domingo, 1 de marzo de 2020

Familia - Sean eternos los 90s que supimos conseguir


En 1998, por fin terminé la escuela primaria después de nueve largos años, varios parches en el medio, intentos de reformas y nuevos problemas para ocultar la ausencia de verdadero aprendizaje. Luego de la primaria, en ese entonces denominada EGB, venía el Polimodal (nombre ridículo, lo sé), que era una versión resumida de la anterior secundaria a partir de la cual, en teoría, se debían completar los estudios y salir de allí desprovisto de cualquier competencia necesaria para continuar en la universidad.
            En principio, Polimodal significaba que existían diferentes modalidades de estudios, es decir, especializaciones, al igual que las que existían en la antigua secundaria. Dentro de esas modalidades debía seleccionar una, y solamente una, para estudiar materias específicas y diferentes a las de las otras modalidades. Situación que tornaba tu formación en algo totalmente obsoleto si luego preferías estudiar otra cosa que no se relacionada con ese modalidad. De entre las opciones presentes en la escuela en la que realicé la primaria, elegí ser Técnico Electromecánico.
Eso significa que en algún momento de esos tres años aprendí algo relacionado con la electricidad y con máquinas. ¿Qué fue lo que aprendí? Ese casillero quedará vacío, o sin rellenar, porque ignoro qué colocar allí. Mi título secundario dice una cosa, mi experiencia dice otra, y son sumamente diferentes. Para empeorar la situación, formaba parte de uno de los pocos cursos del colegio en el que éramos todos varones; ni siquiera por error se había inscripto una mujer en él.
            Podría quedarme en la postura fácil y criticar el sistema educativo, a la casta política, al universo, a los caballeros del zodíaco o a los guardianes de la galaxia como medio para justificar lo que sucedió. O bien podría continuar adelante y retomar lo que dije en la entrada anterior de que, luego de tantas lecturas (algunas de las cuales ni merecen la pena ser numeradas), comencé a escribir.
Eran finales de 1999, es decir, finales del primer año de Polimodal; como no podía ser de otro modo con apenas 16 años, caí en la tentación de intentar mis primeros versos. Porque sí, porque lo primero que escribí fueron poesías, versos sueltos, ejercicios para la escuela que se presentaban como demasiado fáciles luego de tantas lecturas.
Tras esos primeros olvidados (y olvidables) versos, continué intentando colocar palabra tras palabra hasta que, en algún momento del 2001 me atreví a mis primeros cuentos. Eran apenas unos pocos párrafos o unas pocas páginas al principio, pero luego se comenzaron a extenderse más y más. Sabía que no era el único en la escuela que pretendía escribir; pero en ese momento era algo que me tenía sin cuidado; esa escritura  era algo por completo mío, que no compartía con nadie más que con mi silencio, tan sólo quería escribir y nada más. La búsqueda de lecturas ajenas a mí mismo comenzaría un poco después, y no acabaría nunca.
            De esa misma época, lo que quisiera olvidar, son, como no podía ser de otro modo, los fracasos en algo que marca la adolescencia de todo el mundo. Estoy hablando, claro, de los fracasos amorosos. ¿Existen de otro tipo a esa edad? Porque fallar en un examen no es un fracaso, es una mala experiencia y ya; en cambio en ese supuesto amor adolescente sobrecargado de ardor y hormonas, todo es sufrimiento, todo es dolor, todo es pérdida definitiva y desdichado interés mal dirigido.
            Es una suerte que la adolescencia, al igual que la infancia, tenga un punto final definitivo. Aún cuando muchos lo nieguen y sostengan que la adolescencia es un estado de la mente y puede extenderse hasta el infinito, desde los doce años hasta la tumba, o más, de ser posible, la adolescencia se termina. Ya sea antes o después, se termina. Luego podemos pretender olvidarla.
            Como si se tratara de un reloj, de un cronómetro, o del efecto psicológico del clima, cada año me deslumbró una mujer diferente otra estudiante, porque el colegio tenía también la orientación de economía y gestión, donde todas las chicas de la primaria se habían anotado sin dudarlo. Como no podía ser de otro modo, las tres oportunidades acabaron en fracaso. Nunca supe cómo hacer que algo semejante funcione (tampoco sé hacerlo hoy en día, pero ese es otro asunto). Pero si con los años uno se acostumbra a fallar como si fuera parte del propio sentido de la vida, las primeras veces en que eso ocurre, son las que más se sufren. Las que más se recuerdan resultan ser también las que más duelen. Es como caerse de la bicicleta, es doloroso hasta que aprendemos a poner el cuerpo, entonces no dejamos de caer, pero lo hacemos mejor que antes.
            Tres intentos con algunos detalles idénticos y otros un poco más específicos, dependiendo en parte de mi experiencia anterior y de la otra persona. Pero tres intentos que acabaron del mismo modo, de la misma manera, sin haber tenido la menor oportunidad de volverse una opción viable.
Claro que esto lo digo desde el presente, en ese momento esperaba que fuera de una manera diferente. Muy diferente, como si se escondiera en esas posibilidades de triunfo, la clave para acceder a la felicidad que no veía posible encontrar en ningún otro lado.
            Estos deslumbramientos comenzaban en otoño y ni siquiera lograban superar la barrera de la primavera, todo se desmoronaba mucho antes sin que supiera qué cara continuar yendo a la escuela. Era una suerte, en el único caso en que puedo sostener algo semejante, que el edificio fuera lo suficientemente grande como para evitar, en los recreos, evitar el ridículo de cruzarme con ciertas personas. Pero ni siquiera e ese modo fue fácil sobrevivir. Mucho menos teniendo en cuenta la fuerte presión que pesa sobre los adolescentes para demostrar, de manera constante, su hombría, su valía, su destreza y dureza frente a los demás. Presión que se magnifica si, para completar el cuadro, en cada año aumentan la graduación de los lentes y cada vez se ve un poco menos.
            Así y todo, en algún momento del último año algo se activó en mi cabeza, me di cuenta de lo que hacía, por qué lo hacía, qué pretendía demostrar y que, en definitiva, casi todo lo que hacía era por inercia, o presión externa y no por interés o motivación personal. Los últimos meses, sabiendo eso, pude comenzar a despedirme del terrible mundillo de la secundaria y mis fracasos esperando la llegada de las posibilidades de éxito que me esperaban del otro lado de los muros de la escuela con un título secundario en la mano, muchas esperanzas y expectativas en alza en la posibilidad de conquistar al mundo. Metafóricamente hablando, en algún momento.
Despedida que para mucha gente que conozco resulta ser sumamente dolorosa, complicada y de difícil cumplimiento; pero que, en mi caso, fue una de las cosas más sencilla que he llevado adelante. Una de las pocas etapas de mi vida que se cerró y que nunca más volvería a abrirse, aunque continuara influenciando en mis acciones, volver sobre ella carecía de sentido.
Se abría un mundo de oportunidades, algo que suena a eslogan de publicidad mediocre; pero incluso ese tipo de frases tiene algún contacto con la realidad en, por supuesto, muy pocas oportunidades.
Claro que no contaba con el hecho de estar terminando mi educación media, y como suele decirse formal, en el mes de diciembre de 2001.


Aclaración: En Buenos Aires existe la costumbre de realizar un viaje final de la escuela secundaria a Bariloche, un destino turístico del sur del país donde hay nieve un montón de cosas que no hay en Buenos Aires. La costumbre incluye volver con este tipo de fotos. Fiel a mi propia costumbre, no sólo no tengo una de estas fotos colgando en ninguna pared de mi casa, sino que ni siquiera acepté realizar ese viaje

15 comentarios:

José A. García dijo...

Las cosas siempre se tornan confusas cuanto más nos acercamos al presente...

Nos leemos,

J.

Pd. Estamos llegando al final.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Los fracasos amorosos son algo para recordar.
Y pueden ser parte de la experiencia de un escritor, tanto como los éxitos.
Saludos, colega demiurgo.

ოᕱᏒᎥꂅ dijo...

aquí, en España, también tuvimos EGB, y déjame decirte que fue infinitamente más y mejor que esto que tenemos ahora...
el paso de la niñez a la adolescencia es muy difícil, a veces casi traumática, y si hablamos de la incursión al mundo laboral.....
besos.

José A. García dijo...

Demiurgo: Pero hay que saber reconocer un éxito luego de tantos fracasos, luego veremos qué se puede hacer con él.

Marie: Sí, la EGB de España se aplicó idéntica en Argentina, fracasando rotundamente, como ya se sabía que lo haría.

Saludos a ambos!

J.

Cayetano dijo...

Esa década me pilló ya siendo profesor aquí en España. Y sí, la EGB no fue todo lo buena que podría haber sido, pero aquel sistema (EGB, BUP y COU) era infinitamente mejor que la porquería en forma de Plan de Educación que nos vino después, con la Secundaria y el Bachillerato. De hecho, los alumnos de ahora cada vez saben menos y desconocen lo más elemental de cultura general. Cada vez peor.
Un saludo.

Tot Barcelona dijo...

Con CAYETANO.
Esto es un despropósito. En los años 60, para ingresar al bachillerato elemental (cuatro años), te examinabas a los 9/10 años y se te exigía aparte de problemas de regla de tres, la raíz cuadrada, divisiones por cinco cifras y no cometer más de tres faltas de ortografía (acentos incluidos) en la redacción ni en el dictado.
Hoy han alargado los estudios porque no hay donde poner a trabajar a la juventud, así de sencillo.
salut

Guillermo Castillo dijo...

Sin duda, una saga familiar inconmensurable.
Saludo amigo.

Luis dijo...

Muy buen relato, José. No olvidemos además que la verdadera educación empieza cuando terminamos la educación formal. Un abrazo,
L.

Doctor Krapp dijo...

La adolescencia es un cruce de caminos y un cruce de sensaciones, si además en su fase primera te obligan a elegir un camino académico vinculado a una salida profesional específica sin el debido conocimiento y la experiencia, se puede anticipar una probable sensación de fracaso.
Afortunadamente en las cuestiones sentimentales las personas tenemos una mayor autonomía y aprendemos de la experiencia y del fracaso.

Saludos

Ana Manotas Cascos dijo...

Estupendo relato, aquí también la EGB fue un fracaso. Un fuerte abrazo.

Carlos Augusto Pereyra Martínez dijo...

En medio del escepticismo y los fracasos amorosos de esta entrada, como el aumento de graduación de los lentes, hay un humor mordaz que agrada, y que uno siente, que te saca adelante en tus tropiezos. U n abrazo colombiano. Carlos

Frodo dijo...

Ud no sólo es diabólico, sino que además es un verdadero renegado. Me gusta su actitud. Creo yo que usted aprendió lo más importante en su secundaria (tal vez no en ese momento, pero era la semilla)... el amor por el arte, por la literatura.
Después de eso, despues puede viajar a Bariloche con compañeros inventados o aprender electrotécnica

Abrazo!

Miguel Angel Morata dijo...

Te aplaudo.
Excelente escrito...

José A. García dijo...

Cayetano: Es la lógica de la educación post-Guerra Fría, que la gente sepa y comprenda cada vez menos.

Tot Barcelona: Trabajo, trabajo… Esa palabra me suena de algún lado…

Guillermo Castillo: Gracias, ya se acerca el final.

Julio David: Toda elección es, en realidad, una simple opción que otros han pensado antes por ti.

Luis: Es cierto, uno nunca deja de aprender, aunque así lo parezca. Gracias por la visita y el comentario.

Dr. Krapp: El fracaso, que no el éxito, es el mejor maestro. O eso dicen.

Ana Manotas Cascos: Por aquí también lo fue.

Carlos Augusto: Si no hay humor que no haya nada. Aunque cada vez las palabras ofenden más…

Frodo: Sigo sin conocer Bariloche, y me vanaglorio de eso. Sí, señor.

Miguel Ángel Morata: Gracias por tu comentario.

Gracias a tod@s, nos leemos,

J.

la MaLquEridA dijo...

Algún día serás reconocido como un gran escritor. Para entonces habrás dejado de escribir como antes de ser famoso.

Deseo que se te cumpla lo que deseas.


Un abrazo