sábado, 12 de octubre de 2019

Familia - Abuelos (4/4)


Como mencioné antes, la historia de mi familia recorre el siglo XX, siempre pretendiendo huir de las peores situaciones para acabar descubriendo que quizás antes no se estaba del todo mal. ¿O era a la inversa? Como fuera, sobrevivir era la consigna, aun cuando requiriera muchísimo esfuerzo y se ignorara cómo hacerlo. Siempre lejos de las luminarias, lejos de la ciudad, lejos de las miradas y las opciones de hacer algo que no sea trabajar, trabajar y continuar trabajando; la vida de la primera generación, de los abuelos transcurrió de una manera tan alejada a mi actual realidad que me parece un cuento, una fantasía. Pero, en este relato, la ficción tiene poco lugar.
            La pareja despareja de la literatura clásica, del cine, la televisión, las series que nos obligamos a mirar para sentirnos aceptados y, por supuesto, de la vida misma, no podía estar ausente. De otro modo soy incapaz de comprender la supervivencia de la relación entre mis abuelos maternos; supongo, también que el que la dictadura de 1955 anulara la ley de divorcio civil en Argentina poco tiene que ver en ello. Algo más habría, algo más hubo; algo que nunca pude, ni podré, saber qué era.
            Se conocieron, mi abuelo habló con mi bisabuelo (que para nada pinta en ésta historia) ofreciéndole algo a cambio de su hija y una parcela de tierra que cultivar para ambos. Aquí viene el chiste de que mi abuela le costó las dos vacas y los tres cerdos que se sirvieron en la fiesta de casamiento; el mayor cariño del viejo hacia el chancho sacrificado antes que hacia mi futura abuela, incluso después de la muerte de su amada esposa, no forma parte del chiste. Es una gran metáfora, la del hombre que llora por el sacrificio de un cerdo en su casamiento y el cerdo que es no es un simple cerdo, sino que es él mismo, pero no es una imagen literaria, fue real. Lamentable, pero real.
            Ella creería, quizá, que podría darle un poco de alegría a aquel hombre que hablaba poco y ordenaba mucho, que podría hacerlo sonreír ya que suavizar su trato era imposible. La ausencia de palabras como una violencia más, como indica la costumbre en el campo a finales de la década de 1950, no debe de haberle parecido tan extraña como puede resultarnos hoy. Ni siquiera creo que el viejo haya tenido la voluntad de buscar otra mujer en donde descargar su masculinidad, tampoco le interesaban asuntos tan carentes de valor como la crianza de los niños; sobre todo, dudo que haya sabido algo sobre su hija, mi madre, y de cómo se crió.
            Fue posible para la abuela obtener el permiso del amo y señor del hogar para poder enviar a mi madre a la escuela de señoritas del pueblo, donde aprendería a ser un ama de casa. Claro que, en medio del campo, cosas como las escuelas para señoritas no existen, solo una escuela pública común, donde con un poco de suerte se aprende a leer y escribir. Donde también se aprende a pensar el mundo de otro modo y saber que existe la posibilidad de aspirar a algo diferente (ni mejor ni peor, diferente) a lo que se posee y anhelar ser algo más que un simple peón de campo, que una mera ama de casa.
            Con el niño fue más complicado. El viejo siempre se negó a cualquier cambio; era más útil que su muchacho supiera utilizar las herramientas de labranzas a que aprendiera a leer, escribir o pensar en otra cosa que no fuera en hacer lo que se le ordenaba. El dolor que ha de haber sentido la abuela en el centro de su corazón fue uno más de los tantos disgustos que, a la larga, acabarían con ella, a la muy larga, porque el viejo la haría sufrir durante años.
            Día a día repitiendo lo mismo, porque las rutinas también existen en el campo; incluso hay quien dice que fue allí donde nacieron, quizá tenga algo de razón. Siempre lo mismo, viendo como las cosechas se pierden, como los ahorros se desvanecen, como se multiplican las deudas y no se pierde la tierra por pura casualidad, que si no quién sabe dónde podrían acabar. De igual manera se acumulan los remiendos en la misma vieja ropa de los niños que ya casi son adolescentes, jóvenes que necesitan otras cosas que no se consiguen de la tierra, que no crecen en los árboles. Algo que les permitiera desarrollarse, en lugar de quedarse en una casa que aún en los primeros años de la década de 1960 no contaban con luz eléctrica, y el almacén más cercano se encontraba a veinticinco kilómetros de distancia.
            Pero, en el campo, pocas son las cosas que cambian; salvo que lleguen de visitas parientes lejanos, de otras provincias del interior del país; o que se instalen en el pueblo extraños que dicen venir de esos lugares que a veces se mencionan en las noticias. Gente de todas las edades, mujeres y hombres, niños, adultos y algunos pocos ancianos, con la misma intención de trabajar y conseguir lo que otros tienen, una parcela de tierra donde cultivar, un lugar donde levantar una casa y, llegado un momento, un lugar donde dejar caer los huesos.
            Algunos de los recién llegados, a no dudarlo, de seguro tendrán la edad de mis abuelos. Alguno de ellos, tal vez, comenzará dentro de poco a visitar por las tardes, cuando el trabajo en la tierra se toma un descaso, la casa durante la primavera, que es la mejor época para dejarse llevar por el aroma de las plantas. La niña, está segura mi abuela, por fin podrá irse, salir de allí, no quedarse en medio de nada; que por algo se tomó el esfuerzo de educarla y darle a conocer todo lo que ella misma aprendiera de su madre. El destino del muchacho, lo sabe, será diferente. Muy diferente.
            Un atardecer de verano, luego de una de las fiestas de la cosecha en San Pedro, el pueblo cercano, una versión más joven, más alegre y simpática (dos características que finalmente no formaron parte de mi herencia genética) de mi padre, se acercó a visitar la casa. A preguntar por mi madre, por su madre y su padre, como corresponde que un caballero debe de hacer, como indican las normas, como lo dicen las leyes no escritas del trato entre las personas allí, en medio del campo.
            Sus visitas fueron, al principio, una vez al mes, luego, con el tiempo, se atrevió a presentarse en la tranquera una vez a la semana. Y luego fueron dos veces hasta que, con los meses, a la inversa que en el cuento de Borges, su visita se repetía día tras días, no una única vez al año.
            Hubo discusiones, entre los adultos, discusiones de hombre a hombre, malos entendidos a partir de las mediapalabras que solía utilizar el abuelo, otro tipo de palabras pronunciadas en voz alta y con el único fin de generar la ofensa que no llega a destino. Pero el tiempo no se detuvo.
            La abuela intentaba intermediar, evitar que el problema pasara a mayores y un insulto ignorado se convirtiera en un agravio familiar. Pero las mujeres no tienen por qué meterse en lo que discuten los hombres; de seguro pensó, si es que no lo dijo, más de una vez, el abuelo. Ese tema, esa discusión larga y tortuosa ha de haber sido también uno los grandes disgustos que atravesó y afectó la vida de una mujer que solo intentaba conseguir lo mejor para su familia; aún cuando algo tan sencillo se tornaba cada día más complicada.
            Luego de la separación de la familia, porque mi padre y mi madre se casaron sin mayores impedimentos que alguna cara de pocos amigos en las fotografías, y partieron rumbo a sus propias vidas, en la casa de mis abuelos todo cambió. La abuela no volvió a pronunciar palabra más allá de las estrictamente necesarias para darse a entender; nunca más una palabra de aliento, o de amor, mucho menos de odio o resentimiento. El viejo, de seguro, apenas de percató de la diferencia, porque de seguro nunca la había escuchado realmente. Mientras tanto, a un costado de la escena y de seguro sintiéndose tan personaje secundario en un drama como en el resto de su vida, mi tío miraba todo sin comprender, o comprendiéndolo a medias, mientras su madre moría poco a poco, tragándose sus palabras.
            Una a una, hasta el fin.


Aclaración: La mujer demasiado sonriente 
de esta fotografía no se trata de mi abuela 
de quien no conozco imagen alguna.

17 comentarios:

José A. García dijo...

Por alguna razón las primeras generaciones siempre parecen sufrirlo todo mucho más que nosotros.

Hasta que nosotros mismos nos convertimos en primeras generaciones.

Nos leemos,

J.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Si esta fuera una ficción, como intuyo que lo es, el gran momento sería la ruptura. Una rebelión a la tradición de quedarse en el mismo lugar, descubrir que existe algo diferente. Lo que llevaría al final de la historia.

Saludos, colega demiurgo.

Cayetano dijo...

A veces las rencillas y discusiones entre miembros de la misma familia acaban como el rosario de la aurora, otras, la mayoría, imponen silencio y distancia entre algunos de sus componentes.
Un saludo.

María dijo...

Tan dura la vida del campo, todo un año para que a veces nada se recoja. Pobres familias lo que tienen que sufrir.

Besos.

Frodo dijo...

Iba a decir "pasa en las mejores familias", pero prefiero aplaudir tu comentario, el de ahí arriba, antes del Demiurgo.
Cuando el tío borracho ya se fue, y te encontrás mirando a tus sobrinos con un vaso de vino en la mano... te diste cuenta de la metamorfosis

Me gustaron esta tetra entradas
Abrazo diabólico J!

Eva S. Stone dijo...

Queda mucho aún por hacer en la igualdad de hombres y mujeres; también en la igualdad de todos las personas en todos los países del mundo.

Un beso ancestral.

José A. García dijo...

Demiurgo: Pero no se dio ninguna verdadera ruptura, tan solo continuidades mal disimuladas…

Cayetano: Y los silencios más supinos.

María Dorada: Lo que han sufrido siempre.

Frodo: Tengo mis métodos para evitar convertirme en esa clase de personajes… Si quieres se los vendo Don Frodo.

Eva: Si la igual entre países nos va a llevar a que todos pensemos igual y que seamos iguales (en el sentido de homogéneos) los unos de los otros, prefiero mantener las distancias, y las diferencias también. En cuanto a lo de los hombres y mujeres, lamentablemente algunas cosas no cambiarán nunca.

Gracias por sus visitas, nos leemos,

J.

Ginebra dijo...

Pues sí, a veces he pensado lo mismo que tú: sufrimos más cuando nos convertimos en primeras generaciones... La historia de la abuela es la historia turbia y común de muchas mujeres en aquellos años, mujeres bajo la presión del patriarcado, invisibles, sin voz...
Los tiempos están cambiando, por suerte.
Saludos

Manuela Fernández dijo...

Mientras leía me iba diciendo, qué vidas más distintas a la mía, cómo comprenderlas?, cómo ponerme en su lugar? Excelente relato donde perfilas a la perfección los distintos personajes.
SAludos.

unjubilado dijo...

Es cierto, antes a los niños no se les mandaba a la escuela ¿para qué? decían, si ya tiene asegurada su vida con los campos que le voy a dejar. Y moverse de un pueblo a otro, excepto a los más próximos también era algo muy difícil de conseguir.
Saludos.

ANNA dijo...

Gracias por tu aportacion y visita al blog
te lo agradezco mucho
cuidate mucho
Besos

Carlos Augusto Pereyra Martínez dijo...

Construcción cultural.Conveniencias que los tiempos van instalando en el imaginario colectivo e individual. Los contextos nos modelan o modelan? Un abrazo. Carlos

Doctor Krapp dijo...

Estaba todo tan condicionado por la moralidad, la rectitud y la tradición que obligaban a adoptar posturas de un sofisticamiento que roza lo inverosímil para poder fundar una familia o más bien para mantener un status familiar.

Saludos

ოᕱᏒᎥꂅ dijo...

yo conozco poco de mis abuelos, mi padre no conoció a sus padres, y mi madre por cuestiones de la época tuvo una educación distante....
cosas de la vida...
Besos

José A. García dijo...

Ginebra: Los tiempos siempre cambian, quien no lo hace realmente son las personas.

Manuela Fernández: El problema es creer que podemos ponernos en el lugar de cualquier otro cuando en verdad eso es imposible. Lo máximo que podemos hace es comprender que sus vidas fueron de por sí difíciles en un contexto que no aceptaríamos como propio porque no pertenecemos al mismo.

Un Jubilado: Si tenían la suerte de que la tierra era propia, tal vez.

Anna: Gracias por la visita.

Carlos Augusto: Creo que la mayoría de las veces aceptamos lo que viene por comodidad, para no tener que hacer el esfuerzo de cambiar.

Dr. Krapp: Fingir, eso es lo más importante.

Marie: Tengo mucha familia, la mayoría muerta antes de mi nacimiento, ¿qué me quedan sino recuerdos, historias, anécdotas sobre personas que no conocí ni conoceré jamás.

Gracias por sus visitas, nos leemos,

J.

la MaLquEridA dijo...

Y sin embargo con cada fotografía se puede saber cómo no eres.

Fascinante historia


Saludos

Mujer de Negro dijo...

Es extraño el conformismo, aún ahora me resulta de difícil digestión mantenerse en un mismo sitio, mismas costumbres que nos llevan a parecer copias de las mismas copias.
La invisibilidad de la mujer parece que no terminará nunca
😒