Llevaban horas arrastrándose entre el barro, las hojas y los restos de la última tormenta otoñal, asegurándose de no hacer el menor ruido, de no anunciar su presencia. Esos árboles eran la protección final del sitio más sagrado de la tribu. Ella, que lo sabía, ansiaba ser la primera mujer occidental en pisar ese suelo, en conocer las respuestas a las incógnitas, en desvelar el secreto.
Su guía un joven de la tribu, lo suficientemente joven como para no saber que debía desconfiar de quienes llegan de lejos, pero también lo suficientemente hombre como para dejarse convencer con facilidad por una mujer, la conducía a través de la oscuridad de la noche como si él sí pudiera ver algo más que sombras.
El último gran árbol del conjunto, un cinamomo centenario que se mantenía extrañamente frondoso en esa época del año, los ocultaba debajo de sus ramas. El joven nativo señaló en silencio unas rocas que disimulaban la entrada hacia el interior de la montaña, hizo un par de gestos que la mujer no supo interpretar y luego le palmeó con fuerza las caderas. Como se palmean las ancas de una yegua antes de montarla, pensó la mujer con desagrado. Pedía su recompensa. El joven acercó su rostro al de la mujer, tanto que ella pudo sentir el aliento fétido, casi pútrido por la carne cruda mal digerida. No estaba segura de qué era lo que le desagradaba más, si ese aroma penetrando su nariz o la mano insistente.
―La traición se paga con sangre ―murmuró.
El joven no comprendió sus palabras, pero sí los gestos. La mujer le entregó una pequeña medicina, como la usaban los otros hombres blancos, y le indicó que la tragara. No lo dudó. La colocó sobre su lengua sonriendo. Sonrió aún más cuando la mujer le cubrió la boca con ambas manos obligándole a tragar aquella cosa que ardía, que quemaba, que se llevaba su vida al otro lado de la gran puerta.
La mujer recostó el cuerpo del joven sobre el tronco del árbol, se limpió los restos de saliva lo mejor que pudo sin contar con agua ni alcohol en gel. Acuclillada en la oscuridad, esperó unos instantes para asegurarse que no se escuchaba nada, sus acciones no parecían haber sido descubiertas. Cuando se sintió segura, avanzó hacia las rocas señaladas y solo al encontrarse del otro lado de ellas, ya en la entrada de la caverna, encendió la linterna.
―Los que nunca descansan ―Descifró en los toscos caracteres de la región―. No, no es descansan. ¿Yacen? Tampoco, tal vez sea duermen. Sí… Creo que es eso. Los que nunca duermen ―dijo convencida―. Vamos a descubrir cuál es el mayor fetiche de la tribu, escribir un artículo, tal vez una tesis doctoral, y luego esperaré el reconocimiento por haber encontrado las respuestas allí donde tantos otros fracasaran antes. Todo por el bien de la ciencia, claro, y el de mi carrera.
Iluminó la parte más cercana del interior de la caverna y vio tres urnas cinerarias comunes, sin ningún tipo de decoración, sin nada que las hiciera destacarse, simples rocas mal trabajadas por manos inexpertas.
―Tal vez se encuentre un poco más adentro. Tendré que esperar a que salga el sol para tomar fotografías.
Avanzó hacia las urnas sin mirar a los lados, donde las sombras y los reflejos de la linterna se confundían haciéndole ver que allí dentro había nativos y otros exploradores caminando en la misma dirección, con expresiones de miedo, pavor, terror y gestos cercanos a la desesperación. Sabía que no había nadie, sabía que allí estaba sola, se había asegurado de ello antes de entrar. Ella sería la primera extranjera en pisar ese rincón sagrado, la primera y la única en llegar tan lejos. Caminó con determinación mirando las tres urnas. Continuó avanzando porque, a pesar del cansancio que comenzaba a sentir en sus piernas, las urnas en lugar de acercarse parecían mantenerse siempre a la misma distancia.
―No puede ser ―Un dejo de miedo se arrastró con sus palabras―. ¿Qué sucede?
El reflejo del amanecer creció a su espalda mientras no dejaba de caminar, sin pensar en detenerse porque no podía hacerlo aunque así lo quisiera. Ya estaba allí, debía descubrir los secretos de aquellos que nunca duermen.
Llegó la noche y ella continuaba caminando.
Llegó un nuevo día y trajo algo cercano al miedo.
Llegaron el invierno y la primavera.
Llegó el verano y la lluvia, ya no sentía miedo, sino pavor.
Siguieron pasando los días.
Y las noches, en las que el pavor dio paso al terror.
No podía descansar, no podía detenerse. No podía dejar de caminar. No podía descansar. Era tanta su desesperación que nada podía hacer, ni tan siquiera dormir.
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Inicio del Espacio Publicitario: En el número 78 de la Revista Digital El Narratorio ha sido publicado el relato: Gemelos.
Pueden pasar a leerlo.
Fin del Espacio Publicitario.
20 comentarios:
Se fondo suena la melodía que indica misterio en toda película de bajo presupuesto...
Saludos,
J.
Empecé a sospechar que ella terminaría mal, sobre todo cuando liquidó a su guía, que tenía claras intenciones. Y que ella se arrepentiría tanto como para desear haber accedido.
Que lo que pasaría sería algo morboso, destructor, como lo que le pasan a las rubias atractivas, en películas de terror sin límites de censura.
Fue algo más sutil, aunque terrible para ella. Que recuerda los planteos de Zenón de Elea sobre la negación del movimiento, que no es posible llegar a un lugar, porque antes de completar el recorrido hay llegar a la mitad, antes a la mitad de la mitad y así infinitamente.
Me gusta tu sugerencia de música de fondo.
Saludos, colega demiurgo.
Las películas clase b son una gran fuente de inspiración.
También es claro que las rubias atractivas "merecen" finales como estos.
Siempre es interesante recordar la paradoja de Zenón.
Saludos!
J.
Genial relato manejas muy bien el suspenso. al fina ella pagara por su osadía, te mando un beso.
Bueno, había una clara advertencia que pasó de largo, la visión es espectacular.
Un relato muy bueno, José, como siempre
Abrazo
Una historia inquietante muy bien contada hasta parece oírse la música de fondo. Mejor que muchas películas de serie B. Me ha recordado a sus historias de cómic de Creepy.
Por lo leído, va a necesitar mucha paciencia para salir de allí. Pero es lo que pasa cuando las cosas se hacen por el bien de la ciencia.
Ser pionera tiene ciertos peligros por muy valiente que se sea para afrontar sola lo desconocido en honor de la gran verdad que te hará importante. A veces la maldición que te castiga es una venganza de la propia mente insatisfecha con tu comportamiento.
Saludos
Siempre he sentido desconfianza de ruinas y tumbas milenarias:
Parece ser que en la antiguedad no les gustaba que la gente visitara a los muertos, y ponen maldiciones.
Todo explorador debe saber que hay muchas trampas, fisicas y misticas en esos lugares.
Ahora bien este relato esta contada por una occidental, que se ponen como los que descubren el mundo, pero ya los chinos comienzan a llenar el vacio, ahora pues vendra una china a explorar tambien el lugar, pero conciente del peligro y usara otros metodos....
supongo tambien fallara.
Una tortura y una venganza tan sutil que supera a la de la muerte...
EXCELENTE!
Un saludo
Por el bien de la ciencia se han hecho y, aceptado situaciones cercanas a sobrepasar la línea de la ética. Ser el primero exige un pago y este generalmente es la vida. Las antiguas civilizaciones sabían proteger sus cimientos y, siempre se rodeaban de un aura de maleficios y cosas similares. Ella leyó el mensaje “los que nunca descansan”, pero no comprendió que era dirigido justamente a aquellos que intentaban cruzar su entrada.
Muy buen cuento José.
Un abrazo
Espléndido relato, nos sumerjes en el relato.
Besos.
Amapola Azzul.
No poder dormir es sinónimo de infierno, la verdad. Podemos decir que "la curiosidad mató al gato"...
Saludos
Boa tarde de segunda-feira meu querido amigo José.
Un texto narrado como lo haces siempre, todo pasa y todo deja algunas cosas sin resolver en la ciencia.
Abrazo
DEja pensando como lección que, el intruso en otra cultura para fines de éxito, recibe su castigo. Un abrazo. Carlos
Ella se sumó a quienes no duermen nunca
Muy interesante
Abrazos
He escuchado esa melodía desde el principio hasta el final. Un abrazo.
Boa tarde de sexta-feira meu amigo José. Aproveito para desejar um bom final de semana.
En momentos así, solo se puede... caminar (entra música de BeeGees)
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