Un día el ferrocarril nos abandonó. El tren, que solía pasar dos veces a la semana por el pueblo, los sábados por la tarde y los miércoles por la mañana, siempre el mismo en una y en otra dirección, ya no pasó. Ese tren traía al pueblo cartas, paquetes, padres, diarios, madres, libros, hermanos, noticias, hijos, trabajadores para las cosechas, amantes, provisiones, novios, herramientas, novias, vestidos, esposas, repuestos para lo que se hubiera roto, esposos, cosas nuevas que no sabíamos que necesitábamos pero que igual comprábamos. Ese tren fue el que nos abandonó.
Nadie nos avisó de nada, claro que había algunas pocas señales, como que el guardia de la estación hubiera cerrado todas las puertas y ventanas el día que para el pueblo se convirtió en el miércoles del último tren. El mismo guardia cargó sus pequeñas valijas en la locomotora junto al maquinista, quien tampoco dijo nada, y se marcharon, los dos, en el tren.
Crecí viendo como los yuyos envolvían los durmientes; como la lluvia abría goteras en las tejas del techo de la estación; como iban desapareciendo aquellas cosas que podían cargarse: el banco de madera, la campana de bronce, las señales de hierro, la zorra mecánica arrastrada por un tractor. En cada casa del pueblo había algo que antes perteneciera a la estación, como si quisieran mantener vivo el recuerdo del tren.
En los fondos de la casa de mi familia hay un limonero. Si bien yo no lo recuerdo, mi abuelo repetía que el último limón que diera aquel árbol coincidía con aquel miércoles guardado en la memoria. Repetía también que la señal de que el tren regresaría al pueblo sería que su limonero volvería a florecer. Por eso lo podó, lo regó, lo cuidó de las plagas hasta que ya no pudo hacerlo.
Cuantos aún vivían en el pueblo asistieron a su entierro. Dicen que antes de cerrar el cajón colocaron entre sus manos una rama del árbol casi muerto de su jardín. Luego siguieron esperando a que la muerte pasara también por ellos.
Me tocó entonces ocuparme del limonero porque mi padre, que no era del pueblo, nos había abandonado años antes. Él no se quedaría allí a esperar el retorno del tren, dijo, iría a buscarlo, lo traería de regreso, a la fuerza si era necesario. Y se marchó. Y no regresó. Y no volvimos a verlo. Tal y como con al tren. A pesar de lo que me contaron de él, sobre sus trabajos, sus esfuerzos, su búsqueda, sus familias en los pueblos en los que el tren continuaba llegando, lo único que yo hacía era esperarlo debajo del limonero casi seco, junto a sus ramas quebradizas, el tronco ahuecado y las hormigas que escarban entre sus raíces. Esperando, siempre esperando por su reverdecer, por el retorno de la vida a sus raíces, a su tronco, a sus ramas, a sus hojas grises, a sus limones ausentes.
Creo, si he sacado bien las cuentas, que me acerco a la edad que tenía el abuelo la última vez que lo vi. Su tumba, al igual que muchas otras, se perdió tras la gran inundación, solo unas pocas cruces y lápidas agrietadas y sin nombre sobrevivieron al agua y al tiempo en el cementerio. Todo lo demás se perdió, es parte de la memoria y el olvido. Alguien me comentó, años atrás, que el corazón de quien fuera mi padre se había dado por vencido. Mi madre también ha partido.
El pueblo continúa sumido en el silencio del viento y el canto de los pájaros. Solo por las noches, en mi sueño intranquilo, me parece escuchar bien a lo lejos el silbar de una locomotora acercándose, el silbato del guardia de la estación, el traqueteo de las pesadas ruedas de hierro y el retumbar de la tierra. Sonidos que nunca he escuchado, que solo conozco a través de los recuerdos que alguien más compartió conmigo.
Despierto con lágrimas en los ojos para mirar hacia el fondo de la casa, hacia el limonero seco y muerto como nosotros, como el pueblo. Quizá ya sea hora de talar el viejo árbol y olvidarlo todo, porque es necesario aceptar que el día en que regrese el tren al pueblo no será hoy, no será mañana ni será, tampoco, nunca.


1 comentario:
¿En qué momento la espera se convierte en una imposición capaz de arruinarnos la vida?
Saludos,
J.
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