En el pueblo no nos gustan los extraños, los desconocidos, los que llegan sin anunciarse y vuelven nuestro lugar su lugar. No nos gustan, ninguno de ellos, no señor. Por suerte, nuestra ubicación resulta un tanto remota entre las estribaciones nada desdeñables de los abruptos cerros de la región. Esto nos volvía poco más que un nombre perdido en viejos mapas carreteros.
Pero desde hace unos años, como si se tratara del anuncio del deshielo, cuando vemos correr el agua con mayor fuerza cada día en el torrentoso río que rodea el pueblo hasta volverlo una fuerza de la naturaleza, la paz, el aire puro, el silencio de la montaña que nos esforzábamos en defender, se convirtió en un atractivo turístico. Esto nos perjudicó. Vaya todo nuestro odio a esa maldita raza de ruines seres que todo lo destruyen, que todo lo critican, que todo lo fotografían, que todo lo suben a las redes y que nada nunca entienden.
Cierto que al principio eran unos pocos, menos de media docena por vez, todos correctos, educados, mirando, admirando, cuidándose de no tocar lo que no debía ser tocado. Mas cuando quisimos darnos cuenta veíamos con horror una invasión de bárbaros que asolaban nuestra intimidad, exponían nuestros secretos, rompían nuestro silencio, ensuciaban nuestro idioma. No, no era terror, lo que sentíamos era el mayor de los desprecios posible, uno que se acercaba peligrosamente al odio, esa emoción tan poderosa y que tanto ha hecho por la humanidad.
Si queríamos seguir siendo dueños de nuestras vidas, debíamos atajar esa invasión, evitarla de algún modo.
Piedra a piedra reformamos la única entrada al pueblo y su ejido. Piedra a piedra movimos el viejo puente que atravesaba un antiguo cauce que solamente en los años de mucha acumulación de nieve recibía algo de agua, atravesaba el valle y seguía casi en línea recta hacia el pueblo. El nuevo puente pasaba por sobre el poderoso caudal del río siempre lleno de agua helada realizando una peligrosa y cerrada curva, seguida de una contra curva más cerrada aún, ambas carentes de señalización y que solo quienes formábamos parte del pueblo, los allí nacidos y criados, conocíamos lo suficiente como para evitar los accidentes. El resto, los aventureros, los buscadores de fotografías, el turista mal educado, el campista desinteresado de la naturaleza y el resto de seres de la misma calaña, acababan arrastrados por la turbulentas aguas que los devolvían allí donde pertenecían, a los pies de los cerros, lejos de nuestro pueblo, de nuestro aire puro, de nuestro silencio y nuestro contacto con la naturaleza.
No es culpa nuestra la falta de pericia de esos conductores que, al final de la temporada, no regresan a sus hogares. Nosotros no sabemos dónde pueden encontrarse. Tal vez sea cierto que se dirigían hacia nuestro pueblo, pero nunca llegaron a él, nosotros nunca los vimos, nadie llegó a molestarnos.
Como sea, cuando volvimos a ser apenas un nombre perdido en viejos mapas carreteros pudimos recuperar aquello que era nuestro, aquello que nadie podría arrancarnos. Nos recuperamos a nosotros mismos.