El mozo dejó frente a mí la hamburguesa de
sucedáneo de carne bien condimentada que le pidiera, junto con la botella de
agua mineral desmineralizada, con una leve sonrisa y una inclinación parcial,
tal y como le era habitual. El mío era el único asiento ocupado en el extremo
de la barra de la cafetería, como siempre a esa hora. Sin embargo, antes de que
pudiera dar el primer mordisco, comencé a sentir cierta incomodidad que carecía
totalmente de relación con el escaso sabor de aquella comida de alto contenido
proteínico. No podía darme el lujo de desperdiciarla, a pesar de cómo me
sentía, ya que me aportaría las calorías necesarias para culminar mi día de
servicio laboral, debía en cambio averiguar por qué me sentía de ese modo.
Con
cierto disimulo giré la cabeza hacia mi derecha sin encontrarme con otra cosa
que no fuera la pared que separaba el salón de la cocina; el viejo empapelado
de otra época, cubierto con una evidente capa de suciedad y años de esperar una
renovación, no representaba ninguna novedad. La incomodidad no provenía de
allí. Debía de haberlo sabido desde un principio.
Me
dispuse entonces a girar poco a poco hacia la izquierda, como debería de haber
hecho en un primer momento de no haber sido por la confusión habitual.
El
resto del salón, cuyo habitual silencio era apenas interrumpido por algunas
radios personales que conservaban el sonido en el rango de sus portadores,
parecía vacío a pesar de que el mediodía se acercaba peligrosamente. Poco fue
lo que pude ver más allá de algunos clientes absortos en sus dispositivos, y los
problemas que estos les presentaran, cuando no en sus platos. Ninguno de ellos
parecía ser quien me provocara la incomodidad allí continuaba.
Mordisqueé
la desabrida hamburguesa, jugando con las papas horneadas que la acompañaba,
sin dejar de sentirme de ese modo ni poder pensar en nada más que no fuera
aquella extraña molestia que crecía más y más.
Levanté
los ojos de mi comida y me encontré, al igual que las miles de veces anteriores
en las que consumiera mi horario de almuerzo en ese sitio, el antiguo espejo
que ocupaba la pared de la barra imitando los bares de mitad del siglo XX. La
imagen duplicaba el interior del lugar en exacta y opuesta simetría creando la
fantasía de que el espacio era el doble de grande.
A
mi espalda, también sentada junto a la pared del vetusto empapelado, una mujer
me observaba con tanto detenimiento que sentía el peso de sus ojos tanto sobre
mi nuca como sobre mi rostro ahora que acababa de descubrirla.
La
miré, a través de su reflejo, sin el menor reparo, y con su mismo atrevimiento,
para que notara que lo hacía o, tal vez, esperando exactamente que se percatara
de que había notado su descarada mirada sobre mí. Pero no daba ninguna señal de
que le importaba mi nueva actitud hacia ella; al contrario, continuaba
mirándome en la misma incómoda posición en la que la descubriera, estirando el
cuello y ladeando levemente la cabeza como si quisiera escuchar mi nula conversación.
Sus
labios excesivamente pintados atraían mi mirada sin que pudiera evitarlo;
llevaba unos lentes de sol de plástico con los que intentaban ocultar los ojos con
los que, lo sabía, no dejaba de mirarme. Tan atenta era su mirada que comenzaba
a dolerme la cabeza. ¿Qué quería de mí esa mujer que no dejaba de mirarme?
Llamé
con un gesto al mozo que se acercó lentamente, con el mismo paso cansino que le
conocía tan bien.
—¿Quién
es ella? —pregunté señalándola en el espejo sin el menor disimulo.
—Una
clienta.
—Me
doy cuenta de eso. Me refiero a que si sabe algo más —dije pensando en la
propina que debería dejarle si me aportaba alguna información valiosa.
—No
viene tan seguido como usted.
—También
lo noté —respondí con un poco de fastidio—. Lo que me gustaría saber, además de
por qué utiliza lentes de sol bajo techo, es por qué no deja de mirarme…
—¿Eh…?
—exclamó sorprendido—. No creo que lo esté haciendo.
En
ese momento alguien lo llamó desde el otro extremo de la barra y comenzó a
alejarse poco a poco. Mirando hacia atrás señaló a la mujer, me señaló a mí y
realizó un gesto parecido a una negativa. Era eso o una invitación para
comenzar la danza del apareamiento de la cacatúa azul pero, como no dijo nada, no
entendí sus gestos.
Intenté
desentenderme de la situación volviendo a mi comida. Pero las papas estaban
frías y el agua desmineralizada había comenzado a decantar impurezas, señal de
que tenía que volver al cubículo a cumplir la segunda parte de mi horario de
servicio laboral.
En
todo ese tiempo aquella mujer, que continuaba sola en su mesa, no había dejado
de mirarme en ningún momento; tampoco yo había dejado de hacerlo mientras
comía.
No
podía irme sin saber qué era lo que pretendía, si es que algo pretendía, o por
qué se comportaba de ese modo tan socialmente poco aceptable; lo que sucediera
primero. Más que nada teniendo en cuenta de que por más de que lo llamara de
varias formas, el mozo no volvió a acercarse a mi sector de la barra. La
propina sería desacostumbradamente baja por ello.
Me
llené de valor antes de acercarme ya que el día de hoy no se encontraba entre
los días que me correspondía hablar con una mujer, pero había sido ella quien
me provocara; podría utilizar una situación semejante como justificativo para
mis actos. Pensándolo de esa manera pude acercarme a su mesa sin que mis
movimientos tuvieran el menor efecto en ella, como si no existiera a pesar de
ocupar casi la totalidad de su campo visual.
—¿Nos
conocemos? —le pregunté notando como se sobresaltaba ante mis palabras y, por
un momento, sus anteojos se desacomodaron sobre su nariz.
—¿Cómo
dice? —preguntó con un débil hilo de voz volviendo a colocar los lentes en su
lugar.
Podría
haber respondido de mil maneras diferentes. Incluso podría haber mentido, o
inventado cualquier otra posibilidad que no me dejara en una posición tan
comprometedora para cualquiera que nos mirara desde el otro extremo de la
cafetería. Podría haber hecho cualquier cosa. Pero no hice nada.
En
silencio me alejé de ella.
—¿Hola?
—dijo ella a media voz.
Caminando
hacia la salida evité mirar al mozo o a cualquier otra persona que allí se
encontrara por temor a que me hubiera visto hacer el ridículo, una vez más,
en mi frustrado intento de pedirle
explicaciones por sus miradas a una ciega.
--
Inicio de Espacio Publicitario:
En la revista digital La Ignorancia N° 23 pueden
encontrar el relato breve Descartar/Continuar.
Y también:
La Revista Íkaro de Costa Rica publicó también
el relato Jaime, el mataautores en su página web.
Fin del Espacio Publicitario.
19 comentarios:
Hay quienes piensan que del ridículo nunca se vuelve...
Me incluyo entre ellos.
Saludos,
J.
Voy aprendiendo tu lenguaje narrativo! Por vez primera, intuí el final, aunque eso no desluce en absoluto tu relato excelente,como siempre!
Saludos!
Más que ridículo, la actitud de este hombre me parece la frustración de unas expectativas ilusorias,que muchos hombres no soportan.
Saludos, José A.
Con toque de humor e intriga. Un abrazo
Las apariencias engañan. Nuestros prejuicios se colocan muchas veces entre nuestros ojos y lo que vemos. Buen chasco.
Un saludo.
Como la naturalidad no hay nada. Si él le hubiese confesado que le parecía haber sido observado por ella, tal vez a ella le hubiese ilusionado, o se hubiese sorprendido o se hubiese reído.., en cualquier caso, hubiese sido un bonito comienzo para una posible amistad.
SAludos.
Quizás no era su mirada pero sí su fuerte personalidad, lo que sí, el mal carácter destaca en tu protagonista
😏
Profesor José:
Su relato me parece interesante, tal vez usted partió de una anécdota, de una visión, no sé, pero lo cierto es que está muy bien logrado. Salvo en el primer párrafo le quita velocidad o aminora el ritmo con palabras en exceso explicativas sobre el alimento que consume el protagonista.
Disculpe, si le causo alguna molestia con mi comentario de impávido lector suyo.
Saludos.
Bien contado.
Entiendo la sensación de molestia y no saber el motivo. Tal vez el protagonista nunca lo descubrió, creyendo erroneamente que era por esa mujer.
Todo un absurdo resultó.
Por suerte, la memoria de los presentes no es perfecta y de serlo, tal vez no se interesaría en registrar un papelón ajeno.
Bien contado, colega demiurgo.
Que bello!
De todo se regresa querido amigo,
yo me he pasado media vida en ello y aquí sigo
El mozo le cantó la posta antes, pero... algunos son ciegos otros no quieren ver.
Esta entrada hace juego con este pequeño sketch de Rowan Atkinson
https://www.youtube.com/watch?v=ZWCSQm86UB4
Abrazo!
Inesperado final del relato.
Besos.
pedime permiso para sacarme las fotos mi querido besitos. La qui pusiste la tengo registrada en Pop Art Besitos guapo!!!
Recomenzar: Nunca dije que la imagen fuera mía. Busqué en google imágenes un grafiti de una mujer con lentes para ilustrar el relato y elegí la de mayor resolución. En ningún momento google, ni la página de dónde la tomé, decían si la misma estaba registrada por alguien más.
De haberlo sabido te hubiera pregunta o, en todo caso, no la habría utilizado.
Nos leemos,
Saludos.
J.
¡Uy que metida de pata José!
A veces pasan esas cosas, es cuestión de no ser tan susceptible...
Muy bueno.
mariarosa
Me gusta el planteamiento del relato aunque el final era, al menos para mí, previsible.
Felicidades
Excelente final...me encantó...
Gracias a todas y todos pos sus comentarios.
Como no me canso de repetir, son lo más interesante de este blog.
Nos leemos,
J.
Publicar un comentario