domingo, 21 de julio de 2024

Esto no lo viví

Esto no lo viví, estoy seguro. Tampoco lo soñé, mis sueños nunca se parecen a esto. Mucho menos pude haberlo imaginado, porque no sé cómo se hace eso, cómo se inventan cosas en la cabeza y se cree en ellas con fe, anhelo, disciplina y desesperación. No sé qué es esto aunque está en mi cabeza, sé que no es mío, no lo reconozco. Lo siento, lo percibo, está allí, pero no es mío, no soy yo, es algo más, es otra cosa, es algo que no identifico, que no se define, que no quiere mostrarse. Está allí, sé que lo está porque aun con todo su esfuerzo es incapaz de ocultarse por completo. Esto no lo viví, estoy viviéndolo ahora. Esto no lo soñé, lo sueño en este momento. Esto no lo imaginé, lo que veo es más sólido que la simple creación sin sentido de cualquier cerebro, incluso del mío.
    Alguien está hablando, miro y estoy solo. Alguien está hablando, lo que dice es para alguien más. Alguien está hablando, yo solo escucho. Apenas entiendo lo que escucho, como una canción en otro idioma que oímos por primera vez, tal vez en neocriollo o esperanto, algo de eso. Además, la recepción es bastante mala, como si la antena de la fm se moviera con el viento en medio de una tormenta. La estática se multiplica, se expande, me aturde. Alguien está hablando, habla para mí ahora sin decirme que es para mí. Quiero ignorarlo. Sus instrucciones me confunden, sus palabras se mezclan, suenan diferentes, como dichas por alguien que ignora el idioma pero que de todas formas quiere hablarlo.
    La oscuridad se vuelve completa, miro sin ver nada. Tendría que asegurarme de tener los ojos abiertos. No hay diferencias en la oscuridad, luce como una tela uniforme que se extiende y me rodea. La miro y no me devuelve la mirada, tal vez porque no puede verme en su propia oscuridad. Si hay oscuridad será porque es de noche, si es de noche será que he de dormir, aunque no estoy cansado; podría aprovechar el momento ahora que la voz que me hablaba sin que le entendiera guarda silencio.
    La quietud, el silencio, la oscuridad son tales que llegan a incomodarme. Me sentiría mejor de estar solo, pero permanece la sensación de que hay alguien más, alguien cercano, un poco más débil quizá, como el recuerdo de una mano apoyada sobre nuestro brazo que ha sido retirada y su calor, su humedad, su presencia se vuelve pasado poco a poco. Esa es la sensación, estas son mis palabras, ojalá tuviera otras, las necesito, sin dudas me servirían de mucho en este momento.
    Falta algo aquí. Sé que es así. Tengo esa certeza aunque desconozco qué es eso que falta. Pensaré un poco más, me esforzaré y quizá lo descubra, tal vez eso sea la razón de porqué estoy aquí y ahora. Aunque sin saber cuándo es ese aquí ni dónde ese ahora. Debe ser una prueba. Seguro que sí. Me estoy probando. Por qué o para qué sin dudas lo sabré al finalizar. En cualquier momento lo entenderé y todo tendrá (algún) sentido.
    Esto no lo viví, esto no lo soñé, esto no lo imaginé, esto soy yo.

domingo, 14 de julio de 2024

Peste

La mudanza, aunque desorganizada y a las apuradas, había sido un éxito. Porque de alguna forma había que calificar esa especie de huida que emprendiera en silencio y antes de que estallara la última tormenta, esa que tenía todas las condiciones de convertirse en la definitiva. Mejor huir, me dije, lo pensé o me lo imaginé. Eso siempre me sale bien: huir.
    Regresé a la casa familiar con un par de valijas con ropa, algunas bolsas de consorcio llenas de cosas sueltas, dos o tres muebles más o menos deteriorados y, claro, las cajas con los libros. Nunca dejaría atrás mis libros, no otra vez. Era cuanto tenía junto con la sensación de fracaso.
    La casa llevaba años vacía y cerrada. Intenté venderla varias veces, pero a nadie le interesaba ―esto me sonaba de alguna parte―, por lo que se volvió mi refugio en un momento de necesidad que, de no haber sido por ella, hubiera sido mayor.
    El olor a encierro y a humedad dominaba la casa. Permanecía como si hubiera impregnado cada poro de las paredes, del techo, de los pisos aunque abrí las ventanas día y noche durante el inusualmente cálido otoño. Limpié un poco, lo suficiente para sentir que no dormía sobre todo ese abandono, pero sin ganas de dedicarle demasiado tiempo.
    Acomodé ese resumen incompleto de mi vida que eran las pocas cosas que había traído; descarté muchas de ellas por inútiles o innecesarias; apilé los libros fuera de las cajas para luego volver a guardarlos. Caminaba, actuaba, vivía en círculos, durmiendo a cualquier hora, comiendo lo que hubiera sobrado de la comida anterior, habría continuado así de no haberlo notado.
    Cuando el olor a encierro y a humedad fue doblegado, otro lo reemplazó, un olor más fuerte, más intenso, más agresivo. Si bien comenzó a dejarse notar poco a poco, era imposible ignorarlo. Era una mezcla de comidas en descomposición, leche cuajada, cloaca abandonada, huevos podridos, animal muerto y algo más. La casa era pequeña, sin muchos espacios en los que pudiera darse esa combinación de olores, por lo que busqué y limpié con un poco más de ahínco. Comencé por la cocina, luego el baño, al que ya había limpiado apenas llegar, le siguieron la habitación y la sala-comedor. Desmalecé el pequeño patio del fondo, saqué yuyos y plantas que crecían allí lo quisiera o no, destapé todos los desagües; aproveché para plantar flores aromáticas, como las que había antes, eran variadas en colores y aromas, y que murieron con el primer frío del invierno. Corrí todos los muebles, limpié las esquinas, tiré líquido con diversos perfumes que nada lograban. Pensé en pintar las paredes, tal vez así se iría, pero en invierno no se debe pintar, así que tenía que esperar meses antes de poder hacerlo. Pensé otras opciones sin encontrarlas. El olor continuaba allí, insistente, presente a cada instante.
    Llegué a sentirlo incluso mientras dormía, sin saber si eso era posible, si puede sentirse un olor cualquiera en un sueño. Pero ese no era un olor cualquiera y había logrado romper esa barrera, ese límite, ingresando en mis sueños.
    No sabía a quién o qué reclamar, no sabía con qué continuar para combatir ese olor tan persistente del que no encontraba su fuente. No podía dar con el punto del cual emanaba y, porque era lo único que podía hacer, me negaba a aceptar que era el único que lo sentía. Pero aunque me aferraba a esta negación como el último punto con el que sostener mi cordura, incluso ella tenía un límite y algún día debería reconocer que yo y solamente yo era la causa y el origen de semejante peste.

domingo, 7 de julio de 2024

La casa

Volvió a pasar frente a la casa y se detuvo a mirarla como todas las veces anteriores, y como todas las siguientes. El disimulo inicial, como si quisiera evitar que alguien se diera cuenta de lo que hacía, el pudor que sentía al hacerlo, se perdió rápidamente, y cada tarde se quedaba un poco más de tiempo mirándola.
    Era la última de una estirpe de casas que se construían para durar y diferenciarse unas de otras; no era de las típicas construcciones que parecen cajas de zapatos siempre iguales, con los mismos espacios, los mismos muebles, los mismos gestos y movimientos de sus ocupantes. Era de esas casas que cuando desaparecían daban lugar a torres de cajas de zapatos impersonales, vacías, aburridas y tristes. Por eso se detenía a mirarla, a observarla, a pensar cómo sería vivir en ella, caminar sus pisos, recorrer sus salones, cómo serían las escaleras que imaginaba dentro, pasar el verano en el patio que se adivinaba detrás de esas rejas altas, pesadas, de fundición, que cancelaban el paso del tiempo y que sin dudas ni la muerte podría abrir. Era una casa sin igual, por eso se detenía a mirarla cada vez que pasaba.
    Su fantasía erótica recurrente consistía en tener el dinero suficiente para comprarla, restaurarla y vivir en ella como si fuera el día de su inauguración, el de la casa, no el suyo. Una fantasía más de las tantas que sabía que nunca podría cumplir. Claro que saberlo no le impedía desearlo cada vez que caminaba por la vereda opuesta y se detenía en medio de esos árboles que servían muy bien de marco para encuadrar semejante obra de arte.
    Conocía cada ventana y qué día de la semana se abría cada una para ventilar la habitación que guardaba; conocía cada celosía, cada mancha de humedad en el frente; sabía cómo crecía la hierba y cómo impunemente la arrancaba un jardinero cada dos o tres meses; sabía dónde estaba más descascarada la pintura; identificaba cada teja y cada viga de madera que sobresalía del techo más alto; imaginaba cuál podría haber sido el color original de cada detalle; sabía quiénes eran los dueños, lo que hacían y no hacían por la casa. Mantener esa mole de dos plantas, con tantas habitaciones ocultas a la vista, no debía de ser fácil ni barato, por eso la casa se veía melancólica en otoño, triste en invierno, soñolienta en primavera, aburrida en verano. La casa anhelaba un cambio. Ojalá tuviera el dinero para dárselo, a la casa y a sí mismo.
    Intentó dibujarla varias veces en las hojas de su libreta sin lograr más que una serie de garabatos. Renunció luego de varios intentos sabiendo que cada día pasaría por esa misma calle y volvería a verla por lo que no necesitaba nada que le ayudara a recordar cómo se veía, como se sentía al verla y cuánto le gustaría poseerla. Se puede ser feliz con tan poco en la vida, contemplar lo que se desea desde lejos, disfrutándolo como si fuera parte de uno olvidando que no lo era. Se lo puede intentar y lograr, creyendo que es verdad e ignorando cualquier otro de los infinitos detalles que conforman la realidad hasta que la misma realidad decide dar señales de su existencia y nos golpea con tanta fuerza que la estructura completa de nuestra vida se tambalea.
    Fue lo que sintió la tarde en la que encontró, al pasar frente a la casa, el anuncio de la futura construcción de cuarenta y ocho excelentes unidades monoambientales con espacios compartidos, estacionamiento cubierto, baulera, piscina y detalles de calidad que comenzaría a construirse a la brevedad. Antes de eso, la casa sería derribada tan rápido como sus sueños serían destruidos.
    

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En el N° 42 de la revista española La Ignorancia Crea se ha publicado la historieta Aguijón de felicidad, que cuenta con los dibujos de Matías De Vincenzo

Pueden pasar a leerla cuando gusten.

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domingo, 30 de junio de 2024

Eso, eso era él

Pasó la mano por la superficie del espejo, cuando quitó la mayor parte de la condensación su cuerpo desnudo quedó al descubierto. Se miró; pensó en el tiempo que llevaba sin hacer algo tan simple como eso, mirarse, reconocer ese cuerpo que cada día le era un poco más ajeno, más lejano, más irreal.
    El rostro pálido, ojeroso, mofletudo, con una barba que nunca le había crecido con algo cercano a la simetría, lo miró fijo y sin emoción. Eso, esa cara, era él. Esa era la cara que todos veían. No le gustaba, nunca le había gustado, no entendía a las mujeres, en un mentiroso plural, que decían haberse enamorado de él, de su sonrisa, de su forma de mirar.
    Se sentía como el personaje de Kevin Spacey en American Beauty cuando se enamora de la chica y decide que quiere verse bien estando desnudo, pero él no era ese personaje ni quería verse en modo alguno. También podía describirse como el personaje de ese cuento de P. K. Dick que se reconocía viejo, gordo y canoso y que luego hicieran una película sobre él con Tom Cruise interpretándolo, pero a él no lo interpretaría ningún Tom Cruise porque nunca harían una película sobre su anodina vida. Pero si llegaban a hacerla, sería la película más aburrida de la historia del cine, más que todas las películas francesas, iraníes y coreanas juntas, porque así era su vida, definitivamente aburrida.
    Nunca había tenido el estómago plano ni marcado como esa gente que se desvive en el gimnasio; había sido lo suficientemente flaco como para disimularlo hasta que dejó de serlo y el cinturón comenzó a apretar más y más hasta que se olvidó de él. Ese ombligo salido para afuera tampoco nunca le había gustado, ahora, viejo y arrugado, era más feo que antes, cosa que creía imposible en medio de tanta carne flácida. Eso, ese cuerpo era el suyo, ese cuerpo era él.
    Flácida se mantenía también esa cosa entre sus piernas que apenas recordaba cómo se utilizaba aunque había disfrutado, y creía haber hecho disfrutar, más de una vez. Colgaba sin ningún miramiento apuntando hacia el suelo, húmeda e inútil como el resto de su cuerpo. Si pudiera arrancársela, como leyera en algún lado que hacían las iguanas, las lagartijas o alguno de esos bichos, lo haría sin dudarlo para tener una molestia menos.
    Podría dejar atrás lo que ya no servía, lo innecesario, lo que perdió su sentido, su valor. Pero de ser posible algo como eso tendría que deshacerse de la mayoría de sus recuerdos, de sus experiencias y errores; sobre todo de los errores, esos nunca dejan de acumularse. Tal vez olvidándolos pueda volver a caminar con la espalda recta, sin encorvarse bajo el peso del pasado ni ante el miedo por el futuro. Claramente ese no era el momento para ponerse sentimental con reflexiones de vuelo rasante y comenzando a tiritar.
    Miró ese cuerpo que era el suyo aunque no lo había pedido, aunque lo había usado tantos años sin dedicarle la menor atención. Claro que no le gustaba que sus piernas explotaran de várices y ser incapaz de verse los pies. Todo era un desastre, todo había salido mal y él era el único responsable, el único culpable, carecía de sentido señalar a alguien más.
    Abrió el agua caliente del lavamanos para que el vapor del agua ocultara una vez su imagen y así poder fingir que no había visto nada, que todo estaba bien, porque era hombre y los hombres solo pueden estar bien, siempre, tienen que estarlo, porque a nadie le interesa lo contrario.
    ―Estoy bien ―respondió cuando golpearon la puerta del baño―, ya salgo.
    El espejo había vuelto a empañarse.

domingo, 23 de junio de 2024

Entre toda esa arena

La tormenta de viento y arena duró varios días, como cada tormenta en medio del desierto. Días sofocantes. Días en los que buscar formas de superar el aburrimiento esperando que el viento no arrancara los puntales de las tiendas que nos protegían, que la arena acumulada no rasgara con su peso las gruesas telas. Soportar aquel encierro requería un gran esfuerzo ya que si respirar resultaba un lujo, comer y beber se tornaba imposible.
    Cuando el clima se tranquilizó, y el sol volvió a castigar desde lo alto, vimos destacarse, entre toda esa arena, una serie de rocas de las que no teníamos recuerdo. Eran rocas grandes, enormes, del tipo que se necesitaría mucha arena para cubrirlas. La tormenta había modificado tanto la geografía de la zona que, a pesar de que la caravana pasaba por allí más de una vez al año, ya no reconocíamos el lugar. Mientras desmontábamos el campamento calculamos que las rocas se encontrarían a no más de media jornada de camino.
    Pudo haber sido la curiosidad lo que nos impulsó, pudo haber sido otra cosa, pero como si fuera una decisión unánime, nos dirigimos hacia ellas, hacia las rocas. Rocas que veíamos crecer con cada paso que dábamos. No eran grandes, no eran enormes, eran ciclópeas, como un pequeño conjunto de montañas perdidas entre la arena, las dunas y el calor. Y nosotros apenas éramos un pequeño grupo de hombres perdidos entre toda esa misma arena, esas mismas dunas, ese mismo calor.
    La media jornada de camino que suponíamos al principio, fueron dos y acabaron siendo tres cuando por fin las primeras rocas comenzaron a ascender y escarparse. El camino era difícil, pero nadie se quejaba, nadie decía nada; seguíamos avanzando luego de ver caer el cuerpo de quien acababa de despeñarse o de quien desfallecía entre el calor y el esfuerzo, seguíamos avanzando luego de sacrificar a los cada vez más agotados caballos y camellos. A pesar de estos pequeños percances, seguíamos avanzando.
    Atravesamos las rocas más altas por entre lo que parecía ser el único paso posible. Encontrándonos en ese lugar sentíamos que conocíamos esas rocas, como si fueran parte de una memoria anterior, previa, más antigua que la vida, más antigua que todo lo demás. El tacto con ellas no nos parecía extraño, sino natural, familiar, propio. Resultaba tan complicado de explicar que sólo podíamos aceptarlo. Lo veía en las expresiones de resto de los caravaneros, mi sorpresa no era única, las sonrisas mal disimuladas bajo nuestros turbantes decían casi tanto como nuestros silencios.
    Tras el paso entre las rocas, el camino continuaba en lo que parecía ser el seco lecho de un antiguo río que desaguaba en un pequeño lago. Y, encallado en el centro de aquel lago seco, entre el cieno endurecido por los años, nos esperaba el mayor navío que ninguno de nosotros viera nunca. Negro, con su velamen y correaje intacto, parecía haber sido labrado, tal vez tallado, no lo sé, a partir de una única y descomunal pieza de basalto.
    Subimos al navío y recorrimos cada rincón. Desconocíamos quién lo había construido o por qué, pero allí estaba, intacto, aprovisionado y listo para salir a navegar si hubiera agua sobre la cual hacerlo y viento suficiente que inflara sus velas. Pero todo cuanto teníamos era el sol y el cielo despejado por el resto de este día y sin dudas hasta el atardecer del día siguiente.
    Me gustaría decir lo contrario, pero no fui yo quien supo lo que debía hacerse. Aún recorría el navío en la tarde de nuestro segundo día sin llegar a cansarme las bodegas atiborradas de comida y toneles de agua y vino, incienso y paños de múltiples calidades, cuanto comenzó. Al volver a la negra cubierta noté que mientras se acercaba el crepúsculo, varios caravaneros miraban las oscuras velas de basalto. También las miré, porque algo me llamaba a hacerlo, algo que estaba allí y que no podía identificar, algo que sabía que debía hacer. Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo sin mediar palabra, en el momento del crepúsculo comenzamos a soplar con todas nuestras fuerzas.
    Soplamos una y otra vez hasta que la vela de basalto comenzó a hincharse y, con un quejido de dolor mezclado con un poco de satisfacción, el navío se desprendió del cieno. Continuamos soplando y soplando hasta que el movimiento fue evidente y sabíamos que avanzábamos en la dirección correcta. Uno de nosotros tomó el timón y fijó el rumbo, el resto comenzamos a cantar.
    Uno a uno dejamos de soplar y ocupamos nuestros lugares en el navío cantando. Unos en las bodegas asegurando las cargas, algunos en la cocina para encender el fuego y preparar los alimentos, otros revisando los cabos para que nada estuviera fuera de lugar en la cubierta. A mí me tocaba barrer de la cubierta los restos de arena de la última tormenta. No era mucho lo que podía hacer, pero era necesario.
    Así como supimos que el navío de basalto nos pertenecía desde algún momento anterior, previo, más antiguo que nuestra vida y todo lo demás, supimos que mientras al menos uno de nosotros continuara cantando, el navío nos llevaría de regreso a donde pertenecíamos. Supimos también que si volvíamos a olvidarlo, si una vez más dejábamos de cantar, encallaríamos una vez más, en otro lugar, lejos de las rocas, entre toda esa arena, y esta vez sería para siempre.


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Este mismo relato es mi última participación en el N° 100 de la Revista Digital El Narratorio, pueden pasar a leerla cuando gusten.

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