Eran tres o cuatro baldes de arena húmeda dados vuelta, puestos para formar algo más o menos parecido a un rectángulo. Podría ser cualquier cosa, pero para mí eran un castillo, para mí eran lo más importante de toda esa playa. Aunque la gente pasara a su lado sin notarlo, sin darse cuenta que ese castillo disimulado en la arena era la puerta hacia un mundo diferente, un mundo de hadas y duendes, de gnomos y unicornios, un mundo de familias felices que no se gritan, solo se hablan; donde el sol no quema la piel, solo la dora; donde nadie muere, solo siguen vivos; donde mamá no se fue para siempre, solo por un rato. Un mundo en el que cualquier cosa es posible y los errores pueden evitarse o enmendarse. Un mundo que no existe, pero deseo.
―¿Otra vez con eso? ―dice papá desde la reposera. Tiene un diario doblado sobre las piernas, pero es un diario viejo y ya no lo lee. Me mira―. ¿No vas a ir al agua? Vinimos a la playa para eso, para el agua.
Lo dice como acusándome, pero él tampoco se mete en el agua, se queda sentado en esa misma silla hundiéndose en la arena todas las tardes. Entonces tengo que dejar el balde de plástico y la palita a un costado, no muy lejos, sobre la lona, levantarme e ir al agua. Primero meto los pies hasta los tobillos en el agua que está bien fría, después avanzo un poco más, llevado por el agua y la arena, llego hasta que me cubra la rodilla. La panza en la parte más difícil, siempre, por eso voy despacio, dando pasos chiquitos para acostumbrarme al frío. Llegar a los hombros me toma un poco más de tiempo, pero cuando ya estoy ahí meto la cabeza completa y levanto los pies para que el agua me lleve y me traiga. Se me acaba el aire y no sé nadar, pero sé flotar, en la pileta, mientras el agua sigue llevándome y trayéndome, aunque no muy lejos, porque sigo en la misma playa. No hay otros nenes con los que jugar, no hay casi nadie en el agua ni en la arena, los que hay son todos grandes, por eso me aburro y me dejo llevar y traer.
Un poco más tarde, cuando ya me mojé lo suficiente, salgo del agua. El viento también está frío y me ataca con la arena seca que levanta y se me pega en la piel. Mis pies parecen más grandes, pero solo están cubiertos de arena que se sale cuando el sol me seca.
Vuelvo a la lona junto a la silla de papá. El castillo de arena está destrozado.
―Pasó gente caminando ―dice―, no deben haberse dado cuenta.
Las únicas huellas que veo en la arena van desde la silla hasta el castillo y del castillo a la silla. No digo nada. Vuelvo a sentarme en el mismo lugar de antes.
Lleno el balde con arena seca, fina, que se desliza entre mis dedos sin dificultad, como eso que todavía no entiendo pero los grandes llaman el paso del tiempo. Vacío el balde y vuelvo a llenarlo, lo vacío sobre lo que junté antes. El sol se está yendo, como la tarde, es la hora de la pirámide.
―¿Qué hacés ahora?
No le respondo, ya lo sabe. Antes de que pueda terminar de armar mi pirámide, me dice que tenemos que irnos. Mete el diario doblado al medio en la canasta de mimbre que usaba mamá, levanta la lona y sacude la arena, cierra la silla. Volvemos caminando sin hablar por la rambla. Recuerdo que cada verano anterior deseé sin lograr que fuera interminable, porque cada verano se terminaba; y ahora, que deseo que este verano por fin se termine, se acabe, que se vaya, este verano sí se me vuelve interminable, silencioso y demasiado solitario.
2 comentarios:
¿Qué se hace cuando se obtiene lo que se quería cuando ya no lo necesitamos?
Saludos,
J.
Protesta porque haya llegado en un momento inoportuno,, en circunstancias indeseables.
Algunas perdidas son tan difíciles de afrontar.
Saludos.
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