Al despertar lo encontramos entre nosotros.
Sin explicaciones ni presentaciones,
como si fuera uno más de nosotros cuando, claramente, no lo era.
Nos indicó con gestos y mímicas de
trabajos cuanto debíamos hacer para purificar nuestras tierras, nuestros
cuerpos, nuestras mentes y reparar el daño de milenios de depravación, como él mismo decía
estar haciendo.
Como no se trataba del primero en llegar
a nosotros con un mensaje similar, no creímos en ninguno de aquellos gestos. Su
lengua, cortada de raíz, y la irregular cicatriz que rodeaba su cuello, eran
señales inequívocas de que se trataba de uno de los tantos falsos profetas que
rondaban la región.
Lo más extraño de todo era que había
llegado desde las tierras calientes, donde estábamos seguros que no quedaba
nada más que devastación y muerte. La tradición decía que allí había comenzado
el final de lo que fuera antes, y que nosotros, allí, en aquel poblado, éramos
los que más cerca nos encontrábamos. Eso explicaba que tantos fabuladores
llegaran ofreciéndonos sus prodigios y quimeras, cada una de ellas más falsas
que la anterior.
Nos burlamos de su piel
resquebrajada, de sus ojos cansados que parecían haber visto infinitos
amaneceres, de sus manos curtidas por cada uno de los trabajaos conocidos, de su
cuerpo enflaquecido y de su morral remendado tantas veces que imposible saber
cuál era su color o su forma primitiva. Y, cuando nos cansamos de reírnos, lo
echamos de nuestras tierras a pedradas, como corresponde, según la tradición
claro.
Huyó, otra vez, hacia las tierras calientes.
Sin dudas por el mismo camino por el cual había llegado y, tan pronto como lo
vimos perderse en aquella tierra yerma y hostil, nos olvidamos de él.
Continuamos con nuestras vidas sin
preocuparnos, como lo habíamos hecho en los años previos, aprovechando el poco
tiempo que teníamos dado lo rápido que envejecíamos viviendo allí, tan cerca de
aquel lugar que solamente significaba decadencia y final para los pueblos
anteriores a nosotros.
Notamos los primeros cambios varios
años después. En algunas tardes, cuando el resplandor del sol no golpeaba de
manera directa podían adivinarse manchas color verde entre la tierra que
sabíamos árida y abandonada. Por otro lado, los pocos nacimientos que se
producían en el poblado comenzaron a multiplicarse y, la mayor de las
sorpresas, aquellas criaturas nacían tal y como se esperaba que lo hicieran,
sin complicaciones para ellas ni para sus madres. Los partos se volvían, poco a
poco, normales; pudimos dejar de celebrarlos como un triunfo sobre la muerte
cuando alguno de los dos sobrevivía, para celebrarlos como el triunfo de la nueva
vida.
Durante la primavera anterior una
suave brisa, inesperada en casi todos los sentidos, inundó el poblado con
aromas desconocidos, con el trino de aves que ignorábamos y el rumor del agua
ausente hasta ese momento. Resultaba más extraño el que la brisa llegara en la
dirección de las tierras calientes y que, sin embargo, no resultara similar a
nada de que solía llegarnos desde allí.
Intrigados, como no podía ser de
otro modo, pero aún así presos de un temor reverencial, unos pocos de nosotros
nos internamos en la tierra baldía escondidos bajo capas de ropa que, por
generaciones, se confió en que nos protegerían de lo que continuaba produciendo
muerte en aquel lugar.
Caminamos durante días porque, si
bien éramos el poblado más cercano, no era cierto que nos encontráramos tan
cerca de las tierras realmente calientes; de haber sido así no hubiéramos
sobrevivido ni tan siquiera un día. El menor indicio de nada diferentes a la
desolación y al abandono, como ya sabíamos, facilitaba nuestro camino. Aun así,
continuamos pues necesitábamos saber qué era lo que estaba sucediendo para huir
si era necesario, o para continuar, de ser posible.
Encontramos un sendero luego de las
primeras estribaciones formadas por la escoria de lo que fuera que allí hubiera
sucedido. Árboles desconocidos, esbeltos algunos, desgarbados otros, de un
verde pálido que oscurecía a medida que avanzábamos, nos dieron la bienvenida.
Suponíamos que su follaje eran las manchas que se veían en el poblado, pero
nadie quería mencionarlo por temor a que las palabras pudieran destruir lo que
nuestros ojos nos mostraban y nuestro entendimiento era incapaz de aceptar.
Nos
internamos en aquel inesperado e inexplorado bosquecillo sin saber si debíamos
temer la presencia de animales silvestres, cuando no salvajes, o de algo más
grande que las aves que nos recibían con sus cantos y sus vuelos de rama en
rama. Aves que, sin darnos cuenta nos guiaron hasta la tierra yerma del otro
lado de los árboles. En medio de tanta aridez y desolación, en algunos pequeños
lugares la tierra se encontraba removida, trabajada, preparada, en pequeños
hoyos.
Junto
a uno de ellos, con un trozo de hierro herrumbrado que no representaba ayuda alguna
contra la dura y aplastada tierra, volvimos a verlo.
Enflaquecido
al punto de que cada uno de sus huesos se marcaba sobre su piel más
resquebrajada que la última vez que le viéramos. Podría haber sido cualquier
otro pero la irregular cicatriz de su cuello no nos permitía equivocarnos. Era
él que, despreciado por nosotros, continúo adelante sin importarle la soledad y
el desánimo. Simplemente continúo. Sus manos, curtidas por otros miles de
trabajos realizados, eran la señal más clara de ello.
—¿Qué
es eso? —preguntó uno de nosotros señalando hacia los árboles.
Su
respuesta se convirtió en sinónimo de esperanza, anhelo, ilusión, renacimiento
y regeneración, de resurgir desde la devastación, de volver a comenzar aunque
no hubiera con qué hacerlo, de deseo de posibilidad, y tantos otros sinónimos
que se expandieran desde Chernobil hasta Fukushima, desde Atucha hasta
la bahía de Jervis, desde Three Mile Island hasta Koeberg.
—Abedul
—fue todo lo que dijo y su respuesta se convirtió en sinónimo de esperanza,
anhelo e ilusión, renacimiento y regeneración, de resurgir desde la
devastación, de volver a comenzar aunque no hubiera con qué hacerlo, de deseo
de posibilidad, y tantos otros sinónimos que se expandieron desde Chernobil
hasta Fukushima, desde Atucha hasta la bahía de Jervis, desde Three Mile
Island hasta Koeberg y más allá.
Aquel
atardecer supimos que, las tierras calientes finalmente comenzarían a
enfriarse.
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El relato breve Desprotección fue publicado en la Revista Digital Íkaro de Costa
Rica. Pueden leerlo aquí
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10 comentarios:
Antes de que sea verdaderamente tarde, alguien tiene que indicar el camino a seguir...
Saludos,
J.
Es un relato desgarrador, de rabiosa actualidad, y con ese sentimiento de impotencia, de incapacidad de poder revertir la situación.
Hermoso leerte!
Saludos!
Un relato muy apropiado en estos tiempos de cambio climático.
Un saludo.
El camino a seguir está en el bosque de abedules.
Salud, J.A.
Un relato con un ritmo y un contexto exquisitos, puestos a disposición de mostrar las consecuencias de la devastación y la promisoria predisposición al resurgimiento. Me gustó mucho, José, la voz de tu narrador.
Solemos despreciar al indigente, al pobre de vestiduras tanto como a sus saberes.
Saludos.
Es como una advertencia
Aún sigo pensando que si los humanos nos extinguimos...el planeta tiene esperanza de salvarse
Abrazos
Hermoso texto con connotaciones casi mitológicas y decididamente futuristas.
Saludos
Hay un refrán que dice:
que más sabe el diablo por viejo que por diablo y a veces no nos molestamos en oír consejos.
un beso
Jose, un texto demoledor, solo de pensar que pueda pasar lo que nos cuentas en algún momento a la humanidad es terrible. Un respeto a la naturaleza es lo que debemos infundir a las generaciones futuras.
Un abrazo
Puri
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