Este capítulo de mi autobiografía no autorizada se titula Esa mancha y abarca los primeros años de mi vida.
Es cierto que lo que más tenemos sobre nuestra infancia son impresiones, sensaciones, la idea de que hemos sido más o menos alegres, felices o tristes, cuestiones bastante imprecisas sobre las que escribir. Sin embargo, a estas se suman los recuerdos que otros, generalmente adultos, comparten sobre nosotros con expresiones del tipo: “de pequeño eras tan…” agregando el adjetivo correspondiente, “me acuerdo que una vez…” y el resto de la anécdota de la que nada sabemos, pero que se vuelve parte de nuestra memoria a partir de ese momento, o de la siguiente repetición. Nuestra memoria sobre estos primeros años se construye por completo prácticamente de esta forma, no quiero decir que sea algo absoluto y para todos igual, porque solo hace falta que aparezca un único individuo para quien las cosas hayan sido mínimamente diferentes para que ese absoluto se quiebre, se venga abajo, se vuelva una nada más. Me corregiré entonces diciendo que todas aquellas personas con las que he podido hablar sobre sus primeros años de existencia construyen su memoria con estos dos componentes principales: sensaciones y recuerdos ajenos.
Mi infancia se inscribe en el segundo de los casos, mis sensaciones sobre mis primeros años cuando todavía no se forman los recuerdos propios o estos resultan por demás complejos de interpretar, coinciden con aquellas cosas que otros me han contado sobre mí. Diría que palabra por palabra. Aunque es claro que una sensación no es una palabra.
La sensación que prima por sobre las demás es la de ser una mancha, pero no una mancha cualquiera, una de esas que se van cuando se lava la tela o la piel, tampoco una de esas manchas de nacimiento sobre las que no tiene ningún sentido hacer nada porque no se borrarán, sino una mancha que todos quieren ocultar con suma desesperación y resulta imposible hacerlo porque siguen estando allí, a la vista o no. Para peor, era una mancha con la tendencia a llorar y que un poco más tarde aprendió a hablar y señalar su presencia de forma constante, con mayor fuerza para aquellos que no querían verme o saber que seguía estando allí.
Esto me llevó a cometer muchos errores, ante la falta previsible de preparación para lo que se suponía que tenía que saber hacer pero no sabía. Muchos problemas con las primeras figuras de autoridad que se forjan en la infancia; mis padres, mis maestros, los directores de las veinticinco escuelas por las que pasé en los tres años de educación bastante informal, en definitiva, con cualquier adulto que intentara ejercer algún tipo de control sobre mí. Si en esos años fui un ser incontrolable, una bestia violenta, agresiva, casi asesina, es porque no sabía cómo comportarme de otro modo. Pero era algo natural en mí. Pensemos: si se arroja a un recién nacido a un corral lleno de cabras y estas no lo matan, el niño crecerá como una cabra; si lo arrojan a un corral con ovejas, crecerá como una oveja; si en el corral hay perros, sucederá otro tanto. Pero si el niño está rodeado de otros seres humanos, no puede más que crecer como un humano, todos cuantos me rodeaban indefectiblemente me dieron la espalda.
Lo anterior sirve para aclarar que yo no soy un monstruo, ni el villano de este relato, como me han hecho creer. Muy al contrario y aunque sean pocos los que así lo crean, soy la víctima. Soy quien ha sufrido lo peor que puede sufrir un niño y tal vez más ―tal vez menos, pensaran otros―, pero ningún niño debería sufrir nunca, jamás, de nada, ni por nadie. Esto en lo que me he convertido no es puramente mi responsabilidad, es una culpa compartida, aunque sea tarde porque muchos de los que tuvieron que ver con todo esto han muerto, yo sigo vivo, soy su obra, soy lo que ha sobrevivido de ellos, soy esa mancha que quisieran borrar y no lo lograron.
4 comentarios:
¿Cuántas vidas habrán comenzado de la misma manera?
Saludos,
J.
Profundo relato la forma en que uno es criado influencia en una parte como somos. Te mando un beso
Es una buena pregunta, colega demiurgo.
Debería tenerse cuiadado como se cría alguien. Si se convierte a alguien en feroz, esta ferocidad se puede volver contra quienes lo criaron, influenciaron.
Saludos.
Este capítulo suena como si Kafka hubiera escrito los recuerdos de un calcetín perdido en la lavadora: oscuro, existencial, y con una mancha que nadie logra quitar, ni con Vanish ni con terapia. Y mis calcetas femeninas NUNCA se manchan.
Publicar un comentario