La costa atlántica argentina recibe, a lo largo
de toda su extensión, la corriente proveniente de las Islas Malvinas; corriente
compuesta por aguas subantárticas, por lo que dicha corriente resulta ser
extremadamente fría. Esta particularidad se aplaca, en parte, a medida que se
acerca a las costas de la provincia de Buenos Aires; es algo que debemos tener
en cuenta para comprender la siguiente historia.
Sucedió
la última vez que visité una playa argentina, lugar que, por una cuestión casi
diría que de piel, me resulta completamente detestable. La gente, el calor, el
sol, el sudor, la necesidad imperiosa de disfrutar de manera cuasi obligatoria
del momento que se vive junto al mar como si en ello se nos fuera la vida, por
un lado. Así como la noche, el viento, la arena que lo inunda todo, las comidas
grasosas y la necesidad de demostrar una alegría tan impuesta como falsa, y esa
sensación de estar fingiendo más que viviendo, por otro.
A lo anterior debemos sumarle el
hecho de que las ciudades costeras, porque llamarlas de otra manera parecería
ser una ofensa a los ancestros fundadores y su descendencia (¿O debería decir
decadencia?), se parecen demasiado a Buenos Aires; tanto como si las personas
hubieran sido transplantadas de un lugar a otro. Uno nunca está tranquilo en la
costa sabiendo que una cantidad indefinida de porteños, recorren las mismas
rutas, los mismos lugares, las mismas costas, ansiando disfrutar del verano al
igual que uno mismo. Lo que menos se logra en un contexto semejante es
descansar, por lo que las vacaciones pierden su razón de ser.
Este
tipo de cosas no me suceden en playas de otras partes del universo, de las
cuales conozco muy pocas, es cierto. Quizá por eso es que lo recuerdo tan
nítidamente. No la fecha, o momento exacto del día, ni mucho menos en cuál de
todos los balnearios costeros me encontraba. El recuerdo es más un bosquejo
general de la situación vivida que una memoria real. Podría poner en duda el
que haya sucedido, es cierto, es solo que prefiero no hacerlo.
Encontrándose
uno bajo el sol, incluso en el vano intento de protegerse bajo una de las
escasas sombrillas que pueden conseguirse, los pensamientos se vuelven lentos;
el cuerpo humano no está preparado para soportar esa idea de que debemos
tostarnos la piel y, poco a poco, dejamos de comprender el mundo que nos rodea
y de actuar con la coherencia habitual. Al menos habitual en mi persona, por
supuesto.
Llevaba varias horas de esa
situación, tendido cuan largo era en ese momento, cuando la incomodidad me
llevó a voltearme buscando algún sitio en el que la arena quemara un poco menos
o no resultara tan molesta.
Entonces
la vi.
De
pie bajo su propia sombrilla, e individualista a ultranza, con un traje de baño
de otra época pero a la moda vintage de ese verano, grande y con color en una
sola de sus piezas, lo que dejaba mucho más librado a la imaginación de quien
la mirara que los actuales. Usaba unos lentes de sol que ocultaban casi la
mitad de su rostro y una sonrisa entre pícara y socarrona de quien sabe que no
se encuentra allí para cumplir con los mandatos sociales, sino para romperlos. Llevaba
el cabello recogido en un extraño rodete detrás de la cabeza, algo que, de
alguna manera que me resulta imposible de explicar, resultaba extremadamente
erótico en compañía de los pocos tatuajes que decoraban su piel; algo que en
ese entonces no resultaba tan repetidos como en el presente.
La
palidez general de su cuerpo la delataba como una recién llegada al centro
vacacional. Algo imposible de disimular y que explicaba, por otra parte, el
implemento de la sombrilla individual en un lugar en el que el espacio personal
resultaba insuficiente para estirarse por completo. El labial rojo, brillante,
llamativo, completaban el conjunto.
Pero,
además de todo lo anterior, tenía un helado de agua en la mano y utilizaba,
sabiendo muy bien lo que hacía, lo que provocaba, su lengua para lamerlo en
cámara lenta. Arrastraba la lengua centímetro a centímetro sobre aquel trozo de
hielo sabor a fruta, primero de un lado para voltearlo y lamer del otro lado antes
de comenzar nuevamente el recorrido concentrando cada uno de sus gestos para
que ni la más mínima gota de aquel preciado helado, cayera fuera de sus labios.
Contemplándola
desde la mínima distancia que nos separaba, viví los cinco minutos más largos
de mi vida; si es que llegaron a ser cinco, cosa que dudo ya que el tiempo es
relativo y subjetivo. Minutos en los que ni siquiera por un breve instante fui
capaz de sustraer mi mirada de sus lentos, pausados, extremadamente sugerentes
e hipnóticos movimientos; tampoco es que quisiera hacerlo, ni tan siquiera para
comprobar en qué estado se encontraba quien me acompañaba debajo de la
sombrilla compartida.
Hasta
ese momento apenas sí había sentido algo más que el calor sobre la piel, el sol
quemándome, o dorándome, que para el caso es lo mismo, y el sudor que formaba
una capa protectora generando una sensación más cercana al desagrado que al
placer. Pero al verla todo el cambió; el calor ya no se encontraba fuera mí,
allá, en el cielo, brillando incandescentemente para quien se encontrara
debajo, sobre la piel. El calor nacía dentro de mí, con una fuerza inimaginable
en ese contexto en el que cualquier cosa podría suceder menos, precisamente, lo
que estaba pasando.
Cuando
acabó con el último bocado del helado, cuando aquella lengua recorrió por
última vez la extensión del palillo de madera y saboreó los restos que se
encontraban sobre los labios sonriendo ampliamente ante el éxtasis de saberse
refrescada brevemente, decidí actuar de manera intempestiva e inmediata.
Abandoné
la pasividad horizontal y corrí, sin detenerme a pensar en lo que hacía, en la
única dirección posible para poner coto al calor que no dejaba de crecer.
Me
reconfortó recibir en medio de semejante calor el ansiado, esperado, necesario
y húmedo abrazo de aquel helado mar.
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Fin del Espacio Publicitario.
11 comentarios:
El agua fría siempre ayuda en estos casos...
Nos leemos,
J.
Ni que lo digas.
Buen relato.
Saluditos
jajaja segura que a más de uno le ha sucedido algo de este estilo algún verano. Y es qué están muy ricos los helados!
Un beso
Nunca un objeto tan frío como el helado produjo tanto calor.
Saldos.
José, me encanta como narras, la facilidad que tenés para que cada uno imagine textualmente la narración. Una sucesión de imágenes que nos hacen pasar un rato disfrutando de buena lectura y mejor literatura.
Gracias!
un buen chapuzón para calmar las calenturas...
Besos
me imaginaba una chica pin up y luego esa imagen confirmó la forma que le había dado... creo que necesito ducharme yo también jaja...
lo loco con la primera parte de la descripción costera es que me fascina la costa (mar del plata) por todo eso que decís, es decir, coincido con vos en todo menos en el disfrute ja, saludos!!
José:
si no hubieses ido a la playa no habrías gozado de esa experiencia... mísitca, jejeje.
Salu2.
¿Helados en esta época del año? Cuando media España está bajo cero y en la otra está nevando, sinceramente prefiero un chocolate calentito que un helado.
Saludos
Muy bien! no podía terminar de otra manera... eso de los amores de verano en la costa es una mentira (que yo también me creí alguna vez). Existe, pero te dura lo que un helado de agua.
Perdón si lo ofendo, pero le pondría música de los Auténticos Decadentes... ¿conoce "la prima lejana"?
Abrazo!
Ha sido todo muy visual José que capacidad tienes de llevarnos al interior de tus textos y de hacernos vivir lo que nos relatas. Qué seductor y sensual, además. No me extraña que corriera el hombre hacía el mar como si no hubiera un mañana jajaja
Así es el mundo, mientras allí os asáis de calor aquí hace un frío que pela...
Besos :)
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