Mencioné antes que ser el hijo mayor de una
familia tradicionalista, que no es lo mismo que hablar de una familia tradicional,
tiene sus particularidades, si se las sabe aprovechar o si se está interesado
en ellas. La cuestión era adivinar qué podría suceder una vez en Argentina,
donde los parientes del abuelo, con algunos documentos poco claros, de esos que
mejor no enseñar (ni mencionar) demasiado, habían conseguido unas parcelas de
tierra para la familia, unos pocos animales y algunas herramientas. Sin olvidarse,
nunca, claro, de las deudas contraídas.
Del
trabajo, y el pago de las deudas, se harían cargo ellos, la familia, su padre,
su madre y él por ser el mayor de los hijos varones. Lo que ocurriera luego
sería una historia por completo diferente.
Los
primeros años fueron de trabajo constante, no sólo sin descanso, sino con
infinidad de cuestiones que resolver. No se trataba solamente de poner a
producir la tierra reseca y abandonada con evidentes signos de cansancio, sino
construir una casa para la familia y conseguir lo necesario para que aquel
lugar no fueran cuatro paredes de adobe y un techo de tejas viejas y agujereadas,
sino que fuera un verdadero hogar. Y si no llegaba a ser un hogar, que fuera lo
más parecido que pudiera lograrse en aquel lugar. Tal vez, con un poco de
suerte, acabaría pareciéndose a la casa que dejaran en Almería; claro que tendría
mucho de diferente, mucho de otra tierra, de otra forma de hacer las cosas,
pero eso era secundario.
El
descanso, las distracciones, la diversión, eran bienes ocasionales, breves
momentos entre un trabajo terminado y el próximo por comenzarse. Sin embargo,
digámoslo así, el amor siempre encuentra su manera de llegar, siempre tiene una
forma de estar donde se lo necesita.
Años
después de la llegada a América, a Argentina, a Buenos Aires, a un pueblo
perdido en medio de la provincia, como San Pedro, cuando la tierra por fin
comenzaba a responder a los trabajos de sus manos, y las cosechas repuntaban
poco a poco, mi padre conoció a mi madre.
En
la fiesta de la cosecha de 1967 comienza esta parte de la historia. Todo fue
demasiado rápido, dirán en voz alta algunos mientras susurran otras razones. Habrá
quien sostenga que mi padre se tomó demasiado tiempo para proponerle casamiento
a mi madre como debía hacer desde un principio. Habrá también quien sostenga
que no debieron casarse y ya. Como fuera, nadie quería quedarse sin opinar.
Los
arreglos del casamiento y la fiesta se extendieron entre discusiones y
negativas reiteradas con el viejo cascarrabias del padre de la novia; de no
haber sido así, de seguro se habrían casado antes y habrían tenido más tiempo para
pasarlo juntos. Pero siempre hay gente que interfiere en lo que otros quieren,
anhelan, para sí mismos.
Lo que vino después fue que esa
nueva familia no podía ocupar el espacio dejado por los hermanos ausentes en la
casa de mis abuelos paternos; no porque realmente no pudieran, sino porque no
correspondía hacer las cosas de esa manera. Además, en el pueblo hay mejores
comodidades que en medio del campo. Y ni hablar si el mismo tipo de
comparaciones se realiza entre un pueblo perdido al costado de una estación de
trenes vieja y que comenzaba a dar señales de abandono, con la ciudad. Allí
todo luce más brillantes, más nuevo, más cercano, más directo, aún cuando en
verdad nada fuera de eso modo.
Mi
padre tenía una idea y armó un plan: Viajaría a Buenos Aires. Allí sería el
intermediario comercial entre los negocios minoristas que vendían a los
consumidores y los puesteros mallorquines, los vascos que comenzaban a comprar
tierras en los pueblos cercanos, a pesar de que aún no eran del todo
confiables, y otros productores de la zona que había conocido en sus años
recorriendo los caminos rurales. Sería el enlace conocido y respetado entre los
españoles en un extremo de la línea y los argentinos en el otro. Pero, para
hacer bien el trabajo, era necesario encontrarse en la ciudad, no en medio del
campo, ni siquiera en el pueblo. Era la excusa perfecta para alejarse de uno y
otro padre y, de ese modo, crecer por ellos mismos, como personas, como
familia, ser alguien por sí mismos, no porque otro consideraba, o lo proponía,
de ese modo.
Tampoco
demoraron mucho tiempo en pensarlo, ni había realmente otras opciones para
considerar. Cuando llegó la primera niña, mi futura hermana mayor, la primera
niña de la familia nacida en América, todo fue más fácil. Muchas esperanzas
familiares se cifraban sobre los hijos de los hijos; no sólo sobre mis hermanas
y yo mismo, sino en el caso de mis primos también.
Cada
decisión que se tomaba era cuestionada y comentada por toda la familia, y en
este caso uso el término en el más amplio de los sentidos que sean capaces de
imaginar. Era una suerte que los caballos, los cerdos, las vacas y los perros
no fueran anatómicamente capaces de hablar, sino seguramente ellos también
querrían participar con sus opiniones y, de seguro, habría alguien dispuesto a
escucharlos.
Pero,
en el caso de la mudanza de la familia hacia la ciudad, la decisión ya estaba
tomada, y nada podría hacerse al respecto. Las cosas sucederían más o menos del
siguiente modo: mi padre viajaría a Buenos Aires, al recién nombrado y en crecimiento
conurbano bonaerense, compraría una casa, o un lugar donde construir una casa
desde cero para la gran familia que planeaba tener, haría algunos contactos con
los cuales armar una red de futuros compradores para los productos que traería,
luego volvería al pueblo para traer, de manera definitiva, a su esposa y su
hija mientras se resolvían los que ni siquiera por casualidad serían los
últimos arreglos en la nueva casa.
Poco
a poco el sistema comenzó a funcionar. Los puesteros estaban conformes con el
trabajo de mi padre y lo recomendaban con otros conocidos que también querían
vender sus productos en la ciudad, por un mejor precio, por más ganancias, de
ese modo, mi padre tenía más y más trabajo, viajando de constante entre el
pueblo y el campo por un lado y la ciudad, como años después haría su hermano,
mi tío el pequeño. Aunque, por supuesto, no compartieron un mismo final.
De
alguna manera poco probable, promediando la década de 1970 la economía parecía
querer encaminarse hacia un funcionamiento que podríamos decir normal; por lo
que imagino que habrán decido que era un buen momento para traer un segundo
niño al mundo. El según niño fue, también, una niña, quien sería mi segunda
hermana. El silencioso disgusto de los abuelos que esperaban, esta vez, un
niño, pero evitaron pronunciarse. Para el resto de la familia fue motivo de
alegría, como siempre lo es un nacimiento.
La
segunda hija trajo más trabajo, la necesidad de una casa más grande y, también,
la posibilidad de asistir a una escuela de otro estilo, ya que la escuela
pública comenzaba a caer por ese espiral de decadencia y degradación en el que
aún hoy (2019) se encuentra.
Al
tercer intento, como suele decirse, fue la vencida. El tercero sería el varón, el
que escribe estas palabras. Llegué en un momento en el que el mundo como lo
conocía la familia comenzaba a desmoronarse, y, suponiendo que existiera algo
de felicidad entre ellos, la misma murió el mismo día en que falleció mi padre.
Claro que esto es sólo una opinión, sin más fundamentos que el hecho de que
apenas sí conozco a ningún otro miembro de la familia de mi padre de no ser por
una casual visita, claramente al pasar cerca de la casa, no por el verdadero
interés de cómo nos encontraríamos viviendo en la ciudad, lejos de todos los demás.
El resto prefirió quedarse quién sabe donde, quizás en el campo, quizás en otra
parte del camino.
Aclaración:
Aquí debería de haber una fotografía real de mi padre.
El énfasis esta puesto
en el debería.
Inicio de
Espacio Publicitario:
En el número
45 de la revista digital El Narratorio, pueden leer el cuento Ceibos, que se
publicara también en el blog hace unos cuantos meses.
Fin del
Espacio Publicitario.
16 comentarios:
No comprendemos el valor real de una fotografía hasta que la buscamos y no la encontramos porque la hemos perdido, o porque nunca la tuvimos.
Lo mismo corre para algunas decisiones.
Saludos,
J.
Esta creo que sea la historia más dura que te he leído hasta ahora; porque aún no queriéndolo, nuestros padres, sus historias y circunstancias, nos marcan a fuego.
Te deseo un buen domingo.
En realidad no comprendemos nada hasta que lo encontramos a faltar.
Salut
La vida no te deja elegir ni la familia ni el momento de nacer. Otra cosa son las responsabilidades que va adquiriendo cada uno a lo largo de su existencia según va tomando decisiones. A veces somos la consecuencia de esos actos.
Saludos.
Dice mi Eva sensata: Si no nos erigiéramos en jueces de todo sin serlo; el mundo iría mejor.
Dice mi Eva sensible: la pérdida de nuestros seres queridos es inevitable, pero duele tanto...
Un beso con abrazo largo.
Parece un punto final a la historia, subrayada por una fotografía que no está donde se espera, como esas ausencias que dejan tanto hueco que solo se peuden rellenar de sombras.
Saludos
Tremenda esta historia, coincido con Alma Baires. Totalmente visceral aunque esté escrita desde un lugar más distante. Has hecho realmente un ejercicio de contención del cual sí se escapa algún que otro sentimiento de emoción conmovedora.
Un saludo!
Todo cambio supone una mejora y el desplazarse a otra ciudad es una de las opciones para una familia. El buscar al varón es algo que viene de antiguo, por aquello de perpetuar el apellido. La pérdida de un padre descoloca a la familia y es un punto final que lleva a ver la vida de otra forma tal y como cuentas en tu relato.
Un saludo José.
Puri
Empiezo a leer y tu relato de los hechos me atrapa.
Supongo que es bueno conocer qué precedió a nuestra llegada a la vida, supongo que le da un sentido o una comprensión diferente. Tu comentario también la da vida a tu texto.
Un abrazo
la vida de un inmigrante siempre, o casi siempre... es dura de contar.... y de leer
besos
AlmaBaires: Aun no queriéndolo o queriéndolo en demasía, nos marcan.
Tot Bacerlona: Cierto, solo se aprecia lo que se perdió.
Cayetano: La vida no te deja elegir, pero te impone prácticamente todo.
Eva S. Stone: Claro que duele, y duele más al ser juzgados.
Dr. Krapp: Parece un punto final, pero queda mucho camino por recorrer aún.
Luna Roja: Algunas historias no pueden contarse más que desde la distancia, participar de ellas resulta más que imposible.
Dulcinea: El problema siempre es cuando el varón se decide a no traer hijos al mundo, o adoptar hijos de otra sangre. Como si en ese fluido rojo se signara algo diferente y particular.
Alís: De una forma u otra siempre sabemos qué es lo que nos precedió; la cuestión es saber si eso que estuvo antes nos parece digno de ser contado o no.
Marie: Y de vivir.
Gracias por sus comentarios, nos leemos.
J.
Es bonito saber de los ancestros, y cómo con su coraje lograron abrirse paso en la vida.
Besos.
La palabra familia proviene del latín famulus, que significa esclavo doméstico. Nuestras familias son nuestras raíces, sin duda, pero eso no significa que debamos estar atrapados en el suelo de cada convicción de nuestras familias.
Una pregunta: ¿está satisfecho con el resultado de las últimas elecciones presidenciales en Argentina? Porque aquí en Brasil estamos siendo gobernados por un hombre ignorante y extremadamente atrasado, como ustedes saben.
Abrazos, José, cuídate.
Amapola: Si, es cierto. Claro que cuando uno empieza a comparar sus logros con las posibilidades actuales...
Ulisses: Es verdad, mal interpretamos los términos romanos mal traducidos por una institución que no le interesaba hacer las cosas bien.
Saludos,
J.
Buscando al hijo varón, muchas familias crecieron con muchas mujeres y al final el Benjamín... conozco amigos que al nacer la cuarta niña consecutiva, se quedaron satisfechos.
Interesante tu historia.
Saludos
A mi parecer, esta historia, la que te toca directamente es más evolucionada, según las fechas y los cálculos, algo más avanzada para su época.
También murió mi padre y el dolor no se va, al igual que tu tía la pequeña no le encontraron lo que tenía, hasta que ya era muy tarde, una muerte que no debió pasar :/
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