domingo, 3 de noviembre de 2019

Familia - Tíos (3/5)


Como he relatado en entradas anteriores, los hermanos de mi padre tuvieron destinos disímiles. Hablé del anodino cumplimiento de un mandato social sin posibilidad de queja alguna, por parte de mi tía la mayor y de la partida intempestiva del hermano del medio. En la cuestión referente a mi otra tía, la menor, la hija pequeña de la familia, la historia se encuentra plagada de desanimo y lágrimas.
            El primer aniversario del final de la Guerra Civil en Europa trajo al mundo a mi tía la menor. En 1946 llegó el cuarto hijo de una lista que se cerraría finalmente tres años después. Y si todo fue alegría, como siempre lo es con un nacimiento, las sombras fueron ocultando el sol poco a poco, lentamente, como un atardecer que se resiste cada vez a terminar.
            Su infancia fue tranquila, creciendo junto a mi tía la mayor; después de todo entre mujeres seis años de diferencia es prácticamente nada, y ambas debían aprender lo que una mujer se supone que debe saber para mantener limpio y ordenado su futuro hogar. Debían, claro, saber cómo se comporta en todo momento, ante cualquier situación, una señorita.
Sin embargo, los problemas de salud, comenzaron pronto; el intolerable verano andaluz poco ayudaba y la idea de partir, de irse a otro lugar en el mundo, resultaba interesante. Principalmente porque sin dudas el aire del campo argentino mejoraría la débil salud de la niña. Su piel demasiado pálida, el cansancio que sentía aún cuando apenas sí finalizaba sus labores domésticos, las incomodidades para dormir, todo sería olvidado. ¿Cuál era el mal que la aquejaba?
            Médico alguno pudo descubrirlo, ni de un lado ni del otro del Atlántico; ni en el pueblo cuando sufría alguna recaída antes de la partida, ni los de la ciudad que visitaron antes de partir hacia el norte de Buenos Aires. Nadie decía una sola palabra que superara la estúpida pacatería social y que ayudara a que la niña pasara mejor sus días.
            Imagino, porque no me queda otra opción, que habrá sido algún tipo de cáncer; una de las pocas enfermedades de las que nadie habla sin dar grandes circunloquios aún hoy. Quizá me equivoque pero, de ser así, nadie queda que pueda corregirme. Prefiero eso a pensar en alguna otra enfermedad para la cual existiera una posible cura cuando murió y que solo la ignorancia de quienes la rodeaban impidió verlo a tiempo.
            La escuela, la iglesia, la casa, eran los ámbitos ideales para una mujer de una buena familia. Que el hermano mayor asistiera a las fiestas que se hacían en el pueblo luego de las cosechas, en el año nuevo, o en otoño, no le deba derecho a ella, una señorita, pero también una niña, a asistir. No, no lo hacía. Un hombre es un hombre, y una mujer una mujer. ¿No lo sabía acaso? ¿Qué se enseñaba en la escuela? Podía enojarse todo lo que quisiera, que aún así no podría ir. Su padre ya se lo había dicho una vez y con eso era más que suficiente. Pero el deseo persistía y, cuando algo semejante ocurre, prohibición alguna es suficiente para hacer el valer el límite que se pretende.
            Con los (pocos) años, los desmayos se tornaron en algo habitual; ya no aparecían una vez al año, ni siquiera una vez al mes. Pronto fueron uno por la semana, volviéndose cada vez más difícil recuperarse de cada uno de ellos a pesar de los tónicos y otros remedios de los médicos. En su rostro de niña, pues sólo tenía 16 años cuando comenzó a empeorar, el miedo, el dolor, la desesperación y la posibilidad cercana de la muerte marcaban su huella; cosas que no podía articular en palabras, porque no sabría como hacerlo, pero que su cuerpo se encargaba de demostrar.
            De seguro supo antes que nadie, al menos antes que los doctores, que moriría pronto; supo que un día como cualquier otro se desmayaría para no volver a despertar. Por eso decidió suspender, ante la sorpresa de su madre, los preparativos de su fiesta de 18 años meses antes; pasaría esa fecha en silencio, en la casa, para no molestar a nadie con su dolor, como corresponde a una señorita. Pero no, eso no es lo que debería corresponderle a una mujer, ni en esa época ni hoy. Quería que nadie la viera sufrir, que nadie viera cómo se encontraba tras tantos meses de dolores y recaídas. Sin embargo, de esa manera se preparó, con miedo, con dolor, con angustia, para el que sería su final, porque, como era de esperarse, como lo sabía toda la familia, murió.
La tradición familiar dice que murió virgen sin siquiera llegar a celebrar el cumpleaños suspendido; al menos de esa forma era recordara en aquella reuniones a las que me obligaban a asistir en mi primera infancia (el que no supiera qué significaba el que fuera virgen, no ameritaba explicación alguna en esos momento si no el mandarme a callar). Así, mi tía la menor, era la virgen de la familia. La que murió impoluta sin haber conocido hombre en su lecho. Una virgen, como manda que han de ser las mujeres antes de su casamiento; una virgen, para ser lo más cercano a la santidad que se conocerá en medio del campo; una virgen para tener a quien emular en los momentos de fragilidad y oscuridad.
            Dudo que alguien más que sus padres creyeran algo semejante.
            Como si supiera lo que iba a suceder pidió, y le fue permitido, asistir a la fiesta con la que celebraban en el pueblo la cosecha de 1964. La acompañarían sus hermanos mayores, mi futuro padre y el hermano del medio, quien poco tiempo después partiría también, en este caso en tren, hacia un destino tan incierto como lo que acontezca después de la muerte. Irían con ella adelantándose a la eventualidad de que sucediera algún desmayo imprevisto y, por supuesto, para evitar cualquier contacto indeseado que pusiera mácula a su virtud.
¿Puede alguien asegurar que, a lo largo de toda la fiesta, sus hermanos la protegieron el ciento por ciento del tiempo? ¿Puede asegurarme que nadie se acercó a ella en toda la noche? ¿Saben ustedes si es verdad que realmente nada sucedió en ese galpón apenas acondicionado para realizar algo parecido a lo que entendemos hoy que debe ser un festejo semejante?
Porque, de ser así, nadie se explicaba las flores anónimas que llegaron a la casa el día del velorio y que mis abuelos se encargaron de ocultar prontamente de las miradas indiscretas. Flores cuya existencia se negó a lo largo de los años; pero, si algo nunca existió, no tiene sentido el negarlo con tanto ahínco, con tanta insistencia, con tanto enojo. Si hubo, en el momento en que las flores llegaron a la casa, algún cruce de miradas entre mi padre y su hermano nunca lo sabré; pero si alguien está interesado en mantener la ficción de que la niña, como le decían sus abuelos, murió virgen, es una cuestión de ellos.
El como yo lo veo, en estos momentos, es un detalle que no aporta mucho (o, al contrario, aportaría demasiado) a la historia. Mi tía la menor es otro de los nombres que se repetían en las reuniones familiares, junto con el de su hermano perdido en los trenes, el tío el viajero, como le llamé en algunas oportunidades, y aquellos otros que nunca había regresado de España. Un nombre más que, tal vez, dentro de unos años finalmente se olvide ya que, de esas dos generaciones (los padres, los abuelos), van quedando cada vez menos familiares, menos personas a las qué preguntar, cada vez menos recuerdos que rememorar y, lo que sin lugar a dudas es lo más terrible, menos historias qué contar.



Aclaración: Esta pensativa adolescente de la década
de 1960, estoy seguro, no se parecía a mi tía la menor
lo sé porque dolor alguno se distingue en su expresión.

18 comentarios:

José A. García dijo...

Poco, si no nada más, puedo agregar sobre su vida.

Nos leemos,

J.

Mucha dijo...

Algunas cuestiones deberían estar disponibles para (casi) todos.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Muy hábil narrador.
Enumerás hechos que hace suponer que murió sin conocer la intimidad.
Pero también un hecho que podría permitir suponer lo contrario, que tuvo la astucia para eludir la vigilancia, protección de padre, de hermanos, para lograr una experiencia íntima. Tal vez la seguridad de una muerte próxima le dio la la decisión para hacerlo.

Saludos, colega demiurgo.

Carlos Augusto Pereyra Martínez dijo...

Tienes razón. Hoy nos vamos quedando sin historia familiar qué contar. Cuando la familia no es desaparecida, los que quedan, ya nada tienen que contarnos, o prefieren como en el teatro, hacer mutis por el foro. Un abrazo

José A. García dijo...

Mucha de la Torre: Cierto, pero no lo están, por eso los problemas continúan.

Demiurgo: No seré el primero en decir que la realidad supera, con creces, a la ficción.

Carlos: También está el problema de la falta de diálogo intergeneracional por la intervención de cierto tipo de tecnología que nos hace creer que somos mejores cuanto más aislados nos encontramos los unos de los otros.

Saludos,

J.

AlmaBaires dijo...

Hace unos días falleció el último hermano de mi abuela paterna, y recordé estas entradas tuyas... la cantidad de cosas que me he perdido de preguntar, de saber, de averiguar, y que ahora quedarán definitivamente en el olvido porque ya una entera generación ha desaparecido...en fin.

Un saludo.

Cayetano dijo...

Una salud quebradiza. Tan temprano no toca morirse.
Saludos.

la MaLquEridA dijo...

Pobre de tu tía la menor, ser enfermiza no ayuda a nadie.


Saludos

Tot Barcelona dijo...

Tuve la fortuna de preguntarle todo a mi madre, y que ella me respondiera. Jamás tuvo pelos en la lengua, así me enteré de quien era mi padre (un multipadre) y de una serie de cosas que de otra manera jamás las hubiera sabido.
salut

lanochedemedianoche dijo...

Muchas cosas de nuestra familia jamás sabremos, fueron tiempos de esconder todo.
Abrazo

unjubilado dijo...

¡Oye! Te agradecería que me dieras la dirección de la "pensativa adolescente" es una prima perdida y hallada en el temp... digo en internet.
Saludos

ANNA dijo...

Gracias por tu visita y aportacion al blog te lo agradezco mucho
ciudate
besos

Manuela Fernández dijo...

Qué historia más romántica y bonita la de tu tía, aún siendo triste, una mujer joven delicada con un amor secreto que le envía flores ya muerta. Un secreto que seguramente traspasará la frontera del más allá.
SAludos.

José A. García dijo...

AlmaBaires: Esa es la peor parte de la vida, el no saber cuántas cosas caen en el olvido y son imposibles de recuperar. Gracias por tus palabras y lo siento por tu pérdida.

Cayetano: No debería tocar nunca pero, no siendo así, tampoco tan joven.

Malquerida: No sólo no ayuda, sino que trae demasiados problemas.

Tot Barcelona: Siguiendo los relatos al parecer sé muchas cosas, pero son más las que ignoro, o las que quisiera saber, que aquellas sobre las que puedo hablar.

La Noche de Medianoche: Todavía hoy se esconden demasiadas cosas.

Anna: De nada. Gracias por tu visita también.

Manuela Fernández: Si existió ese secreto, me es imposible saberlo ahora.

Saludos a tod@s, gracias por sus lecturas y comentarios, como siempre, lo más interesante de Proyecto Azúcar.

J.

Frodo dijo...

Puta madre J! vos y el destino de algunas personas como tu tía.
Gracias por amargarme el domingo a la mañana, ahora no me queda otra que escuchar buenos tangos

Abrazo!

José A. García dijo...

Frodo: De nada, y bienvenido al club de los domingos de amargura. Más que el tango, algún bolero si querés.

Nos leemos,

J.

lanochedemedianoche dijo...

Hay amores que no necesitan lo carnal, el amor platónico es consumidor de miradas robadas, creo que eso pudo pasar en esta historia.
Abrazo

Mujer de Negro dijo...

Se debería vivir, no sobrevivir, si lo hizo, se lo celebro y si no, que fuera por decisión suya y de nadie más, quizás ella que cargaba un dolor y tenía una línea de vida muy corta, de haber tenido más tiempo hubiera sido la que se rebelara
Soy de muchos, muchos años después, pero con una madre de pensamiento igual, ni una mancha antes del matrimonio y una, tan obediente 😒