Lo intenté. Sí. Varias veces. Pero, luego de
tantas mudanzas, algunas de día y bien planificadas, otras, de noche y a las
apuradas, pocas cosas de mi antigua vida permanecían a mi alcance.
Entre
ellas un viejo reloj de bolsillo que perteneciera a mi padre. Sin la cadena,
perdida en algún momento indefinido —aunque dudo realmente de haberla visto
alguna vez—, con la esfera de cristal partida por la mitad y que ya ni siquiera
daba la hora porque era imposible darle cuerda para que funcionara. Llevaba
años cargándolo en el mi bolsillo, junto a mí en todo momento, con la leve
esperanza de hallar, en algún reducto, en alguna de las pocas galerías
artesanales que aún perduran, o en los grandes almacenes departamentales, un
relojero como los de antes.
El
progreso indefinido de la tecnología había frustrado mis intentos, ya nadie
parecía saber cómo reparar una de esas antiguas máquinas llenas de pequeños
engranajes, correas y precisión nanométrica. El recuerdo de mis pequeñas manos
acunando aquella maquinaria de precisión, mirando los pequeños números marcados
en negro sobre blanco, era tan antiguo como mágico por su doble naturaleza. Era
un recuerdo doloroso, porque señalaba la ausencia de todos los que ya no se
encontraban aquí y, por otro lado, era la alegría que había sentido cuando lo
recibí la primera vez.
Pero
nunca nadie me había dado ese reloj. Al contrario, lo encontré en una caja
abandonada en el ático de una de las tantas casas en las que me refugiara luego
de mi escapada de los campos de incubación.
Claro que, escapar es un decir, ya que nunca pude dejar, realmente de lado, la
programación que allí me impusieran. Por eso mismo, apenas vi el reloj
abandonado en el fondo del baúl que trajeran mis abuelos en el barco con las
únicas pertenencias que pudieran rescatar al momento de huir de la guerra en
Eurasia, supe que había pertenecido a mi padre, que se encontraban en mi
familia durante generaciones y que ahora me pertenecía.
Y
lo continuaría haciendo, mi cerebro crearía los recuerdos necesarios para que cuanto
me rodeara encajara en la historia de mí mismo. Los años pasados en los
orfanatos, en las casas de acogidas, trabajando en los sótanos de iglesias
abandonadas, nada habían podido hacer contra esa programación. El reloj
continuaba pesándome en el bolsillo izquierdo —algunas veces, por error y
confundido con otra cosa, en el derecho—, recordándome que debía encontrar
alguien que supiera repararlo para pasárselo, llegado el momento, a mi hijo aún
no nacido. Se lo daría junto con la fotografía del viejo volkswagen escarabajo
que recorté de un catálogo de autos antiguos y que muestra la última vez en que
el abuelo —el mío, no el suyo— llevó a mi padre —el abuelo del hijo aún no
engendrado—, a pescar en los bosques de Palermo, y que pegué sobre un trozo de
paspartú para que se conservara en buenas condiciones todos estos años.
Pero
la fotografía era falsa tan falsa como lo era el reloj.
No,
la fotografía era, es, sigue siendo, real. Tanto como lo es el reloj. Mis
recuerdos, lo que recuerdo sobre ellos, los momentos inventados para ellos, mi
vida completa, son la falsedad dentro del sistema.
Pero
nadie parece notarlo. Nadie ha dicho nada al respecto, nadie nos señala como
defectuosos o diferentes, sino que, al contrario, mientras escuchan mi historia
del reloj, cada vez más cargada de detalles sobre una infancia que no tuve —o
no recuerdo—, sé que ellos también reconstruyen tus memorias adecuándolas a lo
que creen que debes haber vivido.
Sé
que en algún momento lo has sentido y que no sabes qué nombre darle. No te
preocupes, nadie lo sabe. Más que nada porque escaparle a la programación de
los campos es sumamente difícil. Pero eso nos brinda algo a nuestro favor, nos
adaptamos mejor a la incongruente sociedad moderna que aquellos que aún
persisten en sus teorías de los nacimientos biológicos y las familiar nucleares.
Claro
que, siendo cada vez más caro tener un reactor en casa, las familias de ese
tipo tienen a desaparecer. Es por eso que mi familia emigró, escapándole a la
guerra en Australasia trayendo consigo tan sólo un baúl con unas pocas
pertenencias. Entre ellas un viejo reloj de bolsillo.
Espera,
¿nunca te conté la historia del antiguo reloj de mi padre…?Se parece a este:
7 comentarios:
Creo que tengo uno similar en algún lado... Debería buscarlo... Aunque, tal vez, después de todo, no sea necesario.
Saludos,
J.
Un relato a lo Huxley, o tal vez orwelliano.
Esos tipos de relojes son un símbolo del paso el tiempo y de las herencias generacionales.
Para citar tan solo un caso: Armando Barrera / Seymour Skinner
Abrazo!
Me has emocionado.
Un abrazo.
yeah, simplemente sonrìo por el viaje en el tiempo...muy a tiempo.
Evoca un futuro por venir, o sea un recuerdo aun no vivido, como tu hijo no nacido....caray! ¿Tendrèmos que recurrir a fabricar hijos sin biologìa?
Saludos.
Muy bueno. Crearse su propia historia de vida a partir de un reloj, me pareció un cuento hermoso y también a mi me hizo recordar a "Un mundo Feliz" No porque se le parezca, es que tiene remenbranzas del joven que escapa de los campos de programación.
mariarosa
Todos guardamos algún recuerdo de esos que nos hacen añorar a las personas que ya no están con nosotros y que incluso tendemos a idealizar en demasia
besos
A veces un objeto se convierte en todo un referente durante toda la vida.
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