—Con el tiempo —me dijo al llegar—, uno se acostumbra y casi que ni cuenta se da.
Lo creí imposible, no podía ser real eso de acostumbrarse y ya no darse cuenta de esa presencia que ocupa cada instante, cada rincón. No le dije que me permití dudarlo porque mis oídos de recién llegado me decían que acostumbrarme a algo semejante no sería posible.
Por supuesto, él tenía razón y otra vez yo estaba equivocado. A los pocos días de instalarme en la pequeña cabaña, rodeada por tantas plantas, con el pasto crecido y amarillento, con el cielo persistentemente despejado, el río desapareció. El ruido del agua, su oleaje, su insistente fluir, se volvió parte del silencio que me rodeaba, tenía que esforzarme para escucharlo, para separarme del resto de los sonidos y asegurarme que seguía allí.
Verlo a través de la ventana de la cocina, desde arriba de los pilotes sobre los que se levantaba la cabaña, no era suficiente. Tenía que bajar, acercarme al amarradero, donde la arena forma una diminuta playa casi inexistente, y tocar el agua, sentirla, saber que es real, que continúa fluyendo, que no es algo estático y muerto bajo los reflejos del sol. Solo en esos instantes, acuclillado en la orilla, mirando y tocando, sabía que era real, que ambos lo somos.
No permanezco mucho tiempo en ese lugar, nunca se sabe quién puede estar mirando entre las plantas, en las islas cercanas, en las que de seguro habrá otras cabañas como la que ocupo, o en el río mismo. Y la idea de estar allí es que nadie lo sepa, que pase el tiempo, que se olviden de mí, todos. Bueno, no todos, el dueño tiene que acordarse de las provisiones semanales y seguir apareciendo cada miércoles a la misma hora, antes del alba, trayéndome lo que él cree que yo necesito para sobrevivir y lo que yo tuve que acostumbrarme a comer.
—Hay buen pique por acá, a la tarde más que nada —me dijo una de esas veces—. En el galponcito hay varias cañas, úselas sin miedo, amigo.
Pero la idea de comer algo salido del río no me parece correcta, suena a sacrilegio, aunque las latas de atún que me trae sean lo primero que ataco en mi voracidad.
Con el tiempo, me había dicho al ver mi cara de sorpresa el primer día, uno se acostumbra, y aunque me permití dudarlo, tenía razón. Ya no escucho al río, no se si el río me escucha a mí. Espero que no, porque no quisiera compartir con él lo que me trajo hasta aquí, aunque pudiera llevárselo hasta el mar y luego el mar seguir hasta el océano y en el océano perderse para siempre. Pero entonces este río ya no sería el mismo río, y yo no sería el mismo yo.
Acostumbrarse al ruido del río permite, también, descubrir los cambios, por mínimos que fueran, en el agua, en el viento, en los sonidos que pueden o no pueden estar allí pero igualmente lo están. Por eso, cuando por fin escucho esos ruidos, que sin saberlo llevo esperando desde el primer día, sé que no hay escondite posible, que han llegado por mí. El inusual chapoteo del agua me lo confirmó.
Lo mejor sería fingir que duermo, para que lo que va a suceder resulte más fácil para todos.
Una imagen de algún lugar del Río de la Plata


23 comentarios:
Con el tiempo, uno se acostumbra a casi cualquier cosa.
Saludos,
J.
Uno se acostumbra a todo, incluso a lo inesperado, como es el caso.
El ser humano es adaptable. Te mando un beso.
La sorpresa es el motivo de cada descubrimiento. Saludos.
Uno se acostumbra a todo, menos a la sorpresa final.
Saludos.
El viejo truco de cuando éramos niños y, en la cama, nos daba miedo la noche: cerrar los ojos o taparte la cabeza con las sábanas. Así no había peligro.
El chapoteo inusual siempre trae aciagas consecuencias
Esconderme bajo la almohada ha sido siempre la forma de enfrentarme a mis miedos.. no diré que es la mejor, pero de momento ha resultado ser efectiva..
Hay mucho que el narrador no cuenta.
Tal vez oculte algo.
Saludos
Vivir al lado de un rio me parece es bonito, bueno no cuando crecen e inundan todo, pero bueno mas lla de ello si, diria que es algo positivo.
Concuerdo en que pezcar y comer los animalitos que alli viven es sacrilegio.
buen relato, un tanto nostalgico, pero insirador
No se si odio a la gente o a su sonido mientras se comunican con palabras. Desde que comencé a trabajar no me gustaba mi trabajo ni atender a la gente. Había días que atendía a mas de cien personas; cada una con un problema, cada una con una voz diferente...Por las noches me costaba conciliar el sueño y sus voces se repetían y se repetían en mi cerebro anunciando la maldición del día siguiente...
Nací en el campo. Mis padres me pagaron unos estudios y me enviaron a Madrid. Allí, con la ilusión de haber cumplido sus sueños, comencé a trabajar en atención al cliente hasta que me he jubilado. Mi principal ocupación eres escuchar y ayudar en esos problemas que muchas veces me angustiaban y por las noches me provocaban pesadillas. Avocaba mis días de campo con mi abuelo cuando me enseñaba cosas de los animales que son tan sabios como podemos serlo nosotros mismos y el rumor del río de mi aldea que me ayudaba a pensar cosas que aquí en la ciudad serían impensables. Ahora tengo 67 años. Mi aldea desapareció porque unos se fueron al extranjero, otros a la gran ciudad...
Sueño con el rumor de mi río en ver los barbos subir para desovar, el olor a queso que desprendía el chaquetón de mi padre o el olor a pan recién hecho de mi madre cuando me guardaba la mejor hogaza. Lloro cuando añoro a mis amigos camino de la escuela a cuatro kilómetros donde nos contábamos cosas que muchas veces eran fantasiosas y otras de hombres que conocen la necesidad...El trabajo del campo era duro y mis padres dieron su vida por mi y por mis hermanos buscando lo que nunca tuvieron.
Ahora ya estoy jubilado. Tengo buena pensión pero odio escuchar a la gente; la odio profundamente y no quiero escuchar nada de nadie porque no atiendo a nadie. Mi vida de atención al cliente en una oficina colmó a mis padres de felicidad y puedo jurar que por ellos he aguantado todos estos años. No me he casado pero me he enamorado alguna vez de chicas que al final no congenié. Mis hermanos mayores ya murieron. Las tierras la vendimos con la casa que quedó abandonada porque no había quien la quisiera...
Camino por la ciudad con unos auriculares que compré en una ferretería para aislarme del mundo. No atiendo a nada ni a nadie y cuando me voy a dormir, dejo en mi baño que salga del grifo un hilo de agua que me da vida con su sonido y entonces, sueño con el río de mi pueblo...
Uno se acostumbrará hasta a un martillazo en el dedo cada dia.
Aunque los que vienen no se van a conformar con un martillazo, ni van a venir cada dia.
Abrszooo
Siempre pensé que acostumbrase es una mala costumbre.
Sabio Heráclito. Su metáfora habla más de nosotros... Al Tiempo lo creemos de la misma condición.
Me encantó. Abrazo!!
Ese toque siniestro y de incertidumbre que tienen tus relatos,los hace especialmente bellos...
Un saludo
Hasta esperar la muerte en silencio
Un abrazo. Carlos
Nos acostumbramos a todo....hasta a lo impensable, a fuerza de vivirlo lo aceptas,
el ruido del rio, del agua..., me gusta suelo oirla como música
Tu relato es ameno, me ha gustado
Un abrazo
A veces, uno, por mucho tiempo que pase, jamás llega a acostumbrarse.
A todo nos acostumbramos, a los olores, los ruidos y hasta del mal carácter de los que nos rodean.
Saludos.
Yo creo que las personas somos adaptables y al final terminamos acostumbrándonos a todo.
No me gustaría vivir al lado del río, más que nada por las inundaciones que hay hoy en día, es un peligro.
Me resulta interesante leerte.
Un saludo.
Lo mejor sería no acostumbrarse y esperar siempre lo inesperado, la sorpresa
Abrazos
Sin saberlo realmente nos acostumbramos a casi todo, es imposible no hacerlo, nos volvemos sordos cuando lo deseamos.
Abrazo
Lo sabía Heráclito, lo sabá Jim Morrison, y lo sabe también mi amigo Juan al que le gusta pescar en soledad durante horas y horas.
Abrazos, herr J
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