El humo, del incienso o de lo que fueran que estaban quemando, llenaba de lágrimas mis ojos. Además, sin importar en qué parte de la ronda me encontrara, el viento se empecinaba en atraer ese humo hacia mí. El ruido de los tambores, de los saltos, del chocar de los talones contra lo tierra reseca, sonaba desacompasado; algo no estaba bien. Si me preguntaba qué era aquello que no estaba bien, no sabría qué responder, pero a pesar de no saberlo me resultaba imposible negarlo: algo no estaba bien. Llevaba la mayor parte de la noche fingiendo que sí lo estaba, aunque lo sentía desde que, como las veces anteriores, nos despojamos de nuestras ropas de oficina, de hombres y mujeres respetables con trabajos normales, y nos adentramos en el barro y la arcilla.
Luego del baño de barro y arcilla que nos liberaba de las impurezas de la vida cotidiana, que nos devolvía al mundo real del que formábamos parte, venían la fogata y la danza de la noche eterna, la bebida y los saltos, la comida y la ronda, el sexo y el humo, las máscaras y las risas para recuperar lo que somos, para no olvidarlo. Aquel no era mi primer retorno, no era pues incomodidad lo que sentía, no era esa falsa timidez de estar desnudo, no era el descubrir los cuerpos ya conocidos de los demás. Esta noche había otra cosa, algo que se negaba a ser como las veces anteriores. Ese algo tal vez fuera yo.
Aunque quizá fuera la máscara de corteza de árbol que se negaba a ajustarse a mi rostro y que no me permitía liberarme de mis inhibiciones porque debía acomodar y volver a acomodar con cada nuevo giro y salto de la danza. Tal vez fuera el humo o el sentir que todos, en algún momento de la larga noche, me miraban con una mezcla de recelo y envidia, con un miedo y un amor que ninguna máscara jamás sería suficiente para disimular. No sabía quiénes eran los que me miraban porque aunque se repitieran las máscaras, nunca se repetía quiénes las elegían en cada danza. La máscara que eligiera esta noche se empecinaba en rechazarme sin importar cuanta cosa hiciera para volverme uno con ella. Sin importar cuánto comiera, cuando bebiera, cuando sexo tuviera o dejara tener, la máscara me rechazaba.
Tan fuerte, tan innegable fue su rechazo que en medio de la noche, en medio de uno de los innumerables saltos y vueltas de la danza eterna, en medio del humo del incienso o lo que fuera que estaban quemando, la máscara de corteza de árbol se partió exponiendo el falso rostro que usaba todos los días. El silencio que siguió a la caída de las dos mitades de la máscara sobre la tierra reseca solo fue interrumpido por el crepitar del fuego, e incluso este pareció buscar la forma de dejarse oír lo menos posible en ese interminable momento.
Retrocedí, lentamente, para salir del círculo de danzantes atónitos y mudos que se hacían a un lado para que no los tocara la desgracia en la que acababa de convertirme. Solo cuando me encontré fuera del círculo de la danza giré y comencé a correr, con desesperación, con horror, hacia el barro y la arcilla, para purificarme una vez más, para volver a ser quién debía ser.
Corro, ahora, entre los árboles, queriendo creer que los ruidos que escucho son solo los de mis pies, tan desesperados como el resto de mi cuerpo por llegar al barro y la arcilla de la purificación. Mirar hacia atrás no es una opción, correr y correr es lo que se impone para que nadie vuelva a ver mi falso rostro de todos los días.
Estoy cerca, del barro, de la arcilla, de la purificación, tal vez por eso mis pasos suenan tan fuertes, tan cercanos, y parecen ser tantos.
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En el Número 91 de la Revista Digital El Narratorio se ha publicado el relato: Desde el confín de la galaxia.
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