Tenía trece años cuando descubrí los cortes. Fue una de las noches en las que me tocaba lavar los platos en mi casa luego de la cena. Hacía esto porque todos los que vivimos bajo el mismo techo tenemos que ayudar en las labores domésticas, como no se cansaba de repetir mi madre y para no tener que oír sus quejas lo hacía entes de que dijera nada. En mi familia también estaba la idea de que si los consumidores reducían y reciclaban parte de sus residuos la contaminación de las empresas resultaría menos dañina para el planeta. Por lo que papeles, cartones, vidrio, plásticos y latas de conservas no iban a la basura. Por suerte todavía no se les había dado la locura del compost, aunque creo recordar que no faltaba mucho para eso.
Al terminar y secarme las manos, sentí un ardor y la sensación del dolor más que el dolor mismo. Algo que me decía que una parte de mi cuerpo dolía más que el resto. Algo en lo que podía concentrarme para olvidar todo lo demás, lo que sucedía y me sucedía. Algo que me permitía callar el torbellino permanente que eran mis pensamientos. Algo que servía para no pensar. Miré el diminuto corte en la piel del centro del pulgar derecho, menos de medio centímetro y apenas profundo con la certeza de que era la primera vez en mucho tiempo en que estaba en paz conmigo, con quien era, quien nunca llegaría a ser y con quien había sido. Era una sensación tan grata que ansiaba que durara el resto de mi vida. No fue así.
Horas, o tal vez sólo unos pocos minutos después, esa sensación de paz, de tranquilidad, de ligereza, comenzó a menguar y menguar hasta desaparecer. El caos regresaba a mis pensamientos imposibles de controlar. Había escuchado o leído en algún lugar que las heridas arden cuando se les tira sal. Sin la seguridad de a qué tipo de sal se referían recurrí a las que encontré en la casa: sal fina, entrefina, gruesa, parrillera, del Himalaya, sin sodio, aromáticas, con especias, con sabor a humo y varias más. Probé con todas ellas antes de aceptar que la herida ya estaba cerrándose y que mi esfuerzo no tenía sentido.
Pasaron varios días, o semanas, y sólo me quedaba el recuerdo de la lata, el corte, la sensación de paz, de tranquilidad, e incluso diría que de placer. Pero sin saber si alguna vez había sentido algo semejante, no tenía con qué compararlo. Pasaban los días y no dejaba de pensar en esa sensación.
De una clase de plástica en la escuela me llevé una trincheta. No lo pensé, la vi sobre una de las mesas, perdida entre el resto de los materiales que debíamos usar para hacer algo que no me importaba y la escondí entre mi ropa con movimientos lentos, para que nadie lo notara. Lo hice así aunque sabía que hiciera lo que hiciera nadie notaría algo que estuviera remotamente relacionado conmigo.
Con la trincheta en mis manos me escondí durante un recreo entero en uno de los cubículos de los tantos baños. Allí dentro los ruidos, los pensamientos, las ideas, eran más desordenados, más difíciles de controlar, necesitaba un poco de tranquilidad. Tenía la trincheta, ese era el momento para buscar esa tranquilidad. Hice un pequeño tajo en el centro de la palma de mi mano izquierda, la que no usaba para escribir y podría esconder para que nadie la viera. Chupé la herida hasta que dejó de sangrar porque hubo más sangre que la primera vez. Ardía un poco menos, pero allí estaba la misma sensación que hizo que las últimas horas de clases del día fluyeran con mayor facilidad, como si no tuvieran la importancia que los adultos decían que tenían.
Desde ese día no pude ni quise detenerme. Cada mañana antes del inicio de las clases me escondía en uno de los baños con la misma trincheta y sumaba un corte a mi colección. Aprendí a esconderlos, a no hacerlos en lugares que quedaran expuestos, porque ese tipo de cosas altera a los adultos, lo que rompía la sensación de paz que lograba. Algunos días el corte era en mis brazos, en verano siempre por arriba del codo, para que quedara oculto, y en invierno llegué a cortarme sobre las muñecas. Otros días elegía una de mis piernas, cerca de los tobillos, para que el roce de las zapatillas mantuviera la herida abierta, y por lo tanto ardiendo, más tiempo y la paz se fingiera un poco más duradera y real de lo que sabía que en realidad era.
Cuando un corte al día no fue suficiente recurrí a dos, siempre en lugares diferentes de mi cuerpo. Esto duró muy poco, ya que pronto fueron tres los cortes necesarios para lograr la misma sensación de paz, de tranquilidad, de dolor que aquella lejana primera vez. Solo podía pensar en cuánto tiempo faltaba para el próximo corte, para el próximo instante de silencio dentro de mi cabeza, de tranquilidad, de no pensar, de ser quien decidiera lo que tenía que hacer. Lo que comenzara como una posible liberación fue convirtiéndose en una trampa más en la que me dejé atrapar, una trampa como tantas otras antes y tantas otras que llegarían después.
La trincheta era una costra entre roja y negra, con el filo oxidado por la sangre, ya no me quedaban medias sin manchar y en la casa comenzaban a sospechar. Tenía que encontrar una solución que me sirviera para solucionar el problema que la solución anterior no sólo no había sabido solucionar, sino que había creado uno nuevo.
Fue en la navidad de mis quince años cuando creí encontrar esa nueva solución. Mis padres habían salido a saludarse con los vecinos con los que todavía se hablaban. Eran pasadas las doce, momento en el que el ruido en mi cabeza superaba cualquier escala que eligiera para medirlo. También esa noche me tocaba ocuparme de los platos. En el vaso que usara mi padre había quedado un resto de lo que fuera que había estado bebiendo, como no prestaba atención a esos detalles no sabía muy bien qué era, pero no era ninguno de sus jugos desintoxicantes ni antioxidantes que mi madre nos obligaba a beber. Mezclé el contenido de ese vaso con el resto de lo que tomara mi madre, lo revolví haciéndolo girar en mi mano y con un único movimiento lo bebí entero.
Al hacerlo y sentir esa mezcla de bebidas bajaba por mi garganta creí, una vez más, que había encontrado la respuesta, la solución que buscaba, que ansiaba, que anhelada. Aprovechando que nadie me veía, que allí no había nadie más, lloré de felicidad, de alegría, por el silencio, la paz que regresaba a mi cabeza, a mis pensamientos, a mi cuerpo, a mi ser, a mi sangre.