Calificar de desmesurado a aquel proyecto le quedaba indefectiblemente pequeño. La propuesta iba más allá de cualquier cosa que se hubiera planteado nunca. Era algo tan enorme que no había registros de nada semejante.
―Mudemos la ciudad ―fue lo que dijo nuestro líder, el señor indiscutible de todos los seres vivos, dios encarnado en su rechoncha figura, creador de la cordialidad, unificador del alto y el bajo pueblo, amante y protector de los animales, fornicador primero de todas nuestras mujeres―. Esto es un asco ―señaló desde el mirador del Palacio las calles sucias, llenas de mendigos y restos de las últimas festividades.
Los consejeros más antiguos se miraron deseando no haber escuchado nada; los más jóvenes, deseosos de destacarse, demostraron su entusiasmo ante tal idea con gestos exagerados y pedidos de más detalles.
―Llevemos todo lo que es la ciudad hacia otro sitio. Las calles, los edificios, las personas. Cada uno llevará lo suyo, lo que necesite, dejando atrás lo que ya no quiera. Porque este paisaje está agotado, me agota, ya lo vi demasiadas veces en tantos años. Es en mi voluntad.
―Sea su voluntad ―repetimos los presentes comenzando a lamentarnos.
Se trajeron mapas de todas las tierras conocidas, de todas las islas, de cada rincón visitado por nuestros emisarios, embajadores y soldados, para que el gran conductor de los pueblos eligiera un nuevo paisaje para el emplazamiento de la ciudad. Él lo miró todo y terminó posando uno de sus gordos y grasientos dedos en un punto cualquiera.
―Aquí ―dijo sin titubear, sin saber cuál era la distancia que había que recorrer o los problemas que habría que enfrentar para hacer de su voluntad una realidad. Porque esos problemas eran nuestros, no suyos, él se dedicaría a continuar gobernando, así como se dedicaba a nuestras mujeres y a ver cómo vivíamos y nos desvivíamos para llevar adelante su proyecto.
―Sea su voluntad ―dijimos una vez más.
Comenzaron entonces los preparativos para el traslado, las decisiones, la logística para cubrir las distancias. Cada paso previo demandaba tiempo, cálculos, esfuerzos para que el deseo del conductor de nuestros destinos se cumpliera.
Así fue que primero se trasladaron las murallas de la ciudad, lo que nos dejó desprotegidos y a merced de los enemigos, pero estos parecían poco interesados en nuestros proyectos y nos dejaron hacer sin pensar en atacarnos.
Luego se llevaron las calles y el sistema de alcantarillado, para que en el nuevo emplazamiento todo funcionara igual de bien que en el actual. Aunque a partir de ese día caminamos sobre el barro y la mierda, estábamos más que felices de cumplir con la voluntad de nuestro amo y señor.
Comenzamos, luego de solucionar problemas prácticos y de transporte, a desmontar uno por uno los edificios, las casas, los almacenes, los depósitos de armas y alimentos. Cada ciudadano parecía más que dispuesto a ayudar a cumplir la voluntad de nuestro amo, señor y dios, por lo que no faltaban manos ni herramientas para seguir adelante. Los ancianos aportaban su experiencia, los adultos su fuerza, los jóvenes y los niños su facilidad para moverse por todos lados sin dificultad, aunque las hubo, sí, imposible negarlo. Entre otras innumerables cuestiones hubo que decidir qué quedaba atrás, qué dejaríamos en lo que fuera la vieja ciudad para ya no volver a verlo en la nueva. Nadie lo dijo, nadie señaló qué se llevaría y qué dejaría, pero en la falta de palabras, en el no decirlo, cada uno sabía lo que los demás pensaban.
Fueron años de trabajos, de cansancio, de pensar en abandonar las herramientas y huir a otras tierras, otras ciudades, bajo el ala de otro amo, de otro señor, de otro dios que no quisieran cambiar de sitio su morada. Hubo hambrunas hasta que las comenzaron las nuevas cosechas en las tierras de la ciudad, tierras que debieron ser desbrozadas y preparadas para que las mujeres esparcieran las semillas adecuadas como solo ellas saben hacer. Podríamos haber desistido en cualquier comento, pero no lo hicimos, no desistimos, no podíamos oponernos a la voluntad de nuestro dios en la tierra, de nuestro amado señor, de nuestro infalible e infatigable guía; al contrario, seguimos sus indicaciones esperando que él hiciera lo propio.
Dejamos en el centro de la nueva ciudad el espacio para el Palacio del conductor de los pueblos, que era lo que era suyo, lo que le pertenecía por herencia y derecho, por lo que de seguro él mismo se encargaría de traer, tal vez sobre sus hombros, tal vez por otros medios que solo él conocía, pues era su voluntad que cada uno llevara lo suyo, solo aquello que necesite, dejando atrás lo que ya no quiera. Esperamos durante todos los años que llevó trasladar la ciudad, que demostrara su poder.
Allí, en el centro de la ciudad, en el espacio destinado al Palacio, crece el retoño de uno de los tantos árboles que debimos talar, creemos que pronto extenderá sus ramas hacia las alturas. Los consejeros que aún sobreviven de entre los más antiguos creen que esto es una señal, en cambio, los consejeros que supieron ser los más jóvenes, y que ya no lo son tanto, no están tan seguros.
5 comentarios:
Sea su voluntad, dijo, y me conquistó...
Saludos,
J.
Cuidado con algunos líderes, que no se conforman con ser fornicadores de mujeres.
Saludos.
Desasosegante relato que oscurece toda luz de esperanza.
Saludos!
Y la ciudad volverá a ser la misma, con todos sus defectos.
Salu2, José.
Suerte que había un líder. Sino todo queda igual de mal que estaba
Que desagradecidos los que no se ofrecieron pata llevar su palacio. El pobre líder estaba gordo y solo ejercitarse su mente, pars gobernar. Estaba flojo para mudanzas.
Supongo que todos llevaron su propia caña de azucar😜
Abrazooo
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