domingo, 20 de abril de 2025

Todos Felices

―Esta es una de las que más me gusta ―dijo la abuela y acercó tanto la foto a su cara que parecía querer meterse en la imagen; luego me miró con sus ojos estrábicos y me la pasó―. Es única.
    Miré la foto. Estaba ella, claro, y los mismos tres niños de las fotos anteriores, a los que seguía sin reconocer y sobre los que no quería preguntar por una cuestión de, digamos, respeto.
    La abuela estaba en el centro de la foto, abría los brazos, con sus músculos flácidos y caídos de mujer mayor, llevaba un vestido negro. Vestía de ese color desde la muerte del abuelo. Uno de los niños se abrazaba a ella por la derecha, otro, una cabeza o dos más bajo que el anterior, lo hacía por la izquierda. Todavía un poco más abajo, con la cara en parte cubierta por los pliegues de la falda, estaba el más pequeño de los tres niños. Miraban hacia la cámara y sonreían, o sonreían porque miraban a la cámara, no lo sé. Cualquiera de las dos opciones era igualmente válida.
    ―Estamos todos y sonreímos ―dijo.
    ¿Estamos?, pensé. Volví a mirar la foto. Solo la reconocí a ella; no sabía quiénes eran los otros tres, que se parecían entre sí como fueran hermanos o algún otro parentesco similar. Tampoco podía adivinar cuál era la relación de esos tres con la abuela. Miré con mayor detenimiento buscando algún detalle que me indicara algo, lo que fuera, un indicio para saber qué buscar en mi memoria, en qué pensar.
    ―¿No te gusta?
    Miré su expresión, su cuerpo pequeño sentada al borde de la cama de la que apenas se levantaba. Recordé lo que el médico dijera en mi visita anterior y pensé en algo diferente a lo que pensaba para responder.
    ―Es interesante...
    ―Y todos sonreímos.
    ―Es verdad ―me mordí la lengua antes de preguntar quiénes eran esos niños.
    Su mirada de perplejidad sin dudas superaba la mía, parpadeó varias veces, como si no estuviera segura de haber escuchado bien, aunque sabía que sí lo había hecho.
    ―¿Te sentís bien, querido?
    ―Sí, abuela. ―Señalé la foto―. Es que no los reconozco.
    ―Son vos.
    ―¿Cuál de los tres?
    ―¿Cómo que cuál de los tres?
    Por el tono de sus palabras, me daba cuenta que la abuela no llegaba a entender qué era lo me resultaba tan extraño.
    ―Sí, eso, abuela. ¿Cuál de los tres soy yo?
    ―Los tres son vos, querido ―extendió su mano para tomar la foto y rozarme la frente. Recordé ese gesto, solía hacerlo mucho cuando la visitaba más seguido y yo no entendía lo que ella creía que yo ya tenía que saber. Esta vez no llegué a sentir su mano.
    ―No puedo ser los tres, abuela.
    ―Este ―señaló al niño más pequeño de la foto, casi junto a su rodilla―, sos vos a los seis años. Mirate con esa sonrisa indisimulable, la primera o segunda vez que viniste a visitarme ―ella también sonrió como recordando―. Este sos vos a los diez u once años, no estoy segura, pero sí sé que te costó mucho más sonreír para la foto ―me miró y señaló al tercero de los niños, al más grande, sobre su derecha―. Acá ya tenés quince años. Venías a contarme un montón de cosas nuevas que habías hecho, que te habían pasado y que solo me podías contar a mí.
    ―Venía ―repetí―. Acaso… ¿No llegué?
    ―No ―respondió la abuela―. No llegaste. Ni esa vez ni ninguna otra ya.
    ―Pero, entonces…
    ―Pero, entonces ―dijo ella―, voy a guardar las fotos otra vez y a pensar que sí llegaste y que cada verano, o verano por medio, mejor, para que no duela tanto, te acordás de venir a visitarme para contarme tus cosas. Aunque ya no lo hagas, aunque eso ya no pase.
    Guardó la foto junto con el resto de ellas dentro de la caja de madera, la cerró apagando el mecanismo de proyección y la dejó sobre la mesa de noche. Miró por la ventana de la habitación, y a pesar de que el sol de la media tarde seguía allí se recostó pensando que lo mejor sería volver a dormirse.

No es exactamente igual a o que se describe 
en el texto, pero se le parece bastante.

domingo, 13 de abril de 2025

Esas nuevas ideas

Ardían. Sus pulmones ardían. Ambos. Como si quisieran salírsele del cuerpo a través de la boca abierta mientras buscaba tragar más aire. La agitación demoraba en calmarse y el doble bombo en su pecho no parecía interesado en bajar la intensidad de sus golpes.
    Miró su mano aún cerrada sosteniendo el hierro, los dedos blancos por la fuerza que hacía con ellos. Sintió las uñas clavándosele en la palma. Dolió todavía más abrirla que mantenerla cerrada, pero debía abrirla o el dolor sería peor.
    Una gota de sudor se le metió en el ojo derecho, parpadeó y sacudió la cabeza, el pelo le cayó sobre la frente y cometió el error de acomodárselo con la mano manchada en un acto reflejo, sin pensarlo. Llevaba meses posponiendo la visita a la casa del barbero, ahora se arrepentía. Siempre se arrepentía tarde de las cosas que hacía, casi tanto como también de las que no hacía.
    Dejó el atizador junto al hogar. Lo pensó mejor y lo colocó sobre el fuego, que crepitó levemente. Enderezó la espalda esperando que su respiración se acompasara. Ya no estaba para ese tipo de cosas, lo sabía, pero algunas veces resultaba simplemente necesario hacerlas, no existía otra razón.
    Con la mano limpia buscó el pañuelo en el bolsillo, justo ese día había decidido usar uno de los pocos que le quedaban de seda. Se lamentó por eso mientras se quitaba la sangre de la mano antes de que se secara. Lo arrojó al fuego cuando la vio más limpias que antes.
    Hizo sonar la campana antes de acordarse lo que acababa de suceder. Sabía que no vendría nadie, que no quedaba quien respondiera a sus llamados. La servidumbre ya no es lo como solía ser, pensó. Esas nuevas ideas sobre la libertad, la igualdad, la fraternidad los habían arruinado.
    Colocó varios trozos de leña en el hogar para alimentar el fuego. Tendría que traer más desde el cobertizo del fondo de la propiedad y, si no quedaba nada allí, talar alguno de los raquíticos árboles que estaban cerca del pantano, hacia el este. Como sea, necesitaría el hacha, para eso y para deshacerse del cadáver. Suspiró con fastidio al darse cuenta que tendría que ir a buscarla él mismo, porque nadie se la traería. La servidumbre ya no es lo como solía ser, pensó.

domingo, 30 de marzo de 2025

Ruinas

―Debajo de todas estas ruinas ―dijo moviendo la mano para señalar algo indefinido, tal vez la habitación, la casa, el barrio, la ciudad, el país, el continente, el mundo, el universo, a sí mismo, el todo o la nada―, está lo que queda de mí.
    Hablaba, pues, de sí mismo, otra vez. Era poco lo que decía últimamente, cada vez menos y con pausas más extensas, de días en algunos casos. Hablaba siempre sobre el mismo tema: la decadencia y la muerte; su decadencia, su muerte, y la de todos. La edad, sin dudas, le afectaba más que a muchos de nosotros.
    Suspiró. Esperé que continuara hablando. Le acerqué un vaso con agua, bebió algunos sorbos, se mojó la pechera de la camisa y no hizo el menor esfuerzo por ocultarlo, por fingir que le daba pena, solo siguió mirando al frente.
    Volví a mi libro, esperar durante horas a que dijera algo más podía vencer cualquier cantidad de paciencia, por infinita que esta fuera. La expectativa pronto decae y solo queda el aburrimiento en esas horas vacías en las que la única salvación es leer. Y yo, que siempre llevaba un libro conmigo, las aprovechaba.
    Anoté lo que dijera, que era para lo que se me pagaba, en la hoja en la que se repetía más o menos la misma frase a lo largo de días, en diferentes momentos, con un significado sumamente similar y mínimas variaciones. Alguien creía que podría llegar a decir algo de verdadera importancia, algo de valor, que recordara el gran ingenio del que hacía gala antaño; lo cierto es que no parecía quedar nada de aquella inteligencia casi mítica. Sin embargo lo anoté, luego repasé las notas anteriores:
    Debajo de estas ruinas, poco es lo que queda (lunes, 15.17hs).
    Debajo de todas estas ruinas, algo suspira (miércoles, 03.34hs).
    Debajo de estas ruinas, nada nace (sábado, 12.23hs).
    Debajo de todas estas ruinas, incluso el sol brilla (lunes, 18.29hs).
    Debajo de estas ruinas, está lo que queda de mí (jueves, 07.56hs).
    Los silencios se extendían poco a poco, las horas vacías eran más y más. Sus ojos se ponían brillosos, con las pupilas dilatadas, la respiración acompasada, la voz rasposa. Se sabía cómo terminaría, lo que no se sabía, o no quería saberse, era cuándo lo haría. La espera se volvía intolerable.
    Una semana más tarde volvió a balbucear lentamente una de sus frases cuando me encontraba de guardia.
    ―Debajo ―dijo sobresaltándome porque no esperaba que volviera a hablar― de todas estas ―levantó su mano enflaquecida y amarillenta― ruinas ―cerró los ojos y respiró largamente― también está ―el impulso se agotaba, la voz se apagaba― mi piel ―completó con un susurro.
    Rechazó el agua, rechazó mi ayuda, ya estaba más allá de cualquier cosa que yo pudiera hacer por él, estaba más allá de todo.
    Anoté la frase debajo de la anterior en la misma hoja, luego volví a leerlas una por una, frase a frase, o mejor dicho, verso a verso. Lo leí en voz alta, para él, solo para él, que apenas si se movía, con voz calma para que cada palabra se comprendiera, y luego de escucharme recitar su último verso se despidió con un suspiro.

sábado, 22 de marzo de 2025

Filosofía mate-rial

Al Chupar la bombilla el desagrado me inundó.
    Fue menos de un instante, pero fue suficiente. Es tan fácil que todo se arruine, que una cosa mínima nos haga perder la alegría, que algo que en cualquier otro momento no sería nada ahora signifique tanto, llegando a provocar que todo se desmorone, que todo se caiga, que todo parezca perderse para siempre. Somos seres tan frágiles, tan expuestos a las adversidades, tan necesitados de tantos y constantes cuidados, que es muy fácil venirse abajo. ¿Qué pretendía la evolución al construirnos de este modo? ¿Qué buscaba de nosotros al hacernos tan débiles, tan ignorantes de lo mínimo necesario para sobrevivir? Dudo que ella misma, la evolución, haya tenido algún plan en general o en particular para nosotros, o supiera lo que hacía. Porque cuál puede ser el motivo para ponernos en este mundo de esta forma, tan expuestos a morir al menor cambio. Somos el eslabón más débil de una cadena que no es tal, una figura tan innecesaria para el conjunto que, si nos suprimieran de la existencia, nadie se daría cuenta de que ya no estamos.
    Los problemas comienzan al nacer, porque nacemos débiles, carentes de todo y necesitados de todos. De allí en más todo solo puede ir cuesta abajo, aunque pretendamos caminar cuesta arriba y fingir que todo está bien. Pero nada está bien, nunca. Fingimos que jamás nos percatamos de las dificultades que atravesamos cotidianamente, cuando no hacemos más que sufrir por y para ellas. Fingir ha de ser la mejor habilidad que nos otorgó la evolución, si es que hizo algo por nosotros y, de ser así, es una afirmación que ningún estudio científico validará jamás, pero como ya casi nadie cree en la ciencia, buscar su validación carece de sentido. La cuestión es que fingir todo el tiempo resulta agotador, demanda demasiada concentración, atención y memoria. Salvo que seas uno de esos que a fuerza de fingir constantemente terminan por creer en lo que comenzaron fingiendo sin importar si se trataba de amor, pasión, interés, felicidad, sabiduría, resignación, adaptación a las circunstancias o cualquier otra opción, aunque sostenerlo en el tiempo nunca es fácil. Por eso se aplaude la sinceridad de los niños, quiénes aún no han vuelto unos expertos en fingir; la de los borrachos, que han relajado las barreras sociales lo suficiente como para permitirse dejar de fingir brevemente; la de los locos, palabra en desuso por estigmatizante aunque sean ellos los primeros en darse cuenta de tanta hipocresía; y la de los viejos, sobre todo hombres, que se han hartado de la vida miserable que nos obligan a llevar y van por la calle sin preocupase por nada. Los vemos, a todos ellos, nos reímos de y con ellos, los aplaudimos, para luego mirar hacia otro lado olvidándolos, retornando a nuestra fingida rutina porque ningún recreo puede ser eterno.
    Es por todo esto que solo se necesita un leve empujón, un pequeño toque, una minúscula cosa, para que todo se desmorone, para que todo se venga abajo, para cuestionarse el mismísimo sentido de la vida, del ser, de la existencia. Para preguntarse por qué estamos aquí y ahora y cuándo llegará el fin de este tormento al que llamamos vida porque no sabemos qué otro nombre darle.
    ―Esta frío, ¿no? ―me preguntó―. Me doy cuenta por tu cara de culo, sabelo.
    Le devolví el mate y se levantó de la silla llevándose a la cocina el termo y el mate que sí, para qué negarlo, para qué fingirlo, estaba frío.

sábado, 15 de marzo de 2025

En el lugar equivocado

Si tuviera que responder, y esto sólo en el caso en que alguien se acercara a preguntármelo, qué hacía allí, por qué había asistido a esa charla en particular o qué esperaba de ella, mi respuesta sería bastante esquiva. Nada más que mi interés por refugiarme de la inminente lluvia ante mi falta de previsión de llevar conmigo un paraguas me había llevado a ese salón de conferencias semivacío. Por eso esperaba pues que nadie me preguntara nada y, al mismo tiempo, continuar escuchando sin oír lo que allí se decía.
    Unas seis o siete filas de butacas formaban un pequeño semicírculo que miraba hacia una tarima a modo de escenario en la que dos personas, un hombre y una mujer, hablaban sobre algo referido a la literatura. Tal vez era la presentación del libro de uno de ellos y el otro hacía preguntas al respecto. Si era algo como eso, no ubicaba a ninguno de los dos por sus caras ni por sus nombres, aunque eso no significaba nada. Por suerte hablaban en español, si la charla hubiera sido en otro idioma con o sin traducción inmediata apenas habría podido resistir el cabeceo previo a quedarme dormido y comenzar a roncar.
    Diré que puse todo mi empeño en atender a lo que se decía, sin embargo había un detalle que resultaba una distracción permanente. Detrás de las dos personas que hablaban había una pantalla de gran tamaño que parecía enmarcarlas junto con la mesa que los separaba y los bancos en los que se sentaban. Probablemente los organizadores no habían pensado muy bien qué proyectar y por eso recurrieron a imágenes de diferentes paisajes en movimiento, todos deslumbrantes e inaccesibles por igual para la gente común ―para mí―; lo que fuera que se dijera frente a ellos perdería toda relevancia ―también para mí.
    Mi distracción no se debió a uno de los sucesivos paisajes, sino por otra cosa que surgió en la pantalla. Algo que en un principio creí que sería un pixel dañado, muerto, destruido, un punto negro perdido en uno de los extremos de la pantalla que comenzó a crecer poco a poco hasta ocuparla casi por completo. Claramente no era un pixel muerto, cosa que descubrí rápidamente, sino que era una especie de criatura negra como la más oscuras de las noches, mezcla de insecto con muchas patas, demasiadas, reptil de piel escamosa, fría y pegajosa, innumerables ojos de vidrio y, para terror de mis nervios, colmillos tan gruesos como mi cuerpo. Esa criatura miró de frente hacia el salón, no hacia la supuesta cámara que debería de estar filmando el paisaje que ocultaba con su abultado cuerpo, sino hacia las butacas, a nosotros, a quienes estábamos allí sin que nadie más pareciera darse cuenta de nada porque nadie había reaccionado, salvo que al igual que yo en ese instante, estuvieran paralizados de miedo.
    Esa cosa, esa criatura, tocó la pantalla con sus colmillos y varias de sus patas. La tela se abultó antes de rasgarse. El aroma de la naturaleza selvática invadió el salón. La pata de aquella cosa se agitó sobre la cabeza de los dos que hablaban y aun así nadie dijo nada.
    Me sentía pálido, aterrado, casi fuera de mí ante lo que veía, aunque lo que más me extrañaba era la pasividad del resto de las personas de la sala. ¿Qué pasaba? ¿No veían a aquella cosa intentando penetrar en nuestro mundo? ¿Sería el único testigo de semejante atrocidad?
    La bestia comenzó a morder el agujero en la pantalla buscando agrandarlo para introducir su cuerpo. Había logrado hacer pasar tres de sus peludas patas con las que también hacía fuerza, hasta que lo consiguió. La pantalla cedió y logró meter su cabeza completa de nuestro lado de la realidad. Cada uno de sus extraños ojos me miró, a mí, directamente a mí, a nadie más que a mí, como si supiera que yo y solo yo era quien la veía. Aunque no tenía labios, ni boca ni cosa que se le pareciera, diría que sonrió.
    Primero una, luego dos, tres, y prontamente todas las personas en el salón, se giraron hacía mí. Incluso las dos que hasta ese momento habían estado hablando normalmente, me miraban. Si no lo había notado antes ahora no podía no dejar de hacerlo: todas ellas tenían los mismos ojos, la misma cantidad de ellos, que la criatura que seguía intentando atravesar la pantalla. Yo, y solamente yo era el extraño allí, el diferente, el que sobraba, el que se encontraba en el lugar equivocado.
    Lentamente me puse de pie pensando en qué me había llevado a decidir esa mañana dejar el paraguas en la casa.