sábado, 9 de noviembre de 2019

Familia - Tíos (4/5)


El broche de oro de la década de 1940 fue el nacimiento, en 1949, del último hijo de mis abuelos paternos, mi tío el pequeño. El que con apenas seis años no derramó ni una única lágrima al despedirse de los familiares que se quedarían en Almería; el que se acostumbró tan bien al camarote, al barco, al bamboleo de las aguas en medio de los juegos con su hermano, que, al llegar al Buenos Aires no quería desembarcar por más promesas de nuevos juguetes y golosinas que se le hicieran.
            Un único revés del padre, con el dorso de la mano abierta, puso fin, como es debido, al ridículo capricho y al escándalo al que se exponía la familia frente a los desosegados berrinches del niño.
            El tiempo y los años borrarían ese recuerdo.
           En el campo, un caballo aguardaba para cada uno de los hombres de la familia. A él le tocó el único pinto de la partida, el que nadie había querido, el más flaco, el despreciado, el último en ser elegido y eso solo por descarte. Un caballo que cuidar, una responsabilidad para ir aprendiendo a ser hombre. Un caballo para recorrer el campo, para hacer los mandados, para ir y volver a la escuela. Aperos que cuidar y aprender a usar debidamente. Una infinidad de novedades que llenarían de alegría a cualquier niño que tuviera junto a él a una hermana moribunda y un hermano que, de un día para el otro no regresó a la casa.
           Siendo pequeño para el trabajo en el campo, se concentró en el estudio. Tanto que terminó la primaria con una recomendación de sus maestras para que continuara estudiando. La intervención de mi futuro padre frente a sus propios padres, facilitó la decisión de dejarlo continuar estudiando, el secundario primero, la universidad después. Si no continuó estudiando fue porque en esos años los posgrados pagos no eran la moda del momento como lo son ahora, ni la híperespecialización académica.
            Fue el primero de la familia en tener un título universitario. El orgullo de su madre, aún cuando no pudiera verlo triunfar; era la envidia de los hijos de los puesteros que no podían salir del pueblo. Fue, también, muchas otras cosas. Conoció a su futura esposa en la facultad de agronomía, mientras estudiaban en la ciudad. Ella también provenía de una familia del interior de la provincia, pero del sur, no del norte; no la hija de algún emigrado español sino que era argentina de pura sepa como se lo dijo su padre varias veces.
            Claro que hubo oposición familiar, al principio, porque mi padre se había casado con mi madre, otra argentina también pura sepa (signifique lo que signifique eso), pero no era lo mismo. La mujer de mi tío el pequeño, no sólo era argentina, sino que era de otro pueblo, demasiadas novedades para encajar de algún modo conveniente dentro de tantas tradiciones familiares.
      Se casaron y de mudaron de regreso al pueblo, cuando éste comenzó a crecer desproporcionadamente a principios de 1980; aún nadie se atrevía aún a llamarlo ciudad. La familia acabó por aceptar a la mujer, aún cuando ello no sea más que una expresión para decir que toleraban su presencia en las reuniones familiares, en los cumpleaños y en encuentros similares. Claro que su palabra jamás era tenida en cuenta, aún cuando se fingiera escucharla. Después de todo, era una mujer, ¿cómo se atrevía a hablar? Nunca comprendió, o nunca aceptó, la táctica mucho más práctica y menos evidente, que utilizaba mi madre, que era influir sobre las decisiones de mi padre en privado, nunca en público, mucho menos nunca frente a la familia.
           Los estilos de estas dos mujeres no eran lo único que las diferenciaba.
            Mi tío, el pequeño, como continuaron llamándole hasta el final de sus días (y con mayor ahínco al ver que esto molestaba a su esposa), tuvo un único hijo en 1975. Un varón, que nació, se crió y vivió íntegramente en la ciudad (en el pueblo, vamos); pera él el campo era algo tan extraño como el pretender hoy en día visitar la estación espacial internacional. ¿Quién puede hacerlo?
          Construyeron una casa en la que fácilmente podría vivir la familia completa (padres hermanos, sobrinos, etc.), pero solo ellos tres vivían allí. Si bien no la conocí por dentro, porque desde que tengo uso de razón siempre la he visto desde la calle señalada por algún familiar como la casa que antes era de tu tío el pequeño, dudo que, si realmente quisieran hacerlo, supieran cómo encontrarse entre ellos en un momento de urgencia entre tantas habitaciones. Así de grande lucía la casa desde la acera.
            Fue próspero en sus negocios, como si la misma intuición que llevara a su segundo hermano a huir del pueblo, le dijera que era extremadamente necesario conseguirse su propio campo, sus propiedades, sus riquezas, sin depender de la posibilidad de que la mitad de la familia muriera para poder heredar algo. Continúa siéndome imposible de pensar que un ingeniero agrónomo desconociera la ley de herencias del país en el que vivía, y que cosas como el mayorazgo, que dejó de existir en algún momento de la historia, tuviera aún tanto peso en su forma de pensar.
            La primera mitad de la década de 1980 lo vio próspero, llenándose los bolsillos con dinero y el estómago con alimento hasta el hartazgo. Su hijo asistió a los mejores colegios privados de la zona, aprendió a hablar en alemán, francés e inglés; luego de lo apenas sí se le entendía cuando pretendía hablar en español, pero ese es otro tema porque, para hacerse entender, el dinero es el idioma universal.
            Cuando tienes el dinero suficiente, pero, para tenerlo, hay que estar vivo, o haber sido lo suficientemente previsor como para pensar en la posibilidad de un accidente fatal, no sólo de un divorcio inesperado, una demando por fraude por los socios de un negocio que salió mucho peor de lo esperado, o un crédito hipotecario imposible de pagar.
            Es sabido por cualquiera que, quien pretende subir demasiado alto, sin la preparación adecuada, casi siempre acaba por caerse de la manera más estrepitosa posible. Si, suena a alegoría, o aun mejor, a la moraleja de alguna fábula de las que nos dan a leer cuando somos niños. Pero algunas veces, tales tonterías pueden tener algún contacto con la realidad.
            El divorcio, la división de bienes, la quiebra, la ejecución de activos y propiedades para pagar deudas, apenas le dejaron, promediando los festejos del mundial 86, con un departamento en la capital y un auto pasado de moda con el que viajar todos los fines de semana del campo a la ciudad, y de la ciudad al campo. Campo prestado, se entiende, con la única posibilidad de acceder a él por la promesa de un buen negocio que es imposible que salga mal.
            Al menos esta vez se encargaba de cuidarlo como si de un bien preciado se trataran, algo mucho más necesario que el aire o el agua; algo que, con el tiempo de espera adecuado, lo sacaría de aquella situación de miseria.
            Peor quien no esperó fue, en medio de una tormenta, en noche cerrada en plena ruta, el camión que golpeó su auto. Acabó siendo arrojado, con la furia de la inercia de un camión de ocho ejes a más de cien kilómetros por hora, contra la cuneta de la ruta que acababa, por alguna razón que nadie pudo explicar, en un paredón de contención de concreto.
         De no haber sido así, de todas formas, ese año la cosecha fue un desastre, por lo que cualquier negocio que hubiera planeado con ella habría terminado, irremediablemente, en un fracaso. A pesar de ello nadie se esperaba la muerte de mi tío el pequeño. Nadie habría querido que acabara de esa forma, mucho menos sus acreedores.



Aclaración: Este niño y su caballo no se parecen 
en nada a mi tío el pequeño aunque, sin dudas, 
igualmente feliz se lo habrá visto cuando niño.


15 comentarios:

José A. García dijo...

Uno más, de los tantos, que se fue sin despedirse.

Nos leemos,

J.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Los acreedores suelen no querer la muerte de los deudores. Interesante detalle.
Pero mientras estuvo vivo, logró mucho, como dejar atrás las tradiciones.

O por lo menos es lo que entendí, colega demiurgo.
Saludos.

Cayetano dijo...

Parecía empezar con buen pie tu tío el pequeño, pero la vida impone sus credenciales, a menudo de forma adversa.
Saludos.

Tot Barcelona dijo...

Una historia que para mi no tiene mucho de extraño, conozco un caso similar.
Salut

Ginebra dijo...

Un pequeño y un caballo son un tándem perfecto, a mi modo de ver. Un pequeño que luchó y consiguió, mediante su tesón e inteligencia, llegar más lejos que sus padres inmigrantes en Argentina.
Besos

Frodo dijo...

Bueh, pensé que con este tío que pintaba medio calavera levantábamos.
Quedará tan sólo esperar que si hablás de ese primo, su vida haya sido más próspera o al menos con pinceladas grosas de felicidad ¿Y qué fue de tu tía política?

Abrazos!

Carlos Augusto Pereyra Martínez dijo...

Me place el humor, conque rematas la entrada, a pesar de la tragedia. Un abrazo. Carlos

lunaroja dijo...

Tu historia tiene tintes tan similares a los vividos por mis propios antepasados.
Todos los que somos hijos de inmigrantes llevamos esa huella,esa especie de desarraigo que se transmite de generación en generación.
Muy interesante,el humor y la ternura que desprende!
Saludos.

José A. García dijo...

Demiurgo: Varios años tardaron algunos acreedores en convencerse de su muerte.

Cayetano: Parecía comenzar bien y casi todos en la familia esperaban que fuera así pero siempre hay algo que nos señala el camino y eso no siempre es algo bueno.

Tot: Creo que muchos conoceremos un caso similar en algún momento. La cuestión es cuan cerca nos toque.

Ginebra: Algunas cosas consiguió, pero no las pudo disfrutar mucho tiempo que digamos.

Frodo: Es la vida misma, algunos personajes reaparecen después de años, otros que quisiéramos dar por perdidos nunca se van.

Carlos: Comedia y tragedia son dos caras de la misma moneda, que no es otra cosa que la vida. ¿No lo decían ya los griegos?

LunaRoja: Gracias por el comentario y la lectura. Quien no sea hijo, como sinónimo de descendiente, de inmigrante, que arroje la primera piedra.

Gracias por sus lecturas, nos leemos,

J.

Doctor Krapp dijo...

En que como un resumen de una vida pero estamos apartados como en todas ellas que no son la nuestra de lo que en realidad ocurre más allá de la ruda apariencia de los hechos.

Saludos

Amapola Azzul dijo...

La muerte a veces es imprevisible.

Besos.

ოᕱᏒᎥꂅ dijo...

Yo me casé con un cubano y conocí 4 días en un viaje de placer...
Y la muerte a veces es algo doloroso y previsible pero totalmente certero
besos

Manuela Fernández dijo...

Nadie se merece una muerte así, casi parece que se produce al azar, por mala suerte. Da penilla.
SAludos.

José A. García dijo...

Dr. Krapp: Cierto, todo lo que no nos ocurre a nosotros al parecer nunca tiene tanta importancia. Y, cuando nos percatamos de que tal vez no sea así, ya es tarde.

Amapola Azzul: Imprevisible pero bienvenida.

Marie: La muerte es lo único de lo que podemos estar seguros. Y eso tan solo por ahora.

Manuela: Casi parece que fue así. La duda siempre queda.

Gracias por sus visitas y comentarios.

Nos leemos,

J.

Mujer de Negro dijo...

Me gusta observar a los pequeños, porque puedes darte cuenta cómo llevan su temple, así sean chiquitos, solo que, la mala crianza a veces los anula.
Por aquí sigo, a ratos sí y a ratos también