La cerradura estaba trabada y sucia, le costó varios minutos lograr que la llave girara las dos veces necesarias para abrir la puerta. Mientras forcejeaba con ese trozo de metal, tal vez de bronce, tal vez no, se dio cuenta de que también se había olvidado el aerosol quita óxido por si sucedía eso mismo. Cuando por fin abrió la puerta, una vaharada de intenso olor a humedad atacó su nariz, como si la casa le recriminara por el tiempo que había osado dejarla sola, abandonada como si fuera parte de un recuerdo que no quiere recuperarse. Pero no había sido así, cierto que ya no pagaba por el servicio de gas, ni de agua, pero sí el de la electricidad. En medio de esa gris y silenciosa tarde de principios del otoño, una luz se encendió en la sala principal.
La luz brilló con una incandescencia cansada, como aburrida. Cerró la puerta de calle y fue hacia la cocina. Allí, sobre la mesa de madera enchapada que le parecía la superficie más limpia, apoyó el bolso, el abrigo y las llaves. Abrió la ventana que miraba al desolado patio interno, un rectángulo de tierra reseca y un árbol falto de atención y ramas raquíticas lo miraron.
La habitación principal seguía como la recordaba. La pinotea del piso crujía con furia al sentir su peso mientras revisaba una vez más los cajones de la mesa de luz, el placard donde todavía colgaban algunos sacos y otras prendas ―revisó todos bolsillos otra vez―, y miraba debajo de la cama. Los veladores que tanto le gustaban se los había llevado años atrás, ya no los tenía consigo, se habían perdido en alguna mudanza o en una de sus tantas rupturas, mejor no recordarlos.
En el escritorio, la oficina, la sala de estudios o de juegos que separaba ambas habitaciones, tampoco nada había cambiado. Sobre los estantes apenas quedaban unos adornos de otra época, viejos recuerdos de vacaciones vividas quizá con alegría. Miró todo muy rápido, antes de que sus ojos se empañaran al detenerse particularmente en alguno de ellos. Tomó dos, tres, tal vez cuatro, antes de salir sin mirar atrás.
La habitación más pequeña, la que mejor conocía, estaba más vacía aun. La miró desde el umbral; el placard abierto parecía una boca desdentada eternizada en una mueca de sonrisa, de dolor o de incredulidad. La cortina de la ventana se había caído sin que tuviera la fuerza de voluntad suficiente para volver a colocarla. Hoy tampoco lo haría. Allí se quedaría.
El entablonado del suelo de la sala también crujía, aunque un poco menos, como lo rezongos de un viejo cansado de quejarse y que nadie lo escuchara. Miró la biblioteca casi por completo vacía, tomó algunos de los libros que aún quedaban pensando que podría venderlos como hiciera con los demás, como hizo con la colección de figuras decorativas de su madre, los sombreros de fieltro, el álbum de estampillas de principios del siglo pasado que de chico no podía tocar y solo le permitían mirar desde lejos, y esa figura de alabastro que nunca supo por qué estaba en ese estante entre esos libros forrados de negro escritos en otro idioma, todos apoyados sobre la falsa chimenea junto a la puerta imposible de disimular el sótano.
Pensó en el sótano, en el contra suelo de cemento sin terminar que conocía mucho mejor que al resto de las habitaciones, incluso la que fuera suya, recordó las veces en las que había subido y bajado esos escalones de madera mal clavados. Recordó los golpes recibidos allí abajo, golpes que entre la humedad y el silencio sonaban más secos, más duros, más definitivos. Recordó como siempre existía una justificación para esos castigos, cualquier acción suya era excusa suficiente, lo sabía muy bien. Tembló al descubrirse extendiendo la mano hacia el picaporte de esa puerta, como si quisiera abrirla al igual que hiciera con las otras.
Desvió su mano e intentó tomar un florero que estaba sobre la falsa chimenea, pero este se le resbaló y terminó cayendo contra el entablonado rompiéndose en infinitos fragmentos, repitiendo infinitas veces el ruido de la caída, que se escuchó en toda la casa, como sin dudas también se escuchaban aquellos otros golpes, aun con la puerta cerrada. El estruendo removió algo en su interior, algo tan profundo como los recuerdos de aquel sótano. Corrió hacia la cocina, cerró el bolso, levantó su abrigo y huyó sin preocuparse por apagar las luces que quedaban a su paso.
En el más que diminuto jardín delantero escondió la llave nuevamente debajo del trozo más grande de laja, cerca de la canilla de la que no salía ni una gota de agua, y salió a la vereda. Las piernas, no, el cuerpo entero, no, incluso su memoria, temblaban, tanto como temblaría mañana la casa cuando comenzara, por fin, la tantas veces propuesta pero ahora sí definitiva, demolición.
Esta foto es mía, sacada en abril de 2017
pasean por las calles internas del barrio.
En la actualidad, esas paredes ya no existen.
Inicio del Espacio Publicitario:
En el N° 82 de la Revista Digital El Narratorio se ha publicado el relato: El vecino de arriba
En la Revista Palabras Amarillas se ha publicado el cuento: Temporada de conquistas
Pueden pasar a leerlos cuando gusten.
Fin del Espacio Publicitario.
22 comentarios:
Los queramos o no, ciertos recuerdos nos acompañan toda la vida, lamentablemente.
Saludos,
J.
Me dio la impresión de que se trataba de una venganza. Contra el pasado y la casa.
Saludos, colega demiurgo.
Que tengas felices fiestas.
Un venganza, sí puede ser. No lo había pensado, pero es posible. El ser humano es muy vengativo, incluso contra sí mismo.
Saludos,
J.
Ver desaparecer la casa de tus desgracias puede calmar cierto desasosiego al recordar su paso por ella.
Saludos.
Rompió el jarrón un día antes de lo que tenía destinado. Aunque fue homicidio involuntario y no asesinato, debió bajar a por su castigo; él sabe que lo merecía.
Aunque quizás no,; hubiera muerto de humedad y dolor viejo. Y debería haberse llevado la llave, o no haber vuelto a ña casa. Quizás solo debería haber vuelto coger la llave y marcharse, sin entrar.
De niño me encantaban las casas abandonadas; aún me gustan, pero ya no me atrevería a entrar a "inspeccionar" , como decíamos..
Abrazoo
Feliz Navidad
Puede ser que las casas en donde uno se crio y paso infancia y adolescensia influyan grandemente en las decisiones que uno toma en la vida.
Esas casas se vuelven parte de uno y uno de ellas.
Y hay gente que queda atada con un grueso cordon umbilical invisible a esas casas.
Ahora si alli uno sufrio.... si, creo la demolicion es lo unico que queda para al menos salvar la salud mental.
Una despedida particular...
Excelentísimo relato.
Un saludo!
Felices Fiestas
Beso
Mucha
Los recuerdos de ciertos acontecimientos en la vida, sobretodo, los sucedidos en nuestra niñez nos acompañan de por vida. Se pueden ocultar, maquillar, pensar que se han logrado olvidar, pero no, siempre están.
Pienso que la casa no era la culpable, le correspondió ser una espectadora muda y silente de todos los hechos sucedidos. La imagino como una gran agenda que fue registrando en sus paredes todo lo vivido. Lamentablemente -como muchas veces en la vida-, pagan justos por pecadores. Su derrumbe jamás borrará los crueles castigos sufridos en aquella casa pero, tal vez, si la hubiera modificado, renovado habría podido extirpar el dolor con amor.
Muy buen relato José y, felices fiestas.
Abrazos
Nada permanece.
Bien contada la historia. Los recuerdos siempre permanecen aunque desaparezca todo lo demás.
Un saludo José
Puri
Eso lo tengo claro, que los recuerdos van con nosotros. Un par de veces volví mis pasos y aunque la casa cambió; yo seguí viéndola exactamente igual que antaño.
La fotografía es estupenda, me gustó mucho, al igual que tu relato, pero eso ya lo sabes
Un abrazo, José
José:;
no guardaba buenos recuerdos de aquella casa, no.
Salu2.
Una entrada... demoledora... Pero además muy bien escrita, como siempre
Que tengas un 2023 tan feliz y alegre como mereces y que siempre tengas salud, paz y amor en tu vida
Paz
Isaac
A veces algo insignificante detona más que recuerdos. Me has recordado una pequeña parte de mi infancia. Muy bueno, como siempre.
Abrazos y lo mejor para el año que comenzará.
Esa memoria del sótano y los golpes recibidos, sea quizás el recuerdo que más pesa, para que ya no le importara la casa y su caída. Un abrazo. Carlos
Los recuerdos solo sirven para hacernos daño: Los buenos porque son tiempos que pasaron, que ya no volverán; y los malos porque también pasaron, ocurrieron, y ya no podemos reaccionar. La vida se vive hacia delante.
SAludos.
A veces que todo se derrumbe es un nuevo comienzo. Un abrazo.
La caída de la casa es la perfecta analogía del cambio, para bien o para mal, es difícil observarse, pero puede ser aliviador, como un mal año que termina.
Saludos, José.
Hay rincones asociados a nuestro pasado que tienen cualidades casi sagradas y por lo tanto romper su hechizo es como un atentado impío a la integridad de nuestros recuerdos.
Magnifico relato.
Saludos
Había visto la foto en tu red asocial (¿disocial?), tan buena que da para inspirar relatos.
Supongo que hay demoliciones programadas y otras sorpresivas.
Abrazos, herr
Publicar un comentario