle mínimo que le diera la clave para saber cómo continuar.
    ―¿Sabe dónde está?
    ―Lo imagino.
    ―¿Sabe lo que es esto? ―Señaló la ficha que yo, a un mismo tiempo conocía y no conocía―. No se apure, se lo diré. Esta ficha es un resumen de su expediente personal. Lo que aquí dice es lo que define lo que pasará con usted una vez que abandone esta oficina.
    ―¿Quién produce esas fichas?
    ―Eso no es lo importante ―la voz continuó resonando en toda la oficina, reverberaba en los muebles, vibraba en los profundo de mis oídos, en cada fibra de mi cuerpo.
    ―Lo que dice es lo que importa ―dije.
    ―¿Quiere saber lo que dice?
    Colocó la ficha sobre el escritorio, en el centro del secante.
    De una forma u otra lo sabré, pensé. Podría leerla yo, cosa que dudaba porque no creía que fuera a entregarme la ficha ―el lápiz aún en el fichero así me lo indicaba―, pero tranquilamente podría seguir escuchando esa voz profunda y cavernosa que despertaba tantas sensaciones raras en mí. Asentí.
    ―Nacido cobarde. Enterrado vivo. Muerto temeroso. Recodado jamás. Por siempre olvidado.
    Como las anteriores, cada palabra resonó y vibró a través de la oficina, a través de mi cuerpo, y regresó a él, hasta que el último sonido, el último eco, se extinguió.
    ―Entiendo ―respondí solo por decir algo, por ocupar ese silencio tan atroz que no dejaba de crecer.
    Me levanté y caminé hacia la puerta.
    Volví a mirarlo, con sumo cuidado y prolijidad acomodaba mi ficha en el lugar exacto que marcara con el lápiz.
    ―Gracias.
    No respondió. Abrí la puerta y me fui, al olvido, para siempre jamás.

sábado, 3 de mayo de 2025

El último día

Despertó sabiendo que era el último día, la última oportunidad, el final del camino. Llevaba el año completo esperando, por lo que sabía que sucedería, sí o sí, ese día. Ya no quedaban más opciones. Sin embargo, y a pesar de la importancia incuestionable de las próximas horas, prefirió continuar con su rutina como si nada fuera a cambiar, como si aún quedara un vasto camino por recorrer. Preferiría que no fuese así, pero se esforzaba y forzaría las cosas para que fueran mínimamente diferentes.
    Desayunó; se preparó para ir al trabajo; se cuestionó una vez más la utilidad o inutilidad de cuestiones tan nimias; puso en duda cada detalle de su ser, luego salió a la calle para acometer el día.
    Esperaba que lo que tenía que ocurrir sucediera en cualquier instante, en cualquier lugar, cuando estuviera distraído, cuando su atención fuera atraída por algo más. Muy en su interior sabía que esa distracción era fingida y que ni el más mínimo gesto, el menor sonido, ni una única palabra, escapaban de su estudio pormenorizado, de su análisis y posterior descarte por no ser lo esperado.
    Finalizadas sus horas de trabajo, prefirió regresar a la casa andando por el camino más largo, contempló el paisaje recortado de la ciudad, con sus casas de época venidas a menos, los edificios como cajas de zapatos apiladas, los árboles enfermos, las veredas rotas, los automovilistas que no conocían las mínimas normas de tránsito. Sabía que nada tenía sentido, valor ni importancia, sabía que todo estaba motivado por errores y no por cuestiones que llevaran a las personas a un crecimiento o una mejorar de lo poco que ya eran. Dudaba que fuera posible mejorar a alguien, al menos no sin que ese alguien estuviera dispuesto a hacer el esfuerzo, pero si aún así lo fuera, no sería él quien se tomaría el trabajo de intentarlo.
    Llegó la noche y el baño para olvidarse de las molestias cotidianas, para desprender esa costra que se forma a nuestro alrededor cuando tratamos con los demás, y volver a ser suaves como tiernos y rozagantes recién nacidos, hasta que la ropa, la primera capa de la coraza que creamos para protegernos, nos cubre.
    Cenó sin dejar de mirar al reloj acercándose a la medianoche. El tiempo se agotaba.
    11:55. El momento estaba cerca, podía sentirlo.
    11:58. Era su deseo. Su único deseo. Uno que nadie podía o debía negarle.
    11:59. El error no era una posibilidad.
    00:00.
    00:01. Sonó el teléfono.
    ―Felices veintiocho años ―escuchó que decían del otro lado de la línea.
    ―Gracias mamá…
    Lloró, si de tristeza o alegría, no lo supo su madre desde el teléfono. Solo él sabía cómo se sentía sabiéndose rechazado como miembro del Club de los veintisiete.