sábado, 31 de agosto de 2024

Prohibición

El saludo ocasional, ese forzado, de cuando se encontraban en algún lugar del común del trabajo, rápidamente dio paso a la espera de esos momentos, pensados y casi planificados para que ocurrieran con mayor frecuencia, para mantener un diálogo más extenso, más elaborado, un intercambio de miradas, de sonrisas y palabras a medio decir pero siempre muy bien pensadas. De seguro no eran los únicos que se daban cuenta, pero nadie decía nada, nadie intervenía cuando estaban juntos, cuando los ojos de uno obligaban a bajar los ojos al otro o cuando los ojos del otro obligaban a bajar los ojos al uno.
    Luego de los ojos llegó el roce de las manos, los besos fingidos en la mejilla, el intercambio de chismes y noticias sobre el clima, sobre quién había renunciado, sobre las vacaciones o dónde pasarían las fiestas de fin de año (solos, cada uno en su casa, y qué casualidad que era eso). Los diálogos se extendían, se intercambiaron los números telefónicos, se sucedieron infinitos mensajes en los que nos confesábamos todo, los miedos, los triunfos, los traumas de la infancia, los nombres de cada una de nuestras mascotas, los cumpleaños de hermanos, padres, tíos, primos, abuelos y de toda esa otra gente que se adhiere a las familias como garrapatas y que uno no sabe, luego de años, quiénes son o por qué están allí.
    Un café, un almuerzo, una merienda, una cena, una película, decidir si tu casa o la mía, una noche, dos, tres, todas las noches de una semana y el placer que pudiéramos arrancarle a las horas pasadas juntos, la sensación de estar completos como hacía tiempo que no se sentía, como solo se siente las primeras veces de algo, cuando es nuevo y aún falta mucho para volverse rutinario, aburrido, denso, pesado y olvidable. No quería llegar a eso, al menos no tan rápido, no como las veces anteriores.
    Cada uno ocupaba cada día más espacio en el pensamiento del otro. Al menos así lo entendía yo pensándote cada vez más y más, anhelando que pasara lo mismo allí dentro, detrás de tus ojos, en tu cabeza.
    Hasta que llegó el momento del fatal pero, el quiebre que todo relato debe presentar para tener algún sentido, algún valor, para que simule un aprendizaje para nada real que se vuelve una molestia más y pretende cambiarlo todo.
    Si fue en tu casa o en la mía da lo mismo, solo sucedió.
    Miraba tus piernas largas, suaves, todavía desnudas mientras abotonabas tu camisa ocultando esos pechos tan fascinantes cuando tú me miraste a mí. Algo has de haber visto en mi cara, en mi expresión, porque tu gesto cambió en un instante y tus movimientos se volvieron bruscos, como si quisieras ocultarte por completo de mis ojos.
    ―Cuidado ―dijiste―, no vayas a enamorarte.
    Sonreíste con la misma sonrisa que solo usabas en el trabajo.
    Yo también sonreí, sin decir nada. Aunque la mía era otro tipo de sonrisa, una que no podía creer que pensaras que tenía otra opción.

sábado, 24 de agosto de 2024

Quinta versión

…por lo que también quiero que sepas que hice aquello que durante tanto tiempo me pediste, me sugeriste, me reclamaste hacer y yo siempre tenía un motivo para no hacerlo o dejarlo para después. Una razón más para tu decepción, lo sé. Es que siempre detesté que me dijeran lo que “tenía” que hacer, lo que “debía” hacer. No me gusta seguir órdenes ni cumplir mandados ―ni mandatos―. Es algo que tendría que haber cambiado. Lo veo ahora que ya es tarde, pero al menos lo veo. Por eso lo menciono, para que lo sepas junto con todo lo anterior.
    Hice eso que me pediste tantas veces que ni siquiera recuerdo cuándo fue la primera vez. Cambié los muebles de lugar y sí, estabas en lo cierto, ahora parece que tengo más espacio que antes, espacio vacío, pero mío. Conseguí lo que me dijiste que quedaría muy bien en la sala, sí, ese sillón que viéramos una vez y del que me reí porque nunca tuve uno de esos y no sabría cómo utilizarlo si lo tuviera en la casa. Ahora estoy sentado en él, está muy bien construido, es sólido y cómodo, tenías razón.
    Podría continuar enumerando otras cuestiones, cosas que al menos una vez señalaste; detalles y cambios, algunos mínimos, otros más importantes. Mi memoria es perfecta para eso, para indicarme el momento exacto en el que arruiné lo que quise que funcionara. Olvido muchas cosas, la mayoría de suma importancia, sin dudas, mas no olvido el dolor que soy capaz de provocar. Eso está siempre presente, no me abandona, me acompaña sin nunca separarse de mí, se parece a una larga sombra que en el crepúsculo se confunde con otras oscuridades cercanas y no duda en seguirme cuando pretendo continuar.
    Intenté seguir adelante, aun fingiendo, que es en lo que me creía un experto, y me resultó imposible. Se sentía como si el impulso más íntimo de mi ser se hubiera detenido y yo con él. Detenido, atascado, encajado en un punto, en un instante, en ese último resquicio en el que pensé que podría salvar algo de todo cuanto fue. Lo creí posible por un breve momento, luego me abandonó la fuerza, la voluntad, el motivo. Y aquí me quedé. Hice las cosas que me pediste, sí, pero solo aquellas que podía hacer sin un esfuerzo real, que solo requerían muy poco tiempo y dinero, lo que requería que me implicara de forma más personal no, esas cosas quedan por hacer. Aunque creo que nunca las haré.
    Ya es suficiente. Esta es la quinta versión de esta carta, la más extensa, la más cercana a lo que pretendía expresar sin que llegue a decir lo que quiero decir de la forma en que lo quiero decir, o escribir, que es lo mismo. Si tengo algo de suerte, cosa que dudo, algún día lograré decirlo, o escribirlo.
    Aunque nunca te enteres, de seguro mañana vuelva a escribirte.

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domingo, 18 de agosto de 2024

Depuración

El entrechocar de metales, rítmico, aunque un tanto acompasado, penetró en su sueño como un eco lejano de otra cosa para ir ganando fuerza y despertarlo poco a poco, resquebrajando las imágenes sueltas del sueño, las palabras no pronunciadas pero que habían sido usadas. Finalmente abrió los ojos. Reconoció la mesa de luz, el vaso con agua, los anteojos de lectura, cosas que sabía que le pertenecían. El resto de cuanto le rodeaba le resultaba un tanto extraño, no lograba encajar con lo que recordaba haber visto. Como si los muebles se hubieran movido durante la noche, como si la habitación fuera y no fuera la misma. Suspiró con resignación.
    Se abrieron las gruesas cortinas que ocultaban la ventana y el sol ingresó con un brillo débil en la habitación, como si también él estuviera cansado.
    ―Buenos días ―dijo la voz aguda de su esposa.
    ―Buenos días ―respondió él varios tonos más bajo. Ya no odiaba las mañanas como antaño, eso no quería decir que las disfrutara, solo que había días en los que las toleraba mejor que otros―. ¿Qué día es hoy?
    ―Hoy es día de cambio.
    Eso ya lo sabía, lo había notado cuando el sol entró por un lado de la habitación y no por el frente como el día anterior.
    ―¿Qué día es hoy? ―preguntó otra vez.
    ―Hoy es día de cambio ―repitió la voz de su esposa.
    Suspiró con fastidio. Comenzó a vestirse con la ropa que encontró sobre una de las sillas.
    ―Función de ajuste ―dijo abotonándose la camisa―, depurar condiciones del habla.
    ―Depurando. ―La voz de su mujer sonó impersonal, con un dejo metálico.
    Terminó de vestirse, fue al baño y se lavó la cara, las manos, los dientes; pensó en bañarse, pero ya se había vestido. Además, de seguro se le hacía tarde para alguna otra cosa, por lo que mejor dejarlo para la noche.
    Regresó a la habitación. Escuchó un sonido similar al de una campañilla cerca de la ventana.
    ―Depuración finalizada.
    ―Bien ―dijo―. Entonces, ¿qué día es hoy?
    ―Hoy es día de cambio ―respondió la voz de su esposa.
    Meneó la cabeza. Esa cosa volvía a fallar, como casi todos los días. Sin decir nada más salió al vestíbulo y caminó por el largo pasillo.
    ―Buen día ―dijo sin entrar a la cocina―. ¿Qué hay para desayunar?
    ―Buen día ―respondió su hijo―. Café con tostadas. Las quiero bien hechas, sin quemar. En la heladera está el queso untable y la mermelada.
    ―Buen día ―repitió sin haber aún ingresado a la cocina―. ¿Qué hay para desayunar?
    ―Acabo de decírtelo ―respondió su hijo sin mirarlo.
    ―Buen día…
    ―Función de ajuste ―lo interrumpió su hijo―. Depurar condiciones del habla.
    ―Depurando ―se escuchó decir.
    Vio a su hijo preparar las tostadas que le pidiera, beber su café expendido por la cafetera automática, hojear el diario en una pantalla sobre la mesa. Lo vio untar las tostadas con el queso, lo vio terminarse el café. Lo vio dejar las cosas usadas, sucias y desordenadas, sobre la mesada.
    Escuchó sonar una campanilla sin saber de dónde provenía.
    ―Depuración finalizada ―dijo.
    Su hijo lo miró con una expresión vacía, de completo desinterés, como quien mira una cosa que ya no le sirve y que lo mismo da si se la descarta o continúa allí.
    ―Buen día ―dijo―. ¿Qué hay para desayunar?
    ―Qué fastidio ―respondió su hijo antes de alejarse.
    Escuchó la puerta de entrada abrirse y cerrarse con un golpe.
    ―Buen día ―dijo―. ¿Qué hay para desayunar?



sábado, 10 de agosto de 2024

Como una rama quebrándose

Sonó como una rama quebrándose. Había escuchado antes en algún lugar eso de que los huesos al romperse sonaban así, pero no fue hasta que lo escuchó por primera vez que lo supo. Sí, sonaba como una madera quebrándose; madera de mala calidad, como la de los cajones de fruta, pensados para romperse con el menor esfuerzo, no madera noble como el roble o el algarrobo, mucho menos como el lapacho o el quebracho que puede arder por horas antes de que el fuego los consuma. Entonces, como madera vieja y apolillada rompiéndose, así había sonado, además de muy fuerte, muy claro, muy cercano. Miró los límites de la celda en la que se encontraba, paredes de adobe, suelo de tierra apisonada, techo muy alto de cañas y paja, con una única puerta cruzada de rejas. Hacía mucho calor allí dentro, debía ser mediodía y de seguro aquel ruido era el de alguna de esas cañas partiéndose bajo el sol, tenía que ser eso.
    Volvió a sonar como una madera quebrándose. Se asomó cuanto pudo entre los barrotes de la puerta, no había nadie en el pasillo, no sabía si habría alguien más en las celdas cercanas. El calor aturdía. Como el segundo sonido había sido más cercano, casi íntimo, se quitó la camisa de tela gruesa, áspera y pesada, sin saber qué errada noción de pudor le impidiera hacerlo antes.
    Notó su estómago inflado, hinchado como un globo, una pelota, la panza de una mujer embarazada. Eso era imposible, no solo porque no tenía los órganos necesarios para encontrarse en ese estado, sino porque había escuchado antes en algún lugar que en ese planeta la reproducción sexual no era posible, por lo que lo de su estómago debía de ser otra cosa, un alimento en mal estado, una infección de un virus desconocido, un parásito.
    Acarició la piel tensa, pero también suave y brillosa sobre su vientre con ambas manos. Algo se movió en su interior siguiendo el recorrido de sus manos, algo desagradable, repulsivo y, claramente, vivo. El miedo le erizó la piel cuando volvió a escuchar el ruido de la madera quebrándose tan cerca, tan repentino, tan íntimo. Entendió que lo que se quebraba, lo que se rompía, para darle paso a aquello que pretendía salir de su interior sin tener un camino por el cual hacerlo, eran sus costillas.
    Su vientre no dejó de crecer, al contrario, continuó hinchándose, ¿cuánto más resistiría su piel semejante tensión? Ya ni siquiera llegaba a palparse el cuerpo, el peso extra que sentía le había hecho recostarse sobre la tierra apisonada y apenas podía mover las manos, al menos creía que las movía ya que lo único que podía ver era el techo de cañas y paja. Su vientre continuaba hinchándose, llegando a comprimirle el pecho.
    Los ruidos como a madera quebrándose cesaron para ser reemplazado por el de un líquido derramándose junto con un prolongado suspiro. Una cálida humedad le cubrió el rostro sumándose a su sudor. Sintiéndose por fin libre, sabiéndose agotado, cercano al desmayo, entreabrió los ojos.
    Una figura, alta, esbelta, bella como él nunca lo había sido, se erguía allí donde debía de encontrarse su vientre. Intentó sonreír sin saber si lo lograba. La figura lo miró, en su expresión vio la respuesta a esa pregunta que él nunca se había planteado y que probablemente nadie más sabría nunca. Ahora podía descansar.
    Vio a la figura apoyarse contra la pared de adobe, que se abrió como si no fuera nada, ante su toque, como si cada elemento de ese lugar respondiera a su voluntad. Antes de cerrar los ojos por última vez la vio alejarse dejando detrás de sí un rastro de sangre, de su sangre, de la sangre de ambos.

sábado, 3 de agosto de 2024

Mi ojo izquierdo

Hacía tiempo que intuía que algo como esto podría suceder, más precisamente desde que comenzaron las molestias y ningún oftalmólogo entendía que no era miopía, que no era astigmatismo, que no era ninguna de las otras afecciones oculares clásicas. Lo que tenía era algo más, algo diferente, algo difícil de explicar, más difícil aún que me creyeran aquellos a quienes debía explicárselos.
    Comenzó con una leve picazón ubicada detrás de mi ojo izquierdo, leve, es cierto, pero aumentaba su intensidad con extraordinaria rapidez antes de desaparecer sin dejar mayores secuelas durante días, semanas, meses, para regresar inesperadamente, como en oleadas cada vez más intensas. Cuando comienza a picar un ojo uno no hace otra cosa más que refregárselo un par de veces, apretarlo con suavidad y esperar a que se pase la molestia; en un principio esto funcionaba a la perfección, pero al extenderse la picazón en el tiempo, nada lograba calmarla. Repito: nada lograba calmarla, ni médico alguno sabía darme una explicación
    Una tarde de otoño, en medio de uno de esos ataques de picazón insoportable, llevé mis manos a la cara apoyando una en la parte inferior del ojo, allí donde se forman esas bolsas de piel imposible de disimular, mientras que con la otra me frotaba por sobre la cejas en un fútil intento por lograr algo de calma. En un momento en que presioné con ambas manos al mismo tiempo el ojo se desprendió como una canica y, libre de toda sujeción, rodó y rodó calle abajo. Me tapé la mitad de la cara con una mano para que nadie notara lo que acababa de suceder e intenté dar con mi ojo, pero la sucesión de formas, colores y objetos que veía sin que estuvieran frente a mí me confundía. Choqué contra varias personas, recibí golpes, bastonazos, paraguazos, alguien me tocó el trasero, pero no me detuve, tenía que seguir y recuperar mi ojo que se alejaba más y más. Hasta que las náuseas me vencieron y vomité en medio de la calle; cerré el ojo que seguía en su lugar, al hacerlo no dejé de ver cosas, lo abrí, lo que veía con él se superponía con esas otras imágenes que estaba viendo. Aunque la confusión atormentaba mi cerebro y amenazaba mi cordura, la avalancha de imágenes me fascinaba.
    Desprendido de mi cuerpo, el ojo continuaba viendo y enviando imágenes a mi cerebro; ya no veía únicamente hacia “el frente” o desde una única dirección, sino desde todas ellas, como si el globo ocular entero pudiera ver. Esa cascada de imágenes confusas y constante se mezclaban con la imagen simple y unidireccional del ojo que seguía atado a mi cuerpo creando un caos que era incapaz de controlar, mucho menos de disfrutar, al menos al principio.
    Mi ojo izquierdo se alejó de mí, rebotó, cayó a lo largo de la calle, fue pateado, empujado, se enganchó en un zapato, se fue por el sumidero, llegó al rio, se mezcló con la basura de la costa, alguien lo levantó y volvió a arrojarlo, algo se lo tragó y atravesó sus intestinos antes de volver a ver la luz en medio del agua, llegó a un prado cercano a un pequeño poblado; vi soles y lunas que no conocía, la belleza de cuanta mujer que atravesaba mi nuevo campo visual me abrumaba hasta hacerme llorar, contemplé miseria que me llevó a desear no ver tanto, vi odio y violencia, lujos y carencias.
    Mi ojo izquierdo nunca se detuvo, ni de noche ni de día. No me permitía dormir porque al no tener párpado no podía cerrarlo, tenía que drogarme en exceso, hasta caer en la inconciencia, para intentar descansar, pero aun en ese estado seguía recibiendo sus imágenes. Más de una vez me han encontrado golpeándome la cabeza contra una pared o contra algún mueble para intentar detenerlo, lo único que lograba era un hematoma más o menos grande en la frente y una serie interminable de preguntas con las que querían determinar el estado de mi salud mental. Sé que temen que me arranque el otro ojo, el derecho, el que decidió quedarse conmigo, pero eso no pasará, no fui yo quien decidió lanzar mi ojo al mundo, fue mi ojo el que por su cuenta decidió lanzarse.
    Demoré años en entender lo que mi ojo izquierdo quiere mostrarme, disfrutar de los paisajes y admirar el mundo sin moverme, mientras espero a que decida regresar a mí. Y aquí lo esperaré, encerrado en esta celda, por el resto de mi vida si es necesario.