Dejé de hacer muchas cosas desde antes de ese día, porque no tenían sentido, porque no tenía fuerzas, porque no valía la pena, porque sólo porque. Y así se fue quedando todo. Las goteras del techo, esas que siempre quisimos arreglar, siguen allí. Creo que un poco más grandes, o tal vez sea que ahora llueve con más fuerza, no lo sé. Ahora que lo que les daba importancia ya no está allí, no me preocupan esos detalles.
La casa se vino abajo poco a poco. Esto es una metáfora de lo que quedó de mi vida después de eso, pero también es la realidad. El jardín perdió su forma, el césped y las plantas crecieron sin control, las hojas de tantos otoños se pudrieron unas sobre otras. Algún ocasional pájaro aparece de vez en cuando, pero sólo para recordar lo que era antes. Es aún peor cuando llega la primavera.
El interior, siempre frío, húmedo y silencioso, siguió de esa forma porque ya no tenía las risas, miradas cómplices, caricias y algunas de las otras cosas, para compensarlo. Podría decir que el tiempo se detuvo, pero no para todo por igual. Algunas cosas se arruinaron mucho más rápido que otras. Es lo que debe de haber pasado con el teléfono que pronto dejó de sonar. Sólo el silencio se quedó y creció en el vacío, en la nada.
Fui dándome cuenta que las cosas a las que otorgaba valor en realidad no lo tienen, nunca lo han tenido, si no pensamos en ellas. No hay nada que realmente importante que no termine volviéndose una pila de papel amarillento, fotos de personas que nadie conoce, títulos que alardean conocimientos inútiles, fama que no nos libera de los dolores ni de la muerte. Si nada tiene valor, todo me era intrascendente.
Estaba solo antes; luego estuviste tú, conmigo, un breve tiempo; luego volví a quedarme sólo. Donde hubo color quedaron los tonos sepias; donde hubo sabor, quedó sólo su recuerdo; donde hubo risas, persisten ecos cada vez más lejanos, cada vez más lejanos, más lejanos.
Me acerco a la nada convencido de que allí estaré mejor, aunque no tengo el valor suficiente para intentarlo. Puedo hablar sobre ello y pensar que sería la mejor, si es que no la única, opción. Pero al momento de ponerlo en práctica, algo me detiene. Compré la soga, pero nunca la até a ninguna de las vigas del techo, quedó sobre ese montón de cosas inútiles que no deja de crecer en aquel rincón de la sala.
Sin el valor para intentarlo me queda un vacío, un gran vacío, una nada atroz que está allí, raspándome, ardiendo, como un trozo de carbón sobre la piel que no busca calentarla, sino quemarla. Que no busca darle calor, sino dolor.
El que ahora sienta tu mano otra vez sobre la mía, entrelazando mis dedos, apretándolos como solías hacerlo, en nada ayuda. Al contrario, lo vuelve todo peor al revivir el dolor, la angustia y la desesperación. Siento tu mano y recuerdo todo lo que pasó. Miro y allí no hay nada más que mi mano solitaria. El que ahora sienta tu mano sobre la mía, me dice que en verdad el tiempo pasó y que ya no volverá a suceder, que ya todo tuvo lugar, que ya pasó.
El que ahora sienta arder mis ojos me dice que todavía quedan algunas lágrimas y que el tiempo que pasó no fue el suficiente. Porque el tiempo nunca es suficiente.
A pesar de todo, tal vez esta tarde sí. Tal vez esta tarde me decida. Tal vez esta tarde ate la cuerda a esa viga del techo. Tal vez esta vez sí tenga el valor para dejarme ir, mirando hacia la puerta, esperando, hasta el último instante, tu regreso.
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Inicio del Espacio Publicitario: En el N° 75 de la revista digital El Narratorio, se ha publicado el cuento: Toda esa niebla
Pueden pasar a leerlo cuando gusten.
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