sábado, 1 de diciembre de 2018

Un fracaso más

A confesión de parte, relevo de pruebas.
Solamente acepté la responsabilidad de una mascota durante mi adolescencia para tener una excusa con la que acercarme a la veterinaria del barrio; lo que me interesaba no era la mascota en sí, ni la veterinaria, pues sabía que no estudiaría nada relacionado con animales. El interés radicaba en la hija de la veterinaria.
Dentro de mi timidez natural, el gato, el perro, el canario, o lo que fuera que me sirviera para acercarme a ese lugar, resultaba perfecto para verla, al menos por unos breves instantes, detrás del mostrador. La mayoría de las veces concentrada en sus estudios, en la caja registradora, en la planilla de proveedores, en la manera adecuada de utilizar una jeringa, ni siquiera me veía; por mi parte, no perdía un segundo en ese lugar sin atender a lo que ella hacía.
En ningún momento me detuve a analizar lo que hacía, ni el por qué; no eran tiempos en los que cualquier acción, aun la más mínima, se analizaba al detalle de comprender cada motivación subyacente. Faltaban años para que la pseudo-psicología nos tomara por asalto. Eran cosas de niños, de adolescentes en su despertar hormonal porque, para qué negarlo, los motivos estaban claros para quien mirara desde afuera toda la situación, pero no para mí mismo; al menos no en ese entonces.
Pasó el tiempo, como en todas las historias; las redes asociales ni siquiera existían en la imaginación de sus creadores, por lo que cualquier intento por conocer su nombre era ponerme en evidencia de que me encontraba allí no por el moquillo del perro, las vacunas del gato, o para comprar alimento balanceado, sino por algo por completo diferente. Lo más extraño de la situación era que a pesar de la cantidad de veces en las que me dejé ver por el local, no solamente nunca había tenido la valentía de hablarle directamente, sino que su madre en ningún momento la llamó por su nombre.
El barrio cambió. Se demolieron antiguas casonas, se construyeron edificios de departamentos del tamaño de una caja de zapatos. Los negocios que conformaban la galería en la que se encontraba la veterinaria se modernizaron y la panadería se transformó en una pastelería, la peluquería en una barbería, la dietética en un almacén de alimentos naturalistas; cosas que he visto cambiar en muchos otros barrios casi al mismo tiempo. La veterinaria, por el contrario, se mantenía imperturbable.
Yo mismo había cambiado; era más alto, aunque no más esbelto; más pálido y retraído, al decir de la familia; con una barba que ni el mismo Shaggy, el personaje de Scooby-Doo, envidiaría; una miopía que ni veía y varios intentos frustrados de conseguir trabajo, seguir estudiando o buscar el sentido de la vida.
El último verano de la adolescencia, ese en el que nos damos cuenta que a partir de ese momento las cosas comenzarían a cambiar indefectiblemente, pretendí forzar, de alguna manera, el que las cosas sucedieran. Fue con esa idea que me acerqué al local, con la clara decisión de saber, en ese momento y no en otro, el nombre de la chica que aparecía de manera recurrente en mis ensoñaciones. Al menos entonces sabría como llamarla.
Entré al negocio como una tormenta de verano: intempestivamente y sin anunciarme.
—¡Hola! —exclamé, o más bien grité, al verla sola y darme cuenta que debía inventarme una verdadera excusa para encontrarme allí.
—Hola —respondió levantando apenas la mirada de los papeles que leía en el mostrador. Ni siquiera una sonrisa de reconocimiento, un gesto de complicidad, una demostración de saber qué era lo que estaba a punto se suceder.
El silencio se hizo presente entre nosotros como algo imposible de negar, como algo que podía sentirse, tocarse, cortarse.
—¿Necesitabas algo? —me preguntó.
—Si… este… si, quería alimento balanceado… —dije desarmado completamente con apenas tres palabras.
Con movimientos cansinos, como de quien se encuentra mucho mejor en reposo que realizando cualquier actividad, dejó de lado los apuntes, salió del mostrador y se acercó a las bolsas de alimentos balanceado para gatos que se encontraban exhibidos en uno de los costados del pequeño local. Al menos sabe que tengo un gato, pensé.
—¿Este está bien? —dijo con una bolsa de un kilo en sus manos. Recuerdo que era una bolsa verde, pero nunca logré dar con el nombre exacto del producto.
—Si, si, ese esta bien—dije aún balbuceando.
Regresó junto a la caja registradora y me acerqué un poco más para darle el dinero.
—En todos estos años —dije sin saber muy bien qué era lo que hacía o por qué elegía esas palabras—, nunca supe tu nombre.
Me miró sosteniendo un billete de dos pesos, el cambio, entre sus dedos. Me pareció ver que su mano temblaba, levemente, cuando nuestros ojos se cruzaron.
—Soledad —dijo, sin agregar nada más, respondiendo a mi escasamente práctico intento seducción.

En la tarde del día siguiente, imbuido en esa tonta idea de romanticismo que se nos inculca en la infancia, en la adolescencia y a lo largo del resto de nuestras vidas desde el cine, la televisión y cualquier otra expresión de cultura media, regresé a la veterinaria. Llevaba para obsequiarle una rosa, una única rosa para celebrar el intercambio del día anterior. Esa flor sellaría, sin lugar a dudas, mi ingreso a lo que entendía que debía de ser el amor; algo que aún desconocía y ansiaba descubrir.
            Pero cada una de mis ideas, mis ilusiones, las fantasías con las que me alimentara la noche anterior, murieron en el instante en que encontré el local cerrado y vacío. Luego de años resistiéndose al cambio, de evitar adecuarse a las nuevas estéticas de moda, de agiornar el estilo del interior a los gustos de los posibles clientes, siquiera de pintar las paredes, la veterinaria había cerrado sus puertas definitivamente. Quedaba del lado de afuera cualquier posibilidad de obtener lo que esperaba encontrar detrás de unas cuantas palabras intercambiadas por compromiso y la ilusión de que, finalmente para mí, algunas cosas comenzaban a cambiar.

15 comentarios:

José A. García dijo...

Todavía no decido en qué porcentajes ficción y realidad componen realmente esta historia.

Nos leemos,

J.

JLO dijo...

Suele pasar cuando se tiene timidez y esa edad. Raro que no te enamorabas a cada rato ja. Buen relato 👍😊

Cayetano dijo...

Inventado o no, la temática que subyace es eterna: la indecisión ante el despertar del sentimiento amoroso y la frustración final. El enamorado tuvo suerte. El local cerró. Mejor eso a que te den calabazas y el sentirse ridículo y desgraciado ante la negativa. ¿A quién no le pasó alguna vez?
Saludos.

José A. García dijo...

JLO: Tal vez esa parte no sea la de ficción... Tal vez sí.

Cayetano: ¿A quién no le pasó más de una vez?

Nos leemos,

J

lunaroja dijo...

Tierno y nostálgico. Retratas tan bien esa etapa de la vida en que nos sentimos muchas veces tan desgraciados, sin saber qué hacer con nuestros cuerpos,nuestras emociones,nuestras circunstancias. Y siempre esa velada inseguridad que nos tiende trampas.
Precioso relato.
Un saludo.

Manuela Fernández dijo...

¿Qué pudo pasar de haber hablado antes con esa chica? Eso ya son conjeturas. Lo cierto es que la imagen de esa chica forma parte de esos recuerdos que ponen una sonrisa en la cara.

DULCINEA DEL ATLANTICO dijo...

Es lo que pasa cuando se es tímido y se piensan tanto las cosas. En esos años suelen pasar situaciones como la de tus protagonistas, creo que todos sufrimos por amor en nuestra adolescencia.
Un abrazo Jose
Puri

Ulisses de Carvalho dijo...

Nada é. Tudo está. Existir é transmutar. Abrazos.

EvaBSanZ dijo...

Una buena historia para narrar, en algún momento todos pasamos por situaciones similares.

Un beso

unjubilado dijo...

Creo que a todos nos ha ocurrido algo parecido en nuestra adolescencia, cuando ya estamos preparados mentalmente para iniciar una conversación, algo nos trunca nuestro posible intercambio de palabras y totalmente desilusionados nos tenemos que refugiar en nuestro silencio.
Saludos

lanochedemedianoche dijo...

En la adolescencia estas cosas nos pasaron a todos, la timidez fue parte del aprendizaje que nuestros Padres nos enseñaron, pero lo que el corazón sentía fue puro y propio.
Abrazo

Lua Seomun dijo...

He visto toda la historia en mi mente, qué precioso y realista ha sido.

Es verdad que todos y todas hemos vivido de alguna manera algo así en la adolescencia, has transmitido tan bien los pensamientos del protagonista. Se percibía y palpaba su vulnerabilidad. Qué belleza José, gracias por estos regalos.

ოᕱᏒᎥꂅ dijo...

Qué ternura recordar los viejos amores de adolescentes...
Besos

Frodo dijo...

¡Pero qué mala suerte la tuya/de ese personaje!
Espero que sea más ficción que realidad.

El pibe que se compra una mascota sólo para impresionar a una chica es un personaje tremendo. Como también aquellos que eligen estudiar una carrera X para no perder a la noviecita del secundario... y se terminan recibiendo solos, o, llevado ya al extremo, aquel que se queda viviendo en alguna ciudad de la costa por algún amor de verano.

Buena historia tragicómica
Abrazo!

José A. García dijo...

Luna Roja: Gracias, era la intención, al menos pretendía hacerlo.

Manuela Fernández: Pudo haber pasado un montón de cosas diferentes. El recuerdo permanece.

Dulcinea: En algunos casos los años pueden convertirse en décadas…

Ulisses de Carvalho: Todo es cambio, nada permanencia. Exacto.

Eva BSanZ: Debe ser algo así como un rito de pasaje hacia la madurez.

Un Jubilado: Es parte de la naturaleza humana, sin lugar a dudas.

María del Rosario: La timidez es una pesada carga que demoramos mucho tiempo en aprender a quitarnos.

Lua Seomun: Gracias pos tu comentario.

Marie: Amores frustrados, sin embargo.

Julio David: Los patanes se llevan al mundo por delante. Así se los educa.

Frodo: Nunca, jamás, viviría en la costa. Ni siquiera por error.

Gracias a tod@s por sus comentarios.

Nos leemos,

J.