A confesión de parte, relevo de pruebas.
Solamente acepté la responsabilidad
de una mascota durante mi adolescencia para tener una excusa con la que
acercarme a la veterinaria del barrio; lo que me interesaba no era la mascota
en sí, ni la veterinaria, pues sabía que no estudiaría nada relacionado con
animales. El interés radicaba en la hija de la veterinaria.
Dentro de mi timidez natural, el
gato, el perro, el canario, o lo que fuera que me sirviera para acercarme a ese
lugar, resultaba perfecto para verla, al menos por unos breves instantes,
detrás del mostrador. La mayoría de las veces concentrada en sus estudios, en
la caja registradora, en la planilla de proveedores, en la manera adecuada de
utilizar una jeringa, ni siquiera me veía; por mi parte, no perdía un segundo
en ese lugar sin atender a lo que ella hacía.
En ningún momento me detuve a
analizar lo que hacía, ni el por qué; no eran tiempos en los que cualquier
acción, aun la más mínima, se analizaba al detalle de comprender cada
motivación subyacente. Faltaban años para que la pseudo-psicología nos tomara
por asalto. Eran cosas de niños, de adolescentes en su despertar hormonal
porque, para qué negarlo, los motivos estaban claros para quien mirara desde
afuera toda la situación, pero no para mí mismo; al menos no en ese entonces.
Pasó el tiempo, como en todas las
historias; las redes asociales ni siquiera existían en la imaginación de sus
creadores, por lo que cualquier intento por conocer su nombre era ponerme en
evidencia de que me encontraba allí no por el moquillo del perro, las vacunas
del gato, o para comprar alimento balanceado, sino por algo por completo
diferente. Lo más extraño de la situación era que a pesar de la cantidad de
veces en las que me dejé ver por el local, no solamente nunca había tenido la
valentía de hablarle directamente, sino que su madre en ningún momento la llamó
por su nombre.
El barrio cambió. Se demolieron
antiguas casonas, se construyeron edificios de departamentos del tamaño de una
caja de zapatos. Los negocios que conformaban la galería en la que se
encontraba la veterinaria se modernizaron y la panadería se transformó en una
pastelería, la peluquería en una barbería, la dietética en un almacén de
alimentos naturalistas; cosas que he visto cambiar en muchos otros barrios casi
al mismo tiempo. La veterinaria, por el contrario, se mantenía imperturbable.
Yo mismo había cambiado; era más
alto, aunque no más esbelto; más pálido y retraído, al decir de la familia; con
una barba que ni el mismo Shaggy, el personaje de Scooby-Doo, envidiaría; una
miopía que ni veía y varios intentos frustrados de conseguir trabajo, seguir
estudiando o buscar el sentido de la vida.
El último verano de la adolescencia,
ese en el que nos damos cuenta que a partir de ese momento las cosas
comenzarían a cambiar indefectiblemente, pretendí forzar, de alguna manera, el
que las cosas sucedieran. Fue con esa idea que me acerqué al local, con la
clara decisión de saber, en ese momento y no en otro, el nombre de la chica que
aparecía de manera recurrente en mis ensoñaciones. Al menos entonces sabría
como llamarla.
Entré al negocio como una tormenta
de verano: intempestivamente y sin anunciarme.
—¡Hola! —exclamé, o más bien grité,
al verla sola y darme cuenta que debía inventarme una verdadera excusa para encontrarme
allí.
—Hola —respondió levantando apenas
la mirada de los papeles que leía en el mostrador. Ni siquiera una sonrisa de
reconocimiento, un gesto de complicidad, una demostración de saber qué era lo
que estaba a punto se suceder.
El silencio se hizo presente entre
nosotros como algo imposible de negar, como algo que podía sentirse, tocarse,
cortarse.
—¿Necesitabas algo? —me preguntó.
—Si… este… si, quería alimento
balanceado… —dije desarmado completamente con apenas tres palabras.
Con movimientos cansinos, como de quien
se encuentra mucho mejor en reposo que realizando cualquier actividad, dejó de
lado los apuntes, salió del mostrador y se acercó a las bolsas de alimentos
balanceado para gatos que se encontraban exhibidos en uno de los costados del pequeño
local. Al menos sabe que tengo un gato,
pensé.
—¿Este está bien? —dijo con una
bolsa de un kilo en sus manos. Recuerdo que era una bolsa verde, pero nunca
logré dar con el nombre exacto del producto.
—Si, si, ese esta bien—dije aún
balbuceando.
Regresó junto a la caja registradora
y me acerqué un poco más para darle el dinero.
—En todos estos años —dije sin saber
muy bien qué era lo que hacía o por qué elegía esas palabras—, nunca supe tu
nombre.
Me miró sosteniendo un billete de
dos pesos, el cambio, entre sus dedos. Me pareció ver que su mano temblaba,
levemente, cuando nuestros ojos se cruzaron.
—Soledad —dijo, sin agregar nada
más, respondiendo a mi escasamente práctico intento seducción.
En la tarde del día siguiente, imbuido en esa
tonta idea de romanticismo que se nos inculca en la infancia, en la
adolescencia y a lo largo del resto de nuestras vidas desde el cine, la
televisión y cualquier otra expresión de cultura media, regresé a la
veterinaria. Llevaba para obsequiarle una rosa, una única rosa para celebrar el
intercambio del día anterior. Esa flor sellaría, sin lugar a dudas, mi ingreso a
lo que entendía que debía de ser el amor; algo que aún desconocía y ansiaba
descubrir.
Pero
cada una de mis ideas, mis ilusiones, las fantasías con las que me alimentara
la noche anterior, murieron en el instante en que encontré el local cerrado y vacío.
Luego de años resistiéndose al cambio, de evitar adecuarse a las nuevas
estéticas de moda, de agiornar el estilo del interior a los gustos de los
posibles clientes, siquiera de pintar las paredes, la veterinaria había cerrado
sus puertas definitivamente. Quedaba del lado de afuera cualquier posibilidad de
obtener lo que esperaba encontrar detrás de unas cuantas palabras intercambiadas
por compromiso y la ilusión de que, finalmente para mí, algunas cosas
comenzaban a cambiar.
15 comentarios:
Todavía no decido en qué porcentajes ficción y realidad componen realmente esta historia.
Nos leemos,
J.
Suele pasar cuando se tiene timidez y esa edad. Raro que no te enamorabas a cada rato ja. Buen relato 👍😊
Inventado o no, la temática que subyace es eterna: la indecisión ante el despertar del sentimiento amoroso y la frustración final. El enamorado tuvo suerte. El local cerró. Mejor eso a que te den calabazas y el sentirse ridículo y desgraciado ante la negativa. ¿A quién no le pasó alguna vez?
Saludos.
JLO: Tal vez esa parte no sea la de ficción... Tal vez sí.
Cayetano: ¿A quién no le pasó más de una vez?
Nos leemos,
J
Tierno y nostálgico. Retratas tan bien esa etapa de la vida en que nos sentimos muchas veces tan desgraciados, sin saber qué hacer con nuestros cuerpos,nuestras emociones,nuestras circunstancias. Y siempre esa velada inseguridad que nos tiende trampas.
Precioso relato.
Un saludo.
¿Qué pudo pasar de haber hablado antes con esa chica? Eso ya son conjeturas. Lo cierto es que la imagen de esa chica forma parte de esos recuerdos que ponen una sonrisa en la cara.
Es lo que pasa cuando se es tímido y se piensan tanto las cosas. En esos años suelen pasar situaciones como la de tus protagonistas, creo que todos sufrimos por amor en nuestra adolescencia.
Un abrazo Jose
Puri
Nada é. Tudo está. Existir é transmutar. Abrazos.
Una buena historia para narrar, en algún momento todos pasamos por situaciones similares.
Un beso
Creo que a todos nos ha ocurrido algo parecido en nuestra adolescencia, cuando ya estamos preparados mentalmente para iniciar una conversación, algo nos trunca nuestro posible intercambio de palabras y totalmente desilusionados nos tenemos que refugiar en nuestro silencio.
Saludos
En la adolescencia estas cosas nos pasaron a todos, la timidez fue parte del aprendizaje que nuestros Padres nos enseñaron, pero lo que el corazón sentía fue puro y propio.
Abrazo
He visto toda la historia en mi mente, qué precioso y realista ha sido.
Es verdad que todos y todas hemos vivido de alguna manera algo así en la adolescencia, has transmitido tan bien los pensamientos del protagonista. Se percibía y palpaba su vulnerabilidad. Qué belleza José, gracias por estos regalos.
Qué ternura recordar los viejos amores de adolescentes...
Besos
¡Pero qué mala suerte la tuya/de ese personaje!
Espero que sea más ficción que realidad.
El pibe que se compra una mascota sólo para impresionar a una chica es un personaje tremendo. Como también aquellos que eligen estudiar una carrera X para no perder a la noviecita del secundario... y se terminan recibiendo solos, o, llevado ya al extremo, aquel que se queda viviendo en alguna ciudad de la costa por algún amor de verano.
Buena historia tragicómica
Abrazo!
Luna Roja: Gracias, era la intención, al menos pretendía hacerlo.
Manuela Fernández: Pudo haber pasado un montón de cosas diferentes. El recuerdo permanece.
Dulcinea: En algunos casos los años pueden convertirse en décadas…
Ulisses de Carvalho: Todo es cambio, nada permanencia. Exacto.
Eva BSanZ: Debe ser algo así como un rito de pasaje hacia la madurez.
Un Jubilado: Es parte de la naturaleza humana, sin lugar a dudas.
María del Rosario: La timidez es una pesada carga que demoramos mucho tiempo en aprender a quitarnos.
Lua Seomun: Gracias pos tu comentario.
Marie: Amores frustrados, sin embargo.
Julio David: Los patanes se llevan al mundo por delante. Así se los educa.
Frodo: Nunca, jamás, viviría en la costa. Ni siquiera por error.
Gracias a tod@s por sus comentarios.
Nos leemos,
J.
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