Como si de un mecanismo de relojería se tratara,
cada tres años mis abuelos paternos arrojaban un niño a este mundo. Ignoro de
qué manera hacían sus cálculos, o cómo evitaban el error; y ahora que ya es
tarde para interesarme en el asunto tampoco tiene tanto interés. Claro que ese
detalle podría agregarle una nota de color a la historia pero, en verdad, sería
un aporte demasiado pequeño.
El
tercer hijo nació hombre, la guerra se había acabado en España, pero otra
guerra comenzaba, de la que llegaban noticias terribles sobre el horror que
sucedía del otro lado de los lejanos Pirineos. Noticias que no podrían ser del
todo ciertas, al menos que creyéramos que los soldados rusos, cuando se
quedaban sin provisiones, hacían sopa con los cuerpos desmembrados de los niños
alemanes muertos en los bombardeos sobre las ciudades que no aceptaban el
comunismo. Y que era a base de este tipo de sopas que sobrevivían el frío de la
aún más lejana Siberia.
Dejando
de lado la guerra, lo único peor que puede suceder al hijo de una familia
cercada por los tradicionalismos caducos, lo único peor a nacer mujer o a no
nacer en lo absoluto, es ser el segundo hijo varón. Condenado a ser el segundón
toda tu vida a menos que tu hermano mayor, el primogénito, muriera (por causas
naturales o de envidia, que no siempre se distinguen unas de otras), que el padre
lo desherede por alguna razón, te mueras primero o acabes haciéndote cura o
milico en la Guardia Civil.
El
republicanismo solapado de la familia impidió que, en los años en que quedaban
antes de la huida de España, el hermano de mi padre contemplara la idea del
seminario; así como también se debía ser mayor de edad para poder usar un
uniforme de guardia civil, lo que te permite portar un arma y cometer cuanta tropelía
se te ocurra. La situación todavía podía mejorar de algún modo de no haber sido
que, para su sexto cumpleaños, el regalo de sus padres fue el nacimiento del tercer,
y último, hijo varón de la familia.
Tienes
seis años y nada comprendes de lo que sucede, pero sabes, intuyes, que todo
será cuesta arriba en tu vida, que nunca nada será fácil; lo sientes en las
fibras más profundas de tu ser aún cuando ni siquiera sabes cómo sentirte al
respecto.
El
viaje hacia Argentina, los veinte días encerrados en un barco que amenazaba con
desarmarse en miles de piezas cada vez que el mar mostraba su furia en forma de
tormenta, fue la mayor aventura de su infancia. Atravesar los pasillos
infinitos escuchando voces y acentos extraños, aun arrastrando a su pequeño hermano,
era suficiente para despertar infinitas fantasías. No podía contar con el
hermano mayor quien, con sus 18 años y sus recientemente adquiridos pantalones
largos, paseaba por el barco sin dar explicaciones a su madre ni atender a sus
hermanos.
A
pesar de ello, había mucho para descubrir, para disfrutar, en el viaje. Y más
aún una vez llegados al puerto y en todo lo que tuvieron que hacer sus padres,
mis abuelos, hasta llegar a la tierra prometida al norte de la provincia de
Buenos Aires. Se suponía que allí esperaban otros familiares, tíos o primos, o
primos de los tíos, o alguna cosa similar, pero también podría ser que no fuera
así y acabaran en medio de la nada.
Las
nuevas oportunidades tardaron en dejarse ver en aquella otra casa, en el campo,
la escuela y la cantidad de cosas que podía hacer y aprender mientras todos los
demás en la familia estaban igualmente ocupados.
Al crecer, uno se olvida de lo
complejo que resulta ser un niño, las expectativas que hay que cumplir, los
metas por alcanzar, alegrar a todos por igual; se olvidan igualmente las cosas
que los adultos imponen a los niños sin siquiera preguntarles si están de
acuerdo, porque son niños, y su opinión cuenta menos que la de una mujer. Las
travesuras suelen ser más divertidas cuando nadie nos ve hacerlas, o cuando
creemos que nadie lo hace. Porque resulta siempre que algún par de ojos adultos
se encuentra observando en todo momento. Claro que no se puede ser un niño para
toda la vida, al menos no se lo podía ser durante la década de 1960, en
Argentina y su caos político y económico (para no hablar de las cuestiones que
en verdad importan).
Era
necesario crecer, tomar decisiones y responsabilidades. Aquel campo nunca sería
suyo, al menos que algo cambiara. En el pueblo podría dedicarse a alguna otra
cosa. Otros trabajos, otras personas con las que relacionarse y, más
interesante aún, otras mujeres que no sean las hijas de los puesteros cercanos,
esas a las sólo interesan el casamiento y los hijos y nada, pero nada, de
diversión, ni siquiera por error. Esas fue, sin lugar a dudas, una de las
primeras cosas que aprendió en su nuevo hogar.
Pero,
algo mucho más importante que el conocer mujeres, el pueblo tenía su propia
estación de trenes. Dos gotas larguísimas de metal que se fundían en la lejanía
del horizonte en dos direcciones completamente diferentes. Un mapa de la
Argentina, con el trazado de todas las vías férreas nacionales, que recorrían
la mayor parte de la extensión, decorada la pared más grande de la estación (el
mapa aún puede verse en la estación, un poco más viejo, decolorado y con
manchas de humedad. La estación es ahora un centro cultural desde que el ramal
que pasaba por el pueblo no sobreviviera al neoliberalismo que embargó al país
en la década de 1990. Otros dicen que en realidad se construyó una estación
nueva unos kilómetros más adelante, más cerca de los campos sojeros, y, por lo
tanto, más rentable. No lo confirmé, y tampoco es importante ahora).
En
el pueblo hay quienes aseguran haberlo visto partir en una dirección; otros sostienen
que lo hizo en el sentido contrario. En lo que coinciden es en que se marchó del
pueblo, del campo, de la familia, de la falta de oportunidades; sin despedirse
y sin señalar su destino en mapa alguno, como si huyera de algunas cosas y sé de
ciertas personas de mala voluntad dirán que era eso mismo lo que había hecho,
huir de la realidad de un hijo ilegítimo al que no pretendía reconocer. Lo que
sé con certeza es que era 1965, y tenía 22 años, cuando partió.
Ni
una postal, ni una carta, ni señal alguna de vida, durante años. La mayor de
las incertidumbres navidad tras navidad, año tras año, cosecha tras cosecha. Su
madre, mi abuela, que poco a poco iba quedándose ciega, esperaba el momento de
verlo volver; aún cuando el resto de la familia y los pocos amigos que uno
tiene al vivir en el campo durante tantos años, se empecinaran en decirle que
eso nunca ocurriría. Sin embargo, su madre confiaba en su regreso.
Dicen
unos pocos que lo reconocieron en la estación una mañana de invierno, o quizá de
fines de otoño, de 1979; y que a primera hora de la tarde de ese mismo día
partió. Dicen que lo vieron caminar por el pueblo como queriendo reconocer lo
que viera en él antes de partir, como hacen aquellos que se van y regresan
luego de décadas enteras sin caminar las mismas calles, como dice la canción.
El pueblo era otro, diferente, más grande, con más gente, nuevos negocios.
Solamente las calles y los caminos eran los mismos. Dicen que regresó específicamente
ese día para visitar la casa de sus padres, mis abuelos, porque sabía que solo
encontraría allí, ciega y perdida en sus pensamientos, a su madre. Al regresar
de sus labores en el campo, el abuelo encontró a su esposa llorando con
desconsuelo pero sin pronunciar ni una sola palabra que explicara la razón de
su llanto.
Desconozco
si esta historia es verdad, si mi tío, al que nunca conocí, regresó alguna vez
o si continuó su viaje buscando su lugar en el universo. Para mí no es más que
un nombre repetido en las reuniones familiares de mi infancia, a las que dejé
de asistir en cuanto supe que podía hacerlo. Tal es así que ni siquiera puedo
decir que se haya convertido en un recuerdo sino que es menos que eso, mucho
menos.
Aclaración:
Este rectángulo negro es quien
mejor representa a quien nunca conocí.
16 comentarios:
¿Quién no tiene un pariente de quien todos los mayores hablan pero uno nunca llega a conocer?
Saludos,
J.
Las circunstancias ponen a veces a la gente entre la espada y la pared. Y a veces se toman decisiones duras y desagradables que otros no entienden. A los que lo pasan mal es difícil juzgarles.
Un saludo.
Vengo de leer el anterior, y este rectángulo negro me ha causado mucha gracia ya que esperaba el ya clásico "no se parece en nada..."
El tiazgo (se dice así?) es el papel que mejor me sale dentro de mi familia. Sí, el tío borracho de las fiestas, el que le hace joda a sus sobrinos asustándolos, llevandolos a elegir lo que quieran en el kiosco bla bla bla etc etc etc... Ojalá algún día sea yo una de las fotos en un escrito de estas magnitudes
Abrazo J
Es cierto que siempre suele haber en las familias alguien del que se habla y solo se conoce de oídas, es decir de lo que cuentan sobre esa persona viene por boca de otros.
Genial el rectángulo negro para representarlo.
Un saludo Jose
Puri
Cayetano: La vida es una decisión dura y desagradable.
Frodo: No sé si se dirá “tiazgo” o no, pero entiendo la referencia y es algo a lo que le escapo con mucho énfasis de convertirme en una caricatura de mí mismo.
Dulcinea: Algunas familias no se componen más que de ese tipo de personajes. Y, en algunos casos, lo mejor es que así sea.
Gracias por sus visitas,
J.
Contaba mi padre, que en paz descanse, que tenía una tía con 8 hijos todos varones y que se fue a Argentina con tal de que no pasasen por el servicio militar en la posguerra....
lógicamente, de aquella familia jamás supo que la que se quedó aquí en España
un beso
Amén
Pues a pesar de representarle un rectángulo negro, nos has regalado un relato familiar muy interesante y a mí me has trasladado a otro tiempo y otro lugar al que también para llegar has de cruzar el charco. Saludos.
Es algo que suele darse.
Es interesante alguien que se rebela al destino, se va para no volver.
Saludos, colega demiurgo.
1979, fue el año de las desapariciones en Argentina y no me refiero tan solo a las originadas por la sangrienta represión política, la gente tenía que escapar a alguna parte y algunos optaron los exilio. Desde la distancia creo que hubo entonces una generación perdida mucho más perdida que la que ha adquirido fama literaria.
Saludos
Debe de ser duro para un hijo alejarse de su familia y no volver, pero es su decisión al fin y al cabo, pero para una madre debe de ser casi peor que la muerte, no saber cómo le irá, si será feliz. Muy duro.
SAludos.
Acabo de ver en tu rectángulo negro, los cuatro y cada uno de mis abuelos.
Saludos
José, siento contradecirte, pero ante esa familia tan prolífica como es la suya, no hay nada que la represente,por ejemplo,como un rectángulo.
Saludo amigo.
Me encanta tu árbol genealógico narrado!
Muy especial, muy reflexivo. Nos muestras esos espacios que pertenecen al pasado pero que siguen aún hoy vigentes en la memoria y en el alma.
Saludos!
Marie: La distancia, no siempre geográfica, destruye a la familia. Imposible negarlo.
Recomenzar: Gracias
Mara: Un tiempo en el que al menos los trenes funcionaban en Argentina, pero eso es secundario. Gracias por tus palabras
Demiurgo: ¿Quién no quiere tener la voluntad suficiente para hacer algo semejante?
Dr. Krapp: Es posible que algo de ello haya tenido que ver con su decisión; me gustaría preguntárselo, pero lo veo impracticable.
Manuela: Sin lugar a dudas, debe ser lo más duro para cierto tipo de madre.
Un Jubilado: Gracias por el comentario. También veo reflejado en él a muchos familiares.
Guillermo: Sería iluso de mi parte pensar que algo diferente a la vida misma pueda representar no ya a mi familia, sino a cualquiera de ellas.
Luna Roja: El pasado siempre está presente, hasta que deja de estarlo, entonces se convierte en algo más.
Gracias por sus visitas y comentarios, como cada semana.
Nos leemos,
J.
Quiero ser de nuevo el que te amó. Pablo Milanés
¿A esta canción te refieres, José?
El hermano mayor de mi padre se marchó de casa de sus padres cuando tenía trece, dicen que alguna vez volvió, muchísimos años después y causó revuelo, de mente revolucionaria en un ambiente estrecho y machista, una locura
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