El saludo ocasional, ese forzado, de cuando se encontraban en algún lugar del común del trabajo, rápidamente dio paso a la espera de esos momentos, pensados y casi planificados para que ocurrieran con mayor frecuencia, para mantener un diálogo más extenso, más elaborado, un intercambio de miradas, de sonrisas y palabras a medio decir pero siempre muy bien pensadas. De seguro no eran los únicos que se daban cuenta, pero nadie decía nada, nadie intervenía cuando estaban juntos, cuando los ojos de uno obligaban a bajar los ojos al otro o cuando los ojos del otro obligaban a bajar los ojos al uno.
Luego de los ojos llegó el roce de las manos, los besos fingidos en la mejilla, el intercambio de chismes y noticias sobre el clima, sobre quién había renunciado, sobre las vacaciones o dónde pasarían las fiestas de fin de año (solos, cada uno en su casa, y qué casualidad que era eso). Los diálogos se extendían, se intercambiaron los números telefónicos, se sucedieron infinitos mensajes en los que nos confesábamos todo, los miedos, los triunfos, los traumas de la infancia, los nombres de cada una de nuestras mascotas, los cumpleaños de hermanos, padres, tíos, primos, abuelos y de toda esa otra gente que se adhiere a las familias como garrapatas y que uno no sabe, luego de años, quiénes son o por qué están allí.
Un café, un almuerzo, una merienda, una cena, una película, decidir si tu casa o la mía, una noche, dos, tres, todas las noches de una semana y el placer que pudiéramos arrancarle a las horas pasadas juntos, la sensación de estar completos como hacía tiempo que no se sentía, como solo se siente las primeras veces de algo, cuando es nuevo y aún falta mucho para volverse rutinario, aburrido, denso, pesado y olvidable. No quería llegar a eso, al menos no tan rápido, no como las veces anteriores.
Cada uno ocupaba cada día más espacio en el pensamiento del otro. Al menos así lo entendía yo pensándote cada vez más y más, anhelando que pasara lo mismo allí dentro, detrás de tus ojos, en tu cabeza.
Hasta que llegó el momento del fatal pero, el quiebre que todo relato debe presentar para tener algún sentido, algún valor, para que simule un aprendizaje para nada real que se vuelve una molestia más y pretende cambiarlo todo.
Si fue en tu casa o en la mía da lo mismo, solo sucedió.
Miraba tus piernas largas, suaves, todavía desnudas mientras abotonabas tu camisa ocultando esos pechos tan fascinantes cuando tú me miraste a mí. Algo has de haber visto en mi cara, en mi expresión, porque tu gesto cambió en un instante y tus movimientos se volvieron bruscos, como si quisieras ocultarte por completo de mis ojos.
―Cuidado ―dijiste―, no vayas a enamorarte.
Sonreíste con la misma sonrisa que solo usabas en el trabajo.
Yo también sonreí, sin decir nada. Aunque la mía era otro tipo de sonrisa, una que no podía creer que pensaras que tenía otra opción.