domingo, 16 de febrero de 2020

Familia – Una infancia promedio – Continuación


La gloriosa década de 1990, cuando clarividente casta política nacional creyó que era buen momento para reformar, reformular, destruir, arruinar, modificar, achicar, acondicionar, minimizar, vender, rifar, regalar, o el verbo que fuera que usaran para referirse al proceso a través del cual, decían, suponían, creían, pensaban, que se saldría de la crisis económica de 1989. Crisis creada por ellos mismos, orquestado de tal forma en que sufrieran los mismos de siempre y se beneficiaran, claro, quienes siempre lo hacían. La estructura burocrática del sistema estatal se mantuvo, con pequeñas modificaciones, para justificar su existencia, sus defectos y el por qué de que debíamos continuar pagando impuestos.
            Fue, también, la década en que atravesé la escuela primaria. Pero, cuando llegué a séptimo grado, el punto final de la misma hasta ese momento, la casta política no tuvo mejor idea que decidir que la primaria debería durar dos años más, sumando un total de nueve años; reduciendo la escuela secundaria a tres años. A modo de opinión personal, basada puramente en mi experiencia, pero esa ley de educación sirvió para hacer más daño que cualquier otra cosa, arruinó más de lo que (nunca) pretendió construir.
            Pero no quiero adelantarme en el relato; durante la primaria sucedieron otras cosas también.
            En esos años tuve la ilusión de que podría aprender a dibujar, pintar, hacer algo artístico, algo que se relacionara con los colores, las formas, las dimensiones; convencí a mi madre de que iría a todas las clases, que nunca faltaría a ninguna clase ni me quejaría por tener que ir. Y así fue.
Mantuve esa ilusión por casi tres años, creyendo que podría hacerlo, que era capaz de dibujar y tenía la posibilidad de convertirme en un próximo gran artista nacional (ignoraba si había habido alguno hasta ese momento, pero creía firmemente que sería quien lo reemplazara). Hasta que me choqué la realidad de que puedo conocer la técnica y la forma, los detalles plásticos y un millar de otras cuestiones similares que forman parte del conocimiento de un artista, pero había algo que nunca superaría: mi incapacidad para crear.
Podía copiar una imagen, verla en mi cabeza, describirla, pero nunca pude, nunca fui capaz de crear esa misma imagen de la nada. En la práctica nunca resultaba del modo en que lo esperaba.
            Algo fallaba. Tres años demoré en darme que perdía el tiempo, que era incapaz de continuar progresando. Ya había aprendido lo que podía aprender. Hubiera podido seguir engañándome, pero ¿qué sentido tenía? Ninguno. Ni para mí ni para nadie. Ese tiempo, esa energía, esa habilidad para aprender hasta el punto en que ya no podía continuar, podría utilizarla en algo más, algo diferente, algo nuevo.
            Breve, intensa, fugaz, satisfactoria, fue mi experiencia con la pintura. Había encontrado allí uno de mis límites, uno que continúo siendo incapaz de superar. Ya ni siquiera recuerdo cómo sostener correctamente un pincel, cómo trabajar con óleos, así como otras cosas que aprendiera en su momento que hoy forman parte de la nebulosa de lo que alguna vez supero pero ya no estoy tan seguro.
            Al momento de abandonar las clases de dibujo comenzó una tradición que me acompañaría hasta la actualidad. Puede ser que haya sido mera casualidad, cosa que dudo, pero una vez que deje de asistir a esas clases, perdí el contacto con todas y cada una de las personas que formaban parte del taller. Si volví a verlas en la calle nunca me percaté; había olvidado sus nombres, el aspecto que tenían y no sabría decir de dónde es que conozco a esa persona que se detiene para saludarme y que sí parece conocerme. Es algo que puede resultar molesto y útil al mismo tiempo.
            Era apenas un púber (palabra horrenda de las que existen en español) cuando debía comenzar a buscar algo más con lo que pasar el tiempo en el que no me encontraba obligado a estar en la escuela. Y eso que las ocupaciones normales de los niños de mi edad, nunca habían resultado de mi interés. ¿Qué hacer entonces?
            Debía buscar algo más en lo que ocupar mi tiempo o acabaría mirando la televisión todo el día, sin exagerar, porque era algo que ya había hecho antes y que sabía que acabaría por repetirse. Me recostaba frente a ese aparato, sin importar si es de día o de noche y lo miraba hipnotizado por el brillo de la pantalla como si la vida se fuera en saber lo que sucedía a continuación. En los 90s era perder horas, días, frente a la televisión; en la década siguiente la computadora ocupó su lugar como pantalla omnisciente para conocer el mundo; hoy lo hace el teléfono móvil. Pero aún conservo la fuerza de voluntad suficiente para decidir que un día determinado de la semana (tal vez dos, si no es posible que sean tres) no miraré televisión, no usaré la computadora ni atenderé al móvil. Un día por completo para mí mismo, para regresar al pensamiento, para ser uno mismo, real, tangible y no sólo la versión digital que hemos creado de nosotros mismos para impresionar a los demás. Pero otra vez me adelanto al relato.
            En la misma época en que me di cuenta que dibujar no era lo mío, descubrí ciertas cosas que se encontraban en la casa desde mucho antes y a las que poca atención dedicara. Unos objetos con forma rectangular, que podían abrirse y se parecían a los cuadernos que usaba en el colegio, sólo que estos ya estaban escritos y no tenían dibujados los renglones. Es más, la mayoría de ellos carecían de cualquier tipo de ilustración, sólo contenían palabras; pero lo que allí podía leer resultaba más interesante que lo que se encontraba en los manuales escolares.
            Un verano más tarde había leído los libros que podían leerse de entre los libros que había en la casa; no había libros prohibidos, sino libros que era incapaz de comprender y libros que me resultaban del todo aburridos. Se produjo una avalancha de lecturas, y en algunos pocos casos comprensión de la misma, que ocuparía todo mi tiempo libre. Cuando comencé el octavo año de mi educación primaria, en 1997, cargaba más de treinta libros extra en mi cabeza, y no me detendría allí sino que aquello fue el comienzo de una gran bola de nieve que rodaba cuesta abajo arrastrándolo todo a su paso.
Esto me llevó a desarrollar, en los últimos años del colegio, un tipo de lectura que sólo puedo describir como omnívora. Leía de todo, todo el tiempo. Repito: todo el tiempo. En el viaje de la casa a la escuela, y al regreso también; en los recreos, en las horas libres dentro de la escuela, por las mañanas, por las tardes, por las noches, los fines de semana. ¿Hacer deporte? ¿Qué cosa extraña es esa? ¿Salir un viernes por la tarde/noche? ¿Por qué si todavía no terminé de leer este libro (insertar título aquí)? ¿Ir al cine? Seguro, pero primero quiero leer el libro en el que dicen que basaron la película, de otro modo no entendería nada. Y los ejemplos se multiplican hasta, diría, los mil y uno, pero esa sí que es una referencia demasiado sencilla de comprender.
            Se volvió prácticamente imposible encontrarme en algún sitio, en alguna situación, en algún momento, sin que tuviera un libro entre mis manos. Los libros iban convirtiéndose en sinónimo de mi nombre; ya no era yo, era aquel, el de los libros. O, del que está leyendo la puerta siguiente, cuando no simplemente, el inútil aquel que se cree interesante con sus libros. Y otras versiones de lo mismo que no vale la pena mencionar.
            De no ser por esa lectura omnívora, nunca hubiera llegado a pensar que podría escribir mis propias historias. Pero, otra vez, no quiero adelantarme al relato.


Aclaración: No soy el atento lector de la fotografía, 
nunca tuve esa cantidad de libros a mi disposición, 
ni esa cantidad de rulos en mi cabeza.

17 comentarios:

José A. García dijo...

Es difícil de creer, pero el relato continúa.
Aunque, es cierto, nos acercamos al final.

Nos leemos,

J.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Interesante lo que contás.
La escritura fue un buen descubrimiento luego de intentar el dibujo.
Entiendo eso de buscar algo con que expresarse.
Yo estoy intentando con el dibujo desde hace algunos años.
Saludos, colega demiurgo.

Eva S. Stone dijo...

Hay una Eva lectora voraz en mí y te entiende perfectamente.

Un beso lector.

lunaroja dijo...

Hola J!
Me encantó este texto, es como el nacimiento de alguien que amará la literatura,amará poder expresarse a través de ella, y que desde tan chiquito, se apasionó por los libros.
Me recuerdas a mi también!
Tuve un tío,que fue el que me regaló mis primeros libros, me hizo conocer la poesía,y me animó a expresarme de esta manera.
Qué precioso todo lo que escribís.
Un saludo!

unjubilado dijo...

En el 90 yo tenía tres hijos, la mayor con 20 años y el más pequeño con 12, el mediano, algo más adelante si que tuvo esa cantidad de libros ya que todo lo que tenía lo iba utilizando para comprar ejemplares de todo tipo, es filólogo en la rama de filología hispánica y actualmente profesor de enseñanza media.
Saludos.

AlmaBaires dijo...

Coincido contigo en que la reforma al sistema educativo argentino fue una de las grandes aberraciones del gobierno de turno en la década del '90. Pasamos de tener uno de los mejores, con instituciones entre los primeros niveles internacionalmente (porque sí, señores, por ejemplo la UBA, Universidad de Buenos Aires, era una de las mejores en el mundo), a adoptar aquel que tiraba y descartaba una España... siempre con ese criterio que lo de afuera es mejor.
En fin... en el año '97 mi hija cumplía 3 años y ya le había armado una biblioteca considerable para una niña pequeña. Espero que esa desaprobación externa a tus gustos y comportamiento, no te haya condicionado demasiado, será que yo también he sido un "bicho raro" toda mi vida.

Saludos.

Frodo dijo...

Hay dos cosas en las que fuimos muy diferentes. La primera y más notoria, es que me siento hábil con los óleos, con los pinceles, con el dibujo (como un pez en el agua te diría), pero no se mucho de técnicas, de teoría, me sale así nomás, solo... por eso ahora mi búsqueda va por el taller, por tratar de atarme un poco a esas teorías, la del color, la de cada técnica. Y en eso estoy.
El resto, la escritura, la música, cualquier otro arte me cuesta. los tengo que trabajar y trabajar para lograr algo que después pasa totalmente desapercibido.

La otra cosa diferente es que evidentemente soy uno o dos años mayor que vos. Porque fui la última generación con el anterior régimen educativo. Y recuerdo a todos los profesores del secundario (hice 5 años de secundario y no 3) advirtiéndonos, amenazándonos: "¡No repitan! ¡estudien! Si caen en octavo -o noveno o el que fuera- van a retroceder. No les van a enseñar lo que les estamos enseñando ahora".

En lo que si somos iguales, en que yo tampoco tuve esa cantidad de libros ni esos rulos en mi cabeza, jamás.

Abrazo, espero la continuación

Cayetano dijo...

Me veo reflejado en parte: del gusto por el dibujo a la lectura y a la escritura. Y me quedo en esa habilidad última, sin dejar la lectura ni, del todo, el dibujo.
Saludos.

Tot Barcelona dijo...

De no ser por esa lectura omnívora, nunca hubiera llegado a pensar que podría escribir mis propias historias..."

Comulgamos en la misma religión.

Salut

LA ZARZAMORA dijo...

Nunca es tarde para retomar la pintura con pinceladas literarias. El vivio de la lectura, una vez se comienza ésta, suele ser voraz. Los libros (algunos) son verdaderos imanes, atrapan, nos envuelven, nos seducen y hasta que no acabamos con ellos, tenemos esa sensación de lo inacabado e incompleto.
En España las reformas educativas, algunas (la mayoría) fueron un retraso más que un progreso.
A ver cómo lo acabas...
Un abrazo, José. A. García.

Carlos Augusto Pereyra Martínez dijo...

La lectura es la que nos ayuda a ser diversos, y entender el mundo y las relaciones sociales desde lo diverso. La entrada devela, esa pasión por los libros, que bien le dan al lector una formación humana, y apreciar referencia.
Apreciado Miguel, respecto de la concepción suya sobre Rayuela,que dejó en un post sobre Cortázar en mi blog,es respetabilísima. Ni más que todos tuviéramos la misma mirada, y sería bueno dar ese debate, pues asumo Rayuela, como una novela que cumple con aquello de que la novela para no petrificarse rompe las amarras de la estructura tradicional, de tal modo que la novela, como los mismos paradigmas en la ciencia, los ponen en barrena o subsumen, cuando se agotan o ya no tienen capacidad para explicar el mundo.
Un abrazo, y mi aprecio. Carlos

Doctor Krapp dijo...

Malos tiempos para los amantes de la lectura y solo poderosos encantamientos han permitido que gente de tu generación se lanzase ávidamente sobre los placeres de la lectura. Los de generaciones anteriores lo teníamos más fácil, apenas teníamos alternativas y las audiovisuales eran más precarias.

Saludos

DULCINEA DEL ATLANTICO dijo...

Del mundo de la lectura se llega al de la escritura, y los que leen como tu nos cuentas, con esa voracidad se llega rápido.En mi época solíamos leer en el colegio ya que en las casas era más difícil tener acceso a los libros,era un gasto que muchas familias no podían soportar.
Un saludo Jose A.
Puri

Ulisses de Carvalho dijo...

"Un día por completo para mí mismo, para regresar al pensamiento, para ser uno mismo, real, tangible y no sólo la versión digital que hemos creado de nosotros mismos para impresionar a los demás. Pero otra vez me adelanto al relato." Esto es esencial, creo, y esto es también lo que he estado pensando en estos últimos días. Y es por eso que me he mantenido alejado de las redes sociales, por ejemplo, durante más de diez años. Visito mi propio blog (mi única conexión a Internet) con poca frecuencia, no me gusta sentirme esclavo de nada de esto, mucho menos la aprobación de los demás, que es algo que ha sucedido mucho últimamente con las personas y es por eso que son cada vez más adicto a sus computadoras, teléfonos, etc. Un abrazo.

la MaLquEridA dijo...

Aprendiste a escribir muy bien tus historias. Te felicito.


Un abrazo

Beatriz dijo...

¿Y la infancia, dónde quedó? no se parece a la mía. En todo caso mi infancia carece de libros, a no ser los que imaginaba, porque la imaginación era voraz y a falta de una realidad lo suficientemente interesante y libros, inventaba historias en mi mente y las actuaba con todo aquel otro chico que me siguiera el avión.

Leí tu cuento de Manifestación en El Narratorio, me gustó.

Saludos.

Beatriz.

José A. García dijo...

Demiurgo: Nunca pude dejar de lado el dibujo, pero el dibujo me dejó a mí a mitad de camino. Y debía seguir delante de alguna manera.

Eva S. Stone: Gracias, no esperaba menos de Eva.

Luna roja: Qué suerte el tener un familiar semejante que se preocupe de esa manera por uno.

Un Jubilado: Una envidia. Nunca se leyó mucho en mi casa, y todavía hay quien se sorprende cuando se entera que pretendo escribir.

Alma Baires: Hoy por hoy ser un bicho raro es lo normal, serlo en esa época era un poco más complicado. Pero se podía superarlo con tranquilidad.

Frodo: Escuché lo mismo durante los tres años de la secundaria, como cada día enseñaban menos. No pude elegir, no caí en 8vo y 9no, era lo único que había.

Julio David: No conozco ese poema, por lo voy a buscar y, si lo encuentro, te aviso. Gracias.

Cayetano: Nunca se pierden por completo las habilidades que ganamos, salvo que nunca las hayamos tenido.

Tot Barcelona: Nos reconocemos por nuestros escritos, sin duda.

La zamorana: Las reformas educativas en Argentina lo siguen siendo, pero mucha gente lo niega en defensa de un modelo político determinado.

Carlos Augusto: La lectura es lo que nos constituye como personas. Sobre Cortázar, al menos estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo.

Dr. Krapp: La distracción es permanente, porque si estamos distraídos no pensamos en lo que hacemos y dejamos hacer.

Dulcinea del Atlántico: Sí, también leía en el colegio, pero no es lo mismo leer por obligación que leer de cualquier otra manera.

Ulisses: Las redes sociales cumplen muy bien su principal objetivo, que no es unir a las personas, como se repite hasta el cansancio, sino evitar todo posible contacto real. Las excepciones al caso sólo sirven para fortalecer la norma.

La Malquerida: Gracias por tus palabras.

Beatriz: La infancia no existe. Ese es el chiste para algunos.

Gracias a tod@s por sus visitas y sus palabras.
Nos leemos,

J.