domingo, 31 de octubre de 2021

Museo

Al volver del trabajo pasaba cada tarde por el mismo lugar con el ómnibus. Llevaba años haciendo el mismo trayecto, unos meses después de la última mudanza y desde que descubriera que resultaba más rápido regresar por allí que repetir a la inversa el camino de la mañana. Tal vez las primeras veces no lo vio, o lo vio sin verlo, como se mira cuando vemos lo que se encuentra del otro lado de una ventana en movimiento: colores, formas, carteles, palabras sueltas y sin identificación. Cuando logró unir todas esas cosas, las palabras, los carteles, las formas y los colores ya no fue capaz de evitar mirarlo desde que quedaba a la vista, luego de la curva de la avenida, hasta que desaparecía oculto detrás del edificio gris e impersonal de una concesionaria de autos usados.
    Aunque lo vía cinco días a la semana, no era una obsesión, esa imagen no lo perseguía a toda hora, en cada lugar al que iba, ni ocupaba cada vez más espacio en su pensamiento, el cartel, los colores, las formas, no lo atraían por separado, era el conjunto quien lograba en cierta forma hacerlo. Pero sólo en esos breves instantes que demoraba el ómnibus en atravesar ese punto del trayecto, luego no volvía a pensar en él hasta ese mismo momento exacto del día siguiente. Tampoco buscó información, reseñas ni comentarios en los lugares habituales, no le preguntó a nadie sobre ese lugar, sino que continúo con su vida como si aquello no hiciera ninguna diferencia, como la piedra que continúa en su lugar en del lecho del río sin importarle cuánta agua la golpee, hasta que un día tan similar a cualquier otro, el agua por fin logra quitarla del medio.
    Pero no fue una roca lo que se interpuso en el fluir vespertino del ómnibus, sino un accidente en medio del camino, un atasco que demoraría horas en solucionarse y el tránsito degenerando en un caos más allá del habitual. Cuando despegó los ojos del libro de poemas exotéricos que llevaba días intentando descifrar, notó que se encontraban detenidos un poco antes de la curva de la avenida y que, de no haber sido por el atasco, en el momento justo en que levantó la mirada del libro, aquel lugar tan extraño, llamativamente fácil de superar, estaría frente a sus ojos.
    El conductor dijo algo cuando abrió la puerta e invitó a descender a los pasajeros que no quisieran esperar a que el tránsito se normalizara. Él, dijo el conductor, no tenía permitido desviarse del trayecto bajo ninguna excusa, por lo que tendría que esperar.
    Guardó entonces el libro en el morral de cuero orgánico no violentado y descendió del ómnibus. Aunque no estaba acostumbrado a caminar por esa zona no era el único que lo hacía, tal vez tampoco era el único que lo hacía por primera vez. Caminó en la misma dirección en que debería de haber avanzado el ómnibus, como estaba a pie fue necesario acercarse un poco más antes de distinguir la construcción, el cartel, los colores. Pero allí estaban.
    Con pasos vacilantes se acercó al cartel de madera pintada rozando con los dedos el extremo de la cuarta y última palabra antes de subir los tres pequeños escalones y llegar hasta la doble puerta de vidrios ahumados. Primero intentó empujar la puerta, luego intentó tirar de ella hasta notar el trozo de papel descolorido y casi borrado por infinitos soles, pegado del lado interior del vidrio apenas destacándose entre tanta oscuridad: Cerrado permanentemente.
    Bajó los escalones, regresó al cartel para mirarlo una vez más, volvió a mirar la puerta cerrada y luego el resto del edificio que, desde cerca, no parecía tan llamativo, los colores no eran vivos ni llamaban tanto la atención y el abandono era evidente para cualquiera que no pasara fugazmente frente al él, dentro de un ómnibus que nunca se detenía allí. Miró el cartel una vez más convenciéndose de que aquella sería la última y, luego de un instante entre infinito e infinitesimal, se alejó del Museo de la Felicidad.

13 comentarios:

José A. García dijo...

Cosas que pasan, dicen. A algunos más seguido que a otros.

Saludos,
J.

Jose Casagrande dijo...

Excelente sitio, un enigma que solo es revelado al final de la historia, me dio curiosidad también si estos sitios aparecen de diferentes formas para cada uno. Es posible que haya uno de esos museos como tantas personas hay en el mundo

Luiz Gomes dijo...

Boa tarde José. Parabéns pelo seu trabalho e texto.

mariarosa dijo...

Hubiera sido interesante conocerlo por dentro, ver que guardaba en su interior, aquel museo tan misterioso.
Original muestra de arte en un relato.

mariarosa

Beauséant dijo...

Sospecho que puede ser cierto, la felicidad aparece cuando dejas de buscarla, pero debes buscar en primer lugar para que aparezca...

Y, cuando aparece, nunca se queda mucho tiempo en el mismo sitio...

Yo encontré una vez ese museo, pero ya estaba cerrado ;)

Amapola Azzul dijo...

Espectacular el relato.

Besos.

Tinta en las olas dijo...

Que pena que estuviese cerrado, posiblemente algún día vuelva a abrir. Me quedé con la intriga y seguro que él también. Un abrazo.

eli mendez dijo...

Y es que la felicidad puede estar en lugares impensados, puede parecer descolorida si no vamos muy atentos, puede que ni nos demos cuenta que está frente a nosotros y que cuando nos disponemos a poseerla , ya no esté disponible.
Un gran relato con sus interrogantes , entre la ficcion y la realidad en la que nos vamos sumergiendo a medida que avanzamos en la lectura. Siempre tu espacio u lugar diferente donde es muy grato llegar y ver con que nos encontramos. un abrazo!!!

SÓLO EL AMOR ES REAL dijo...

Siempre tus escritos con ese toque de genialidad

Paz

Isaac

miquel zueras dijo...

Un lugar muy atractivo ese Museo de la Felicidad. Yo le habría añadido lo de "Entrada no para cualquiera. Solo para locos", como aquel Teatro mágico de 2El lobo estepario".
Saludos!
Borgo.

gla. dijo...

Me encantó el final
No había imaginado
Abrazos

Frodo dijo...

Como aquella vez que Homero tenía que ir a ver a Rambo en el centro comercial.

A veces la persecución de la cosa, es la cosa.

Abrazo Herr.
Buen fin de semana, que no se le escape!

Carlos Augusto Pereyra Martínez dijo...

Bueno, no son obsesiones, hay objetos, casas, calles que nos ponen su magia y no podemos sustraernos a su encanto: es que nos hacen felices. Un abrazo. Carlos