domingo, 19 de enero de 2020

Familia – La vida en la ciudad (1980 – Segunda Parte)


Luego del annus horribilis de 1983 muchas cosas cambiaron en la familia. Mucha gente dejó de estar. Los supuestos grandes amigos que mi padre hiciera a partir de sus negocios lo fueron mientras el dinero y las ganancias fluían así que, tan rápido como dejó se terminaron, se fueron. Ni siquiera fingieron algún acto de presencia, nada. Diría que desaparecieron, pero ese término remite a algo completamente diferente, más dramático, en la historia nacional. Tampoco tardaron demasiado en encontrar quien ocupara el puesto disponible como intermediario, claro.
            El mismo acontecimiento puso punto y final también a las pocas, escasas a decir verdad, visitas de las familias que quedaban en el campo, en el pueblo, hacia la ciudad. Se sentía como si de pronto se hubiera desatado una epidemia de alguna enfermedad extremadamente contagiosa y asquerosa en nuestra casa y nadie se atreviera a acercarse por temor a un contagio, una infección, o la muerte segura; si es que no algo peor. Como si haciéndolo de ese modo fueran capaces de sustraerse del destino que nos aguarda a todos por igual.
            Uno de los últimos logros de mi padre fue conseguir una línea telefónica para la casa. En la década de 1980, tener teléfono en una casa particular era lo más cercano al lujo que podía aspirar una familia que se consideraba de clase media; aún cuando recordara los padecimientos de no haber tenido en todo momento con qué alimentarse. El trámite en la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (ENTEL, para los amigos) solamente demoró cinco años; desde aquella mañana de otoño de 1979 en que se iniciará con un pedido presentado por triplicado, hasta aquella otra mañana de abril de 1984 en que sonara el timbre de la casa y tres técnicos vestidos con un mameluco gris, con herramientas provenientes de la década de 1940 (época de la fundación de la empresa), colocaron los cables, las fichas de conexión y dejaron un teléfono de disco, verde, grande y pesado, de baquelita, sobre la mesa.
            Teníamos teléfono, y funcionaba, pero nadie llamaba. Era un verdadero acontecimiento, al menos hasta los primeros años de la década de 1990, escuchar sonar a ese aparato misterioso que servía para comunicarse con las personas a través de las paredes, a través de cualquier distancia pero no a través del tiempo; muy distinta sería su utilidad si así lo hiciera. Aunque, si lo pensaba bien, ni siquiera sabría qué decirle a aquella persona con la que pudiera comunicarme de ese modo, principalmente por el hecho de que no los conocía.
            Quien más sufría por esta situación era, sin lugar a dudas, por lo inesperado, por lo disruptivo que resultaba todo y por la creciente sensación de abandono, mi madre. Su padre y su hermano continuaban trabajando la tierra como si nada hubiera cambiado, como si todo fuera a ser para siempre igual y el único cambio posible fuera continuar envejeciendo sin más razón que trabajar. Del otro lado de la familia, diezmada también por la muerte y otros problemas, solo obtuvo una visita casual de mi tío el pequeño antes de su último viaje al pueblo, y luego nada; como si fuera la responsable por la muerte de los hermanos. El abandono más absoluto y la soledad más atroz, criando a sus hijos sin mirar atrás, ni a los costados, solo hacia el futuro.
            Una pensión por viudez irrisoria, que se parecía más a un insulto que a otra cosa, se complementa con el realizar cualquier tipo de trabajo que ayudara a tener algo para comer cada día. Y para mantener, también, las apariencias de que todo continuaba siendo igual, cuando no lo era así, cuando había que trabajar a destajo para que mis hermanas y yo completáramos la primaria y la secundaria y que, si era posible, continuáramos estudiando. Por esa era la idea, no detenernos nunca, lograr mejores trabajos, mejores lugares en la vida, sin depender nunca mas, de lo que pudiera llegar del pasado, sino de cada uno dependiendo solamente de lo que uno mismo podía hacer. Y que a los demás, si preguntaban o se interesaran, que les alcanzara con la indiferencia, la falta de respuesta o el desconocimiento, tal como supieron hacernos. No era venganza, no era represalia, ni revancha, era lo único que nos quedaba para evitar que la pena, el dolor, o algo mucho peor, ocuparan el horizonte por completo.
            Claro que de la mayoría de esas cosas sólo llegaría a enterarme más tarde, cuando la década de 1980 llevaba años de haberse acabado y a punto de caer en el olvido de no ser por la actual moda vintage. Nadie dice que ello haya sido fácil de sobrevivir. Siquiera tan solo de vivir. Aun así, son pocos los recuerdos que guardo de esos años; ni aun haciendo un gran esfuerzo puedo ubicar en el año correcto ciertos recuerdos que creo tener de esa época.
            Tampoco soy capaz de distinguir si se trata de un recuerdo, o una fotografía de algo que sucedió y que he mirado tantas veces, tanto tiempo, que comienzo a confundirme. Ignoro si es el único caso, en mi memoria, y en el del resto de las personas, en donde algo que no hayamos vivido realmente se convierte en parte del recuerdo volviéndose fundante de alguna otra situación. Como un recuerdo implantado, o inventado, que sabemos que no puede ser cierto pero que, de todas formas, aceptamos como tal.
            Sé que en 1988 comencé el jardín de infantes. ¿Antes de eso no había nada? Frío en otoño, calor en primavera, pantalones largos en invierno, pantalones cortos (o ningún pantalón) en verano, viajes en tren que duraban horas, porque el que nadie nos visitara no nos permitía a nosotros dejar de visitar el pueblo, durante las vacaciones de verano, claro. Así como recuerdo estas cosas, también lo hago con otros detalles que carecen de una ubicación más exacta.
            Hubo pocos lujos en esa época. Con esto me refiero a que la moda de las bebidas gaseosas, por ejemplo, demoró varios años en ingresar a la casa, el precio era demasiado y las prioridades eran otras y muchas; por lo que solo en contadas e importantes oportunidades (como un cumpleaños, u otro tipo de fiesta), sucedía algo semejante. Lo mismo sucedía con otros productos de marca que resultaban tener la misma calidad, la misma resistencia y durabilidad que los productos sin marca o de segunda categoría.
Sin saberlo, sin percatarse de ello, mi madre estaba criando a un feliz anticonsumista (lean bien, no dice anticomunista, ojo) que prefiere las remeras lisas, sin logos, sin palabras elegidas al azar, sin publicidades. Alguien que prefiere el anonimato antes de venderse a una franquicia que no solo no paga por tu trabajo publicitario sino que tenés que pagarles por usar sus productos; nos convertimos desesperadamente en carteles publicitarios para sentirnos un poco mejor con nosotros mismos. Sentimiento fácilmente creado y manipulado por las mismas publicidades; ilógico por donde se lo mire, pero igualmente beneficioso para esas empresas.
Aplicaría otras categorías académicas de análisis para explicar los años que transcurrieron hasta el final de la década, pero carece de sentido y no es oportunidad. La década se acabó; muchos sueños se perdieron en el camino, otros se habrán cumplido. Los levantamientos militares continuaron tanto antes como después de 1983; pero el espíritu de la sociedad parecía muy ansioso por encaminarse en otra dirección, más difícil, que requería mayor cantidad de trabajo, más dificultades y menos posibilidades de beneficios rápidos, pero que, en teoría, llevaría a mejores resultados. Claro que después llegó la década de 1990 y todo se fue al traste estrepitosamente. Como no podía ser de otro modo.

Aclaración: Aunque la fotografía se parece a la que 
muchos debemos tener en nuestro recuerdo, no hace
falta que me busquen en ella, porque no lo estoy.


Inicio del Espacio Publicitario:

En el número 47 de la Revista Digital El Narratorio pueden leer el cuento El peso de la tradición.

Fin del Espacio Publicitario.

16 comentarios:

José A. García dijo...

Que diferente era la vida antes de la privatizaciones y la hiperinflación...
Al menos es lo que dicen.

Saludos,

J.

Tot Barcelona dijo...

Los levantamientos militares continuaron tanto antes como después de 1983..."

No había libro de la Kapeluz que no tuviera tapado obligatoriamente a presidentes de la Nación
Onganía mandó tapar los de Illia; La iglesia a los de Perón; Levigston a Onganía, y Lanusse mandó tapar la cara de Levigston...así hasta Videla, la Estela, la Triple A..y todo lo demás.

Un bello país esquilmado por todos los gobernantes, con una única excepción, la del doctor Illía.

salut

Mucha dijo...

Muy buen texto compatriota te imaginaba más viejo ¿cuantos años tenes?

Cayetano dijo...

Cuando no hay dinero en casa, es casi una ley universal: los amigos y los parientes comienzan a poner distancia de por medio, no sea que que se les pida algo. Ahí es donde se ve la solidez de una relación entre personas adultas.
Un saludo.

lunaroja dijo...

En el año 83 dejé el país, no llegué a votar siquiera, yo me fui en Mayo y en Octubre asume Alfonsín.
Tremenda época que me tocó vivir siendo adolescente y recién entrada en la adultez.
Tu relato,me lleva a esas décadas de tanto miedo, terror te diría. Siendo todos tan jóvenes y rodeados de tanta muerte y tortura.

Gracias por estos trabajos, me resultan no solo interesantísimos,sino sanadores,vistos desde tu mirada, que por las fechas que ponés, eras un nene en el 88...
Gracias de verdad.
Un abrazo.

Beatriz dijo...

Oh, eres bien joven aun. Me es grato que sepas relatar el asunto familiar con tal fluidez, no es simple aunque la vida así se vive, y muchos le arrisquen la nariz al tema.

Saludos.

Beatriz

ოᕱᏒᎥꂅ dijo...

al leerte, he recordado cuando me llamaba a casa de mi vecina algún novio y tenía que salir corriendo... que tiempo !
siempre es grato leerte
besos

Doctor Krapp dijo...

Los hechos sociales y políticos nos marcan con su ritmo sincopado al que debemos aplicarnos. La historia que siempre abundó en lo extraordinario ahora ha elegido los espacios pequeños e individuales como principal marco de conocimiento para las nuevas hornadas historiográficas y es de agradecer que la ciencia de Clío abandone la epopeya y se apunte al drama cotidiano de la vida personal que nos dice mucho más de un tiempo y de un lugar.

Saludos

Frodo dijo...

El segundo teléfono le da sentido al primero. No me imagino a Mr. Graham Bell avivado por alguno de sus amigos de esto.
Una canción de 1986 nos dice que "Ya nadie va a escuchar tu remera" y hoy es una frase estampada con felpa en remeras de primeras marcas.

Creo que esa es la foto de mi jardín de infantes...

Abrazo!
¿y ahora qué se viene?
¿Vas a meterte en los oscuros y carnavaleros noventas?

José A. García dijo...

Tot Barcelona: La historia no se tapa, eso es lo que nunca nadie les enseñó. Por eso sigue fracasando.

Mucha de la Torre: Gracias. Tengo los años que dice el texto.

Cayetano: Como si en verdad quisiera pedírseles algo… En fin.

Luna Roja: 1983 fue un año complicado, el resto de la década también.

Beatriz: Tal vez este que dejo que lean no sea el primer intento de ello….

Marie: Sí, eso también. Recuerdo los vecinos que se acercaban a pedirse de llamar a tal o cual pariente en algún horario en particular.

Dr. Krapp: Es cierto, pero lo cotidiano sólo cobra sentido en relación con la epopeya, así como la epopeya se fundamenta en lo cotidiano. No se pueden olvidar ninguna de las dos vertientes.

Frodo: Muchas de las cosas de las que nos quiso avisar la década de 1980 no fueron escuchadas y terminaron convirtiéndose en la moda vintage de hoy. Solo lo malo vuelve, lo bueno se queda en el recuerdo. Siguen los noventa, claro, que vienen después de los ochenta.

Nos seguimos leyendo,

J.

DULCINEA DEL ATLANTICO dijo...

Momentos en la historia de muchas familias que viven en el recuerdo. Cuando las necesidades agobian los que dicen pertenecer a ella se alejan discretamente, el dinero que todo lo emponzoña.
Recuerdo el primer teléfono en mi casa tal y como lo cuentas , que tiempos tan lejanos.
Un saludo Jose A.
Puri

Mucha dijo...

contame de tu edad simplemnte queria saber tus años abrazos y saludos

Recomenzar dijo...

gracias por pasarme datos te lo agradezco ...Sos muy clever muchacho

José A. García dijo...

Dulcinea del Atlántico: Cuando pienso en ese teléfono no pienso en que fue hace mucho tiempo, sino en que fue cuando era útil, a diferencia de mucha de la tecnología que hoy tenemos que no resulta de mucha utilidad.

Mucha de la Torre // Recomenzar: De nada y gracias por el comentario.

Nos leemos,

J.

Dyhego dijo...

José:
me veo reflejado en muchos aspectos que cuentas.
La instalación del teléfono también fue en mi familia un acontecimiento. Un aparato raro, el teléfono. Siempre me ha dado miedo y, de hecho, no soy capaz de mantener una conversación telefónica con normalidad.
Salu2.

Carlos Augusto Pereyra Martínez dijo...

Lo del teléfono es una hermosa anécdota donde juega la paradoja: un aparato para comunicarse, para llamar, y nadie me llamaba...UN abrazo. Carlos