domingo, 14 de julio de 2024

Peste

La mudanza, aunque desorganizada y a las apuradas, había sido un éxito. Porque de alguna forma había que calificar esa especie de huida que emprendiera en silencio y antes de que estallara la última tormenta, esa que tenía todas las condiciones de convertirse en la definitiva. Mejor huir, me dije, lo pensé o me lo imaginé. Eso siempre me sale bien: huir.
    Regresé a la casa familiar con un par de valijas con ropa, algunas bolsas de consorcio llenas de cosas sueltas, dos o tres muebles más o menos deteriorados y, claro, las cajas con los libros. Nunca dejaría atrás mis libros, no otra vez. Era cuanto tenía junto con la sensación de fracaso.
    La casa llevaba años vacía y cerrada. Intenté venderla varias veces, pero a nadie le interesaba ―esto me sonaba de alguna parte―, por lo que se volvió mi refugio en un momento de necesidad que, de no haber sido por ella, hubiera sido mayor.
    El olor a encierro y a humedad dominaba la casa. Permanecía como si hubiera impregnado cada poro de las paredes, del techo, de los pisos aunque abrí las ventanas día y noche durante el inusualmente cálido otoño. Limpié un poco, lo suficiente para sentir que no dormía sobre todo ese abandono, pero sin ganas de dedicarle demasiado tiempo.
    Acomodé ese resumen incompleto de mi vida que eran las pocas cosas que había traído; descarté muchas de ellas por inútiles o innecesarias; apilé los libros fuera de las cajas para luego volver a guardarlos. Caminaba, actuaba, vivía en círculos, durmiendo a cualquier hora, comiendo lo que hubiera sobrado de la comida anterior, habría continuado así de no haberlo notado.
    Cuando el olor a encierro y a humedad fue doblegado, otro lo reemplazó, un olor más fuerte, más intenso, más agresivo. Si bien comenzó a dejarse notar poco a poco, era imposible ignorarlo. Era una mezcla de comidas en descomposición, leche cuajada, cloaca abandonada, huevos podridos, animal muerto y algo más. La casa era pequeña, sin muchos espacios en los que pudiera darse esa combinación de olores, por lo que busqué y limpié con un poco más de ahínco. Comencé por la cocina, luego el baño, al que ya había limpiado apenas llegar, le siguieron la habitación y la sala-comedor. Desmalecé el pequeño patio del fondo, saqué yuyos y plantas que crecían allí lo quisiera o no, destapé todos los desagües; aproveché para plantar flores aromáticas, como las que había antes, eran variadas en colores y aromas, y que murieron con el primer frío del invierno. Corrí todos los muebles, limpié las esquinas, tiré líquido con diversos perfumes que nada lograban. Pensé en pintar las paredes, tal vez así se iría, pero en invierno no se debe pintar, así que tenía que esperar meses antes de poder hacerlo. Pensé otras opciones sin encontrarlas. El olor continuaba allí, insistente, presente a cada instante.
    Llegué a sentirlo incluso mientras dormía, sin saber si eso era posible, si puede sentirse un olor cualquiera en un sueño. Pero ese no era un olor cualquiera y había logrado romper esa barrera, ese límite, ingresando en mis sueños.
    No sabía a quién o qué reclamar, no sabía con qué continuar para combatir ese olor tan persistente del que no encontraba su fuente. No podía dar con el punto del cual emanaba y, porque era lo único que podía hacer, me negaba a aceptar que era el único que lo sentía. Pero aunque me aferraba a esta negación como el último punto con el que sostener mi cordura, incluso ella tenía un límite y algún día debería reconocer que yo y solamente yo era la causa y el origen de semejante peste.

24 comentarios:

José A. García dijo...

Ciertas cuestiones son más fáciles de aceptar que otras, claramente.

Saludos,
J.

Tot Barcelona dijo...

Complejo el convivir con una sensación así.
Salut

Gabiliante dijo...

Me has tocado la fibra sensible; concretamente la que pasa por las lumbares, porque una amiga me pidió el lunes que la ayudará a trasladar sus cajas de libros.
Lo de la peste, sino tiene que venir más gente, la nariz se acostumbra rápido.
Y si no es olfativa, también se acostumbra uno. Que remedio?
El suicidio no es asumible y cambiar mucho menos.
Abrazooo

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Llevar la peste con uno.
Eso sí que es una carga pesada.
Saludos.

Beatriz dijo...

Y aunque no sea simple aceptar las pestilencias propias, esas nos siguen a donde quiera que vayamos.


saludos, Jose.

lanochedemedianoche dijo...

Es difícil aceptar esa sensación, pero luego entra la costumbre y no nos abandona.
Abrazo

María dijo...

¡Maadre de DiooosS! vaaaya manera de maltratarte! o de maltratarse tu protagonista, perdón : ) Creo que su supuesta pestilencia no es más que una autoestima de capa caída que comenzará a oler bien, si tras la mudanza exterior y el adecentamiento de esta casita que tras la concienzuda limpieza seguro que ha quedado como los chorros del oro, comienza a limpiar a fondo sus pesares, remordimientos, dudas, frustraciones varias y demás sustancias nocivas que suele acumular la mente, en cuanto lo haga, comenzá a olerle de maravilla : ) Un abrazo!

J.P. Alexander dijo...

Uy vivir así es un reto. Te mando un beso.

Coŋejo pestilente dijo...

Bienvenido a mi mundo. Esa peste ya no se quita.

Juvenal Nunes dijo...

A saúde tem muito que ver com a higiene, que devemos praticar sempre e nunca descurar.
Espero que tenha uma boa semana.
Abraço de amizade.
Juvenal Nunes

Campirela_ dijo...

Debe ser una carga pesada tener que convivir con un olor que se te mete dentro de ti y te hace la vida imposible.
Un buen texto.
Un abrazo.

Jose Casagrande dijo...

Tal vez un cambio de dieta pueda mejorar esos olores corporales. Ya notar que el dulzon aroma provenia de uno es notable, lo de mas es solo comer alimentos suaves.

Cabrónidas dijo...

Es algo así como la halitosis, que la sientes con todas las personas con las que hablas, y nunca piensas que eres tú el que la padece.

lunaroja dijo...

Tremendo relato.
esa imposibilidad de vernos (u olernos)
Brutal.
Un saludo

carlos perrotti dijo...

De uno es imposible mudarse...
Abrazo. Muy bueno!!

Fackel dijo...

Me ha gustado mucho esta redacción. Realmente somos pestíferos. No sé si ocasional o permanentemente, eso es secreto individual. Y la peor peste puede ser la de las ideas de la mente.

Sor Austringiliana dijo...

Hay olores que dejan de serlo y se instalan dentro, ya no nos abandonan.
Saludos. J.

Beauséant dijo...

Llevamos lo que somos con nosotros, los libros, las derrotas... los olores.

gla. dijo...

A veces nuestro olor es mas fuerte de lo que parece...los rencores, los odios, los fracasos y nuestra infelicidad nos impacta con su aroma
Abrazos

Frodo dijo...

Hubiese jurado que era el desagüe, como me pasa a mi...

Abrazos, herr J.

Hola, me llamo Julio David dijo...

Hay casas que se enferman, se les pega, entre otras cosas, nuestros olores que despedimos. A más terrible sea el olor, la casa lo multiplica porque se cansa y envenena y ya no lucha y le cuesta respirar. Por suerte, en esta casa del relato, las paredes no hablan porque, de hacerlo, me imagino, se asomarían fuera de la pared a esparcir un poco de desodorante ambiental... Pensándolo bien, mejor que estén jaja
Va un abrazo, José.

Guillermo Castillo dijo...

Todo almizcle parece darle un sentido ligero o pesado a la existencia. Salud-os.

Amapola Azzul dijo...

Menuda plaga la Peste.
Besos.

Nuria de Espinosa dijo...

La peste de la muerte, es la sensación que me da y que por eso no abandona al protagonista. Saludos