domingo, 5 de octubre de 2025

La voz del río

—Con el tiempo —me dijo al llegar—, uno se acostumbra y casi que ni cuenta se da.
    Lo creí imposible, no podía ser real eso de acostumbrarse y ya no darse cuenta de esa presencia que ocupa cada instante, cada rincón. No le dije que me permití dudarlo porque mis oídos de recién llegado me decían que acostumbrarme a algo semejante no sería posible.
    Por supuesto, él tenía razón y otra vez yo estaba equivocado. A los pocos días de instalarme en la pequeña cabaña, rodeada por tantas plantas, con el pasto crecido y amarillento, con el cielo persistentemente despejado, el río desapareció. El ruido del agua, su oleaje, su insistente fluir, se volvió parte del silencio que me rodeaba, tenía que esforzarme para escucharlo, para separarme del resto de los sonidos y asegurarme que seguía allí.
    Verlo a través de la ventana de la cocina, desde arriba de los pilotes sobre los que se levantaba la cabaña, no era suficiente. Tenía que bajar, acercarme al amarradero, donde la arena forma una diminuta playa casi inexistente, y tocar el agua, sentirla, saber que es real, que continúa fluyendo, que no es algo estático y muerto bajo los reflejos del sol. Solo en esos instantes, acuclillado en la orilla, mirando y tocando, sabía que era real, que ambos lo somos.
    No permanezco mucho tiempo en ese lugar, nunca se sabe quién puede estar mirando entre las plantas, en las islas cercanas, en las que de seguro habrá otras cabañas como la que ocupo, o en el río mismo. Y la idea de estar allí es que nadie lo sepa, que pase el tiempo, que se olviden de mí, todos. Bueno, no todos, el dueño tiene que acordarse de las provisiones semanales y seguir apareciendo cada miércoles a la misma hora, antes del alba, trayéndome lo que él cree que yo necesito para sobrevivir y lo que yo tuve que acostumbrarme a comer.
    —Hay buen pique por acá, a la tarde más que nada —me dijo una de esas veces—. En el galponcito hay varias cañas, úselas sin miedo, amigo.
    Pero la idea de comer algo salido del río no me parece correcta, suena a sacrilegio, aunque las latas de atún que me trae sean lo primero que ataco en mi voracidad.
    Con el tiempo, me había dicho al ver mi cara de sorpresa el primer día, uno se acostumbra, y aunque me permití dudarlo, tenía razón. Ya no escucho al río, no se si el río me escucha a mí. Espero que no, porque no quisiera compartir con él lo que me trajo hasta aquí, aunque pudiera llevárselo hasta el mar y luego el mar seguir hasta el océano y en el océano perderse para siempre. Pero entonces este río ya no sería el mismo río, y yo no sería el mismo yo.
    Acostumbrarse al ruido del río permite, también, descubrir los cambios, por mínimos que fueran, en el agua, en el viento, en los sonidos que pueden o no pueden estar allí pero igualmente lo están. Por eso, cuando por fin escucho esos ruidos, que sin saberlo llevo esperando desde el primer día, sé que no hay escondite posible, que han llegado por mí. El inusual chapoteo del agua me lo confirmó.
    Lo mejor sería fingir que duermo, para que lo que va a suceder resulte más fácil para todos.

Una imagen de algún lugar del Río de la Plata

2 comentarios:

José A. García dijo...

Con el tiempo, uno se acostumbra a casi cualquier cosa.

Saludos,
J.

Tot Barcelona dijo...

Uno se acostumbra a todo, incluso a lo inesperado, como es el caso.