Diario de un escritor que busca una reputación para poder ser menos que ella.
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sábado, 18 de marzo de 2023

Lo que nos pertenece

En el pueblo no nos gustan los extraños, los desconocidos, los que llegan sin anunciarse y vuelven nuestro lugar su lugar. No nos gustan, ninguno de ellos, no señor. Por suerte, nuestra ubicación resulta un tanto remota entre las estribaciones nada desdeñables de los abruptos cerros de la región. Esto nos volvía poco más que un nombre perdido en viejos mapas carreteros.
    Pero desde hace unos años, como si se tratara del anuncio del deshielo, cuando vemos correr el agua con mayor fuerza cada día en el torrentoso río que rodea el pueblo hasta volverlo una fuerza de la naturaleza, la paz, el aire puro, el silencio de la montaña que nos esforzábamos en defender, se convirtió en un atractivo turístico. Esto nos perjudicó. Vaya todo nuestro odio a esa maldita raza de ruines seres que todo lo destruyen, que todo lo critican, que todo lo fotografían, que todo lo suben a las redes y que nada nunca entienden.
    Cierto que al principio eran unos pocos, menos de media docena por vez, todos correctos, educados, mirando, admirando, cuidándose de no tocar lo que no debía ser tocado. Mas cuando quisimos darnos cuenta veíamos con horror una invasión de bárbaros que asolaban nuestra intimidad, exponían nuestros secretos, rompían nuestro silencio, ensuciaban nuestro idioma. No, no era terror, lo que sentíamos era el mayor de los desprecios posible, uno que se acercaba peligrosamente al odio, esa emoción tan poderosa y que tanto ha hecho por la humanidad.
    Si queríamos seguir siendo dueños de nuestras vidas, debíamos atajar esa invasión, evitarla de algún modo.
    Piedra a piedra reformamos la única entrada al pueblo y su ejido. Piedra a piedra movimos el viejo puente que atravesaba un antiguo cauce que solamente en los años de mucha acumulación de nieve recibía algo de agua, atravesaba el valle y seguía casi en línea recta hacia el pueblo. El nuevo puente pasaba por sobre el poderoso caudal del río siempre lleno de agua helada realizando una peligrosa y cerrada curva, seguida de una contra curva más cerrada aún, ambas carentes de señalización y que solo quienes formábamos parte del pueblo, los allí nacidos y criados, conocíamos lo suficiente como para evitar los accidentes. El resto, los aventureros, los buscadores de fotografías, el turista mal educado, el campista desinteresado de la naturaleza y el resto de seres de la misma calaña, acababan arrastrados por la turbulentas aguas que los devolvían allí donde pertenecían, a los pies de los cerros, lejos de nuestro pueblo, de nuestro aire puro, de nuestro silencio y nuestro contacto con la naturaleza.
    No es culpa nuestra la falta de pericia de esos conductores que, al final de la temporada, no regresan a sus hogares. Nosotros no sabemos dónde pueden encontrarse. Tal vez sea cierto que se dirigían hacia nuestro pueblo, pero nunca llegaron a él, nosotros nunca los vimos, nadie llegó a molestarnos.
    Como sea, cuando volvimos a ser apenas un nombre perdido en viejos mapas carreteros pudimos recuperar aquello que era nuestro, aquello que nadie podría arrancarnos. Nos recuperamos a nosotros mismos.

domingo, 12 de marzo de 2023

Este Viernes 17 de marzo de 2023

Quería avisarles que el día viernes 17 de marzo de 2023 a las 22 horas Buenos Aires (el resto de las opciones horarios están aclaradas en la imagen), presentaremos el libro de relatos El último pueblo al costado del camino.

En el libro se incluyen 19 relatos, algunos de los cuales ya los conocen por formar parte de este espacio mientras que otros no han sido vistos nunca por aquí.

Compartiremos la charla con el editor de la revista y editorial Teoría Ómicron, de Ecuador, el escritor Cristián Londoño Proaño y la autora argentina Claudia Cortalezzi, que si aún no la conocen deberían hacerlo.

La presentación será virtual a través de los diferentes perfiles en las redes sociales de la Editorial:

Les esperamos este viernes.

sábado, 4 de marzo de 2023

Golpes

En algún momento perdí la noción del tiempo y solo quedan resonando en mi cabeza los martillazos del vecino contra alguna pared. No estoy seguro de cuál de todas las paredes de la casa golpea, pero podría ser la medianera, lo que explicaría que sus golpes suenen tan presentes, tan cercanos, tan urgentes. Tal vez sea alguna pared interna, y por eso los golpes suenan como ecos lejanos de una queja. Lleva días, semanas, meses ―diría que años si no temiera ser tildado nuevamente de exagerado― dando esos golpes deteniéndose solamente por la noche para recomenzar al día siguiente, apenas asoma el sol, hasta que este desaparece del cielo.
    Ni el menor atisbo de tranquilidad es posible, porque el instante de silencio que sigue a cada golpe está cargado por la ansiedad ante la inminente llegada del siguiente, que no se demora en su mecánico repetir. Y yo, en mi casa, pared de por medio, sintiendo como cada cosa vibra, tiembla, amenaza con venirse abajo, partirse, destruirse, tal como se fragmentan mis pensamientos, mis sueños, mis ilusiones, mis ―pocas― ganas de vivir. Todo se vuelve pedazos siguiendo el repetitivo ritmo de los golpes, del martillo, del crujir de la casa, de los ocasionales jadeos que atraviesan la pared, de toda esa conjunción de sonidos.
    Me pregunto qué estará construyendo allí, un arca para el próximo diluvio, una bóveda de tiempo, un foso para proteger su castillo, una habitación extra, un pozo petrolero, una carretera, un piso sobre el piso actual, un universo, la vida, la muerte. Pero aunque mi duda es prácticamente tan grande como la molestia misma, no me acercaré a preguntarle. No, no lo haré por más que sus golpes y mis dudas insistan. No le daré el gusto a ninguno de los dos.
    Me pregunto qué estará destruyendo allí, tal vez sea la muerte, o la vida, el universo, el piso sobre el piso actual, una carretera, un pozo petrolero, la habitación extra, el foso que protege su castillo, la bóveda de tiempo, el arca para el próximo diluvio, su casa, su propia y única casa. Pero aunque mi duda es prácticamente tan grande como la molestia misma, no me acercaré a preguntarle. No, no lo haré por más que sus golpes y mis dudas insistan. No le daré el gusto a ninguno de los dos.
    Mi propia casa es una campana llena de ecos que esconde en su interior otra campana que resuena sin parar sobre mi cabeza, dentro de mi cabeza, que es mi cabeza. Mis pensamientos son fragmentos, mis sueños se pierden, mi vida me abruma. Cierro los ojos buscando alejarme de los golpes y estos continúan allí. Duermo, despierto, como, contemplo la inmensidad del vacío y la nada, y ellos, los golpes, siempre los golpes, continúan allí. Se han vuelto tan parte de mi existencia que por las noches solo puedo pensar en su regreso. Cierto es que de día los sufro, pero aun peor es su ausencia durante las noches.
    En algún momento perdí la noción del tiempo. Solo quedan ellos, esos golpes, esos martillazos, los mismos que llevan días, semanas, meses, sin dudas años, y que se extenderán hasta el final de los tiempos si es que no siguen, también, un poco más allá.


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Inicio del Espacio Publicitario:

En el N° 83 de la Revista Digital El Narratorio, se publicó el relato La llave

En el N° 30 de la Revista Digital Pélago, se publicaron los cuentos El volumen en 8vo y la caja de te.

En el N° 36 de la Revista Digital La Ignorancia, se publicó el relato Puerta a Puerta.

En el N° 84 de la Revista Digital El Narratorio, se publicó el relato Al final de la noche

Fin del Espacio Publicitario.

miércoles, 4 de enero de 2023

No se gana sin antes haber perdido

Sucedió, sí, como se lo habían vaticinado y prefirió no escuchar creyendo que esa vez sería diferente cuando bien sabía que no lo sería, al menos no para él. Bajo aquel sol impiadoso, como lo es todo lo natural para con el hombre hacía décadas, el motor del auto cantó su nota final. Llevaba kilómetros fallando, avisando que si todo dependía de su única voluntad no llegarían mucho más lejos. Pero él, que apenas sabía conducir y no entendía nada de autos ni motores, no hizo oídos sordos, sino que ni siquiera fue capaz de comprender lo que escuchaba.
    Tuvo otras advertencias, claro. La última que recordaba en la estación de servicio del pueblo anterior. A unos… ¿Cuántos? ¿Doscientos? ¿Doscientos cincuenta kilómetros? Esa persona se lo advirtió y no tenía razones para hacerlo, pero lo hizo porque aún quedan quienes sencillamente que se preocupan por los demás.
    ―No llegará muy lejos, necesita descansar.
    ―Estoy bien, gracias ―respondió intentando sonreír―, quiero llegar cuanto antes.
    ―No lo digo por usted ―señaló el auto antes de agregar―, sino por él.
    Lo tomó como una ofensa personal, como se toma todo lo que nos dice un desconocido que sabe menos sobre nosotros que nosotros mismos, y se lanzó a la mayor velocidad que se atrevía sobre la ruta polvorienta hacia ese lugar indefinido en el oeste. Un círculo mal trazado en un mapa encontrado de casualidad, tal vez olvidado, tal vez descartado, era la única referencia que tenía. Un círculo, un nombre, un camino, un deseo. Ese sol que no dejaba de morder su nuca cada vez que asomaba la cabeza por fuera del auto no lo detendría.
    Solo que sí, al final, lo hizo, lo detuvo. Aunque no directamente.
    Descendió del automóvil y miró en las treinta y dos direcciones de la Rosa de los Vientos intentando ubicarse y tener la seguridad de que allí se encontraba, claramente, en medio de la nada. Estaba solo. Ni siquiera un árbol tan solitario como él, un álamo, un ombú, un fresno, el que fuera, crecía en medio de aquella tierra deshabitada. No había nada. El motor continuaba haciendo ruido enfriándose lentamente. Levantó el capó y miró esa caja rectangular de la que entraban o salían varios cables y mangueras. El humo brotaba desde varias de las uniones. Leyó las etiquetas en inglés, francés y español en el lado interno del capó, y luego lo cerró.
    Sabía tanto de autos, de motores, de relaciones interpersonales, como de todo lo demás.
    Volvió a mirar en la dirección en la que venía, luego en la dirección que llevaba. Cuanto vio le dio la certeza de que nadie pasaría por allí, ni en poco ni en mucho tiempo.
    ―La ruta de la muerte ―recordó con la voz de ella y con esa sonrisa con la que decía las cosas que le interesaban―. Y al final, el valle de la vida.
    ―Primero hay que morir para después vivir ―había dicho él.
    ―Y sí, no se gana sin antes haber perdido ―respondió antes de reír de esa manera en la que solo ella sabía hacerlo, no como un sonido hueco, como una mueca, sino con una risa que tenía más de real que de fingida. Era difícil de explicar, además, solo a ella se la había visto. Nadie antes, ni nadie después (aunque el después fue por demás breve), logró acercarse a ese tipo de risa.
    Guardó el mapa en uno de los bolsillos del jean doblándolo varias veces, mojó con un poco de agua el interior del sombrero antes de ponérselo en la cabeza, se colocó los lentes oscuros y con lo que quedaba de agua en la única botella que tenía en una mano y la urna en la otra comenzó a caminar en una dirección indefinida. Tal vez llegaría a algún sitio, ya sea el que buscaba o no. Tal vez algo pasara antes, no importaba. No entendía de autos, de motores ni de mapas, pero debía al menos intentar cumplir una de todas las promesas que había hecho. Después de todo, no se gana sin antes haber perdido.

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El día de hoy, 4 de enero de 2023 se cumplen 15 años del inicio de Proyecto Azúcar.

Espero que sepan disfrutar el momento (pero no, no sé cómo).

Fin del Espacio Publicitario.

sábado, 24 de diciembre de 2022

Visita final

La cerradura estaba trabada y sucia, le costó varios minutos lograr que la llave girara las dos veces necesarias para abrir la puerta. Mientras forcejeaba con ese trozo de metal, tal vez de bronce, tal vez no, se dio cuenta de que también se había olvidado el aerosol quita óxido por si sucedía eso mismo. Cuando por fin abrió la puerta, una vaharada de intenso olor a humedad atacó su nariz, como si la casa le recriminara por el tiempo que había osado dejarla sola, abandonada como si fuera parte de un recuerdo que no quiere recuperarse. Pero no había sido así, cierto que ya no pagaba por el servicio de gas, ni de agua, pero sí el de la electricidad. En medio de esa gris y silenciosa tarde de principios del otoño, una luz se encendió en la sala principal.
    La luz brilló con una incandescencia cansada, como aburrida. Cerró la puerta de calle y fue hacia la cocina. Allí, sobre la mesa de madera enchapada que le parecía la superficie más limpia, apoyó el bolso, el abrigo y las llaves. Abrió la ventana que miraba al desolado patio interno, un rectángulo de tierra reseca y un árbol falto de atención y ramas raquíticas lo miraron.
    La habitación principal seguía como la recordaba. La pinotea del piso crujía con furia al sentir su peso mientras revisaba una vez más los cajones de la mesa de luz, el placard donde todavía colgaban algunos sacos y otras prendas ―revisó todos bolsillos otra vez―, y miraba debajo de la cama. Los veladores que tanto le gustaban se los había llevado años atrás, ya no los tenía consigo, se habían perdido en alguna mudanza o en una de sus tantas rupturas, mejor no recordarlos.
    En el escritorio, la oficina, la sala de estudios o de juegos que separaba ambas habitaciones, tampoco nada había cambiado. Sobre los estantes apenas quedaban unos adornos de otra época, viejos recuerdos de vacaciones vividas quizá con alegría. Miró todo muy rápido, antes de que sus ojos se empañaran al detenerse particularmente en alguno de ellos. Tomó dos, tres, tal vez cuatro, antes de salir sin mirar atrás.
    La habitación más pequeña, la que mejor conocía, estaba más vacía aun. La miró desde el umbral; el placard abierto parecía una boca desdentada eternizada en una mueca de sonrisa, de dolor o de incredulidad. La cortina de la ventana se había caído sin que tuviera la fuerza de voluntad suficiente para volver a colocarla. Hoy tampoco lo haría. Allí se quedaría.
    El entablonado del suelo de la sala también crujía, aunque un poco menos, como lo rezongos de un viejo cansado de quejarse y que nadie lo escuchara. Miró la biblioteca casi por completo vacía, tomó algunos de los libros que aún quedaban pensando que podría venderlos como hiciera con los demás, como hizo con la colección de figuras decorativas de su madre, los sombreros de fieltro, el álbum de estampillas de principios del siglo pasado que de chico no podía tocar y solo le permitían mirar desde lejos, y esa figura de alabastro que nunca supo por qué estaba en ese estante entre esos libros forrados de negro escritos en otro idioma, todos apoyados sobre la falsa chimenea junto a la puerta imposible de disimular el sótano.
    Pensó en el sótano, en el contra suelo de cemento sin terminar que conocía mucho mejor que al resto de las habitaciones, incluso la que fuera suya, recordó las veces en las que había subido y bajado esos escalones de madera mal clavados. Recordó los golpes recibidos allí abajo, golpes que entre la humedad y el silencio sonaban más secos, más duros, más definitivos. Recordó como siempre existía una justificación para esos castigos, cualquier acción suya era excusa suficiente, lo sabía muy bien. Tembló al descubrirse extendiendo la mano hacia el picaporte de esa puerta, como si quisiera abrirla al igual que hiciera con las otras.
    Desvió su mano e intentó tomar un florero que estaba sobre la falsa chimenea, pero este se le resbaló y terminó cayendo contra el entablonado rompiéndose en infinitos fragmentos, repitiendo infinitas veces el ruido de la caída, que se escuchó en toda la casa, como sin dudas también se escuchaban aquellos otros golpes, aun con la puerta cerrada. El estruendo removió algo en su interior, algo tan profundo como los recuerdos de aquel sótano. Corrió hacia la cocina, cerró el bolso, levantó su abrigo y huyó sin preocuparse por apagar las luces que quedaban a su paso.
    En el más que diminuto jardín delantero escondió la llave nuevamente debajo del trozo más grande de laja, cerca de la canilla de la que no salía ni una gota de agua, y salió a la vereda. Las piernas, no, el cuerpo entero, no, incluso su memoria, temblaban, tanto como temblaría mañana la casa cuando comenzara, por fin, la tantas veces propuesta pero ahora sí definitiva, demolición.


Esta foto es mía, sacada en abril de 2017 
pasean por las calles internas del barrio.
En la actualidad, esas paredes ya no existen.

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En el N° 82 de la Revista Digital El Narratorio se ha publicado el relato: El vecino de arriba

En la Revista Palabras Amarillas se ha publicado el cuento: Temporada de conquistas

Pueden pasar a leerlos cuando gusten.

Fin del Espacio Publicitario.