Despertó sabiendo que era el último día, la última oportunidad, el final del camino. Llevaba el año completo esperando, por lo que sabía que sucedería, sí o sí, ese día. Ya no quedaban más opciones. Sin embargo, y a pesar de la importancia incuestionable de las próximas horas, prefirió continuar con su rutina como si nada fuera a cambiar, como si aún quedara un vasto camino por recorrer. Preferiría que no fuese así, pero se esforzaba y forzaría las cosas para que fueran mínimamente diferentes.
Desayunó; se preparó para ir al trabajo; se cuestionó una vez más la utilidad o inutilidad de cuestiones tan nimias; puso en duda cada detalle de su ser, luego salió a la calle para acometer el día.
Esperaba que lo que tenía que ocurrir sucediera en cualquier instante, en cualquier lugar, cuando estuviera distraído, cuando su atención fuera atraída por algo más. Muy en su interior sabía que esa distracción era fingida y que ni el más mínimo gesto, el menor sonido, ni una única palabra, escapaban de su estudio pormenorizado, de su análisis y posterior descarte por no ser lo esperado.
Finalizadas sus horas de trabajo, prefirió regresar a la casa andando por el camino más largo, contempló el paisaje recortado de la ciudad, con sus casas de época venidas a menos, los edificios como cajas de zapatos apiladas, los árboles enfermos, las veredas rotas, los automovilistas que no conocían las mínimas normas de tránsito. Sabía que nada tenía sentido, valor ni importancia, sabía que todo estaba motivado por errores y no por cuestiones que llevaran a las personas a un crecimiento o una mejorar de lo poco que ya eran. Dudaba que fuera posible mejorar a alguien, al menos no sin que ese alguien estuviera dispuesto a hacer el esfuerzo, pero si aún así lo fuera, no sería él quien se tomaría el trabajo de intentarlo.
Llegó la noche y el baño para olvidarse de las molestias cotidianas, para desprender esa costra que se forma a nuestro alrededor cuando tratamos con los demás, y volver a ser suaves como tiernos y rozagantes recién nacidos, hasta que la ropa, la primera capa de la coraza que creamos para protegernos, nos cubre.
Cenó sin dejar de mirar al reloj acercándose a la medianoche. El tiempo se agotaba.
11:55. El momento estaba cerca, podía sentirlo.
11:58. Era su deseo. Su único deseo. Uno que nadie podía o debía negarle.
11:59. El error no era una posibilidad.
00:00.
00:01. Sonó el teléfono.
―Felices veintiocho años ―escuchó que decían del otro lado de la línea.
―Gracias mamá…
Lloró, si de tristeza o alegría, no lo supo su madre desde el teléfono. Solo él sabía cómo se sentía sabiéndose rechazado como miembro del Club de los veintisiete.
4 comentarios:
Ese es uno de esos clubes al que no cualquiera ingresa...
Saludos,
J.
Para pertenecer al club de los 27 no sólo hay que morirse a esa edad. Sino también tener talento en algo artístico, como la música, y lograr cierta trascendencia.
Saludos
Que sorpresa el final
Claro, era inevitable cumplir los veintiocho años
Me encantó
Abrazos
Uy es terrible envejecer. Te mando un beso.
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