sábado, 24 de noviembre de 2018

Álamo (La búsqueda de la sabiduría)


Reflexionaba caminando por la alameda, mirando el juego de luces y sombras entre las hojas bicolores de los altos árboles, junto con el trino de los pájaros que se divertían en la primavera y el aroma de las flores que llegaba desde otra zona del camino. Divagaba sería lo más acertado de decir; su pensamiento pasaba de una idea a otra sin un hilo aparente.
            Hacía mucho tiempo que era incapaz de concentrarse en cualquier cosa, ni siquiera podía concretar una idea determinada; comenzaba a hacer algo y, cuando se percataba, se encontraba haciendo algo más o caminando de manera distraída por un camino al que apenas sí recordaba cómo había llegado.
            La sombra de los álamos lo tranquilizaba, le daba certeza; algo que no terminaba de comprender pero que, de una forma u otra, lo llevaba hasta un punto determinado del camino, la parte más alejada y, por lo tanto, menos transitada, de la extensa alameda que rodeaba al pueblo. El orgullo del fundador de aquel paraje, copiado de algún otro sitio, sin dudas, y llevado al paroxismo de no detenerse en una avenida arbolada, ni que el álamo se encontrara en el escudo de la futura ciudad, sino que debía estar presente en todo momento en la vida de los vecinos.
            Había sido debajo de aquella sombra, cuando las voces de su cabeza finalmente hicieron silencio, que tuvo la idea de forjarse una hoz de mano. Algo que desconocía por completo. No sólo qué era una hoz, para qué servía ni cómo se utilizaba, sino también cómo se forjaba el metal en el que finalmente acabara haciéndola. A pesar de su ignorancia revisó cientos de tutoriales que se encontraban fácilmente en la red y que nada enseñaban hasta dar con el indicado y poder fundir hierro, también tuvo que aprender dónde conseguirlo, y de qué manera darle forma a una pequeña hoz de apenas cuarenta centímetros.
            Los golpes que se dio a sí mismo, en las manos, en los brazos, en el rostro; las quemaduras producidas por el hierro incandescente; las veces en las que casi muere asfixiado; los principios de incendio que provocara en su propia habitación, todo había valido la pena para lograr su cometido. Lo que haría a continuación era un misterio.
            En cuanto tuvo la hoz terminada comenzó a cargarla durante sus paseos. Tenía la hoja tan afilada que podía trozar casi cualquier cosa que se le pusiera delante, como bien lo demostraban las cicatrices de sus dedos. Sentir el peso del hierro trabajado con sus propias manos, enfriado con su propio sudor (aunque solo metafóricamente), escondido entre sus ropas, le daba una presencia que nunca antes había sentido. Las viejas del pueblo, esas que siempre lo saben todo, porque todo lo espían, se lo hicieron saber una mañana. Su porte era el de quien sabe, de quien posee la sabiduría.
            —¿De qué saber hablan? —preguntó cansado de los rodeos y alusiones que apenas comprendía.
            —Eso deberás descubrirlo… —dijo una de ellas.
            —… sólo por ti mismo… —agregó otra.
            —… sin ayuda de nadie más —acotó una tercera.
            Sonrieron dejándole ver cómo los dientes que le faltaban a una la otra los tenía y como, entre las tres, completaban una única dentadura.
            Regresó al camino de los álamos, a la sombra que lo reclamaba sin comprender qué pretendían de él y por qué debía ser él y nadie más quien portara la hoz de hierro. La tranquilidad y la inquietud, por partes iguales, se debatían en su interior; sus pasos, en cambio, resultaban, como siempre, más decididos.
            Ni siquiera se percató cuando cortó una rama del árbol más cercano para encender una pequeña fogata sintiendo acercarse la fría noche primaveral; con el filo de la hoz abrió un nuevo corte en la palma de su mano y vertió tres gotas de su sangre sobre las crepitantes ramas. Cómo había encendido el fuego sin llevar nada para ello era uno de los tantos misterios en los que se aventuraría en las noches venideras.





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En el número 33 de El Narratorio, revista digital gratuita, pueden leer el cuento Fresno (Ser como Odín), publicado hace unos meses en Proyecto Azúcar.

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14 comentarios:

José A. García dijo...

La imagen se encuentra torcida por decisión propia, de la imagen, no mía.

Nos leemos,

J.

Cayetano dijo...

Precisamente te lo iba a comentar: al cortar una rama se te torció todo el árbol. Debió ser por solidaridad con la compañera caída. Una forma de protesta vegetal.
Luego leo que la imagen está torcida por decisión "propia". Pues eso.
Un saludo.

ოᕱᏒᎥꂅ dijo...

una hoz demasiado afilada...
las armas las carga el diablo...
a veces los blogs tienen vida propia, verdad?
besos

Recomenzar dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Ginebra dijo...

Una historia un tanto inquietante. Espero que no se aficione a cortar ramas de árboles con la hoz en sus paseos porque nos deforesta el planeta más de lo que está.
Muy curiosa la decisión de la imagen, jejejejeje, se ve que tiene vida propia.
Saludos

lanochedemedianoche dijo...

Sabiduría en su corazón, lo entrego todo para hacer un arma y sobrevivir, muy interesante tu relato .
Abrazo

lunaroja dijo...

Admiro tu manera de narrar, es una mezcla de magia con la realidad más cruda. Me parece una virtud que pocos poseen.
Me ha gustado muchísimo este relato. Lo de la decisión propia de la imagen torcida, es el broche de oro,sin duda.
Un abrazo.

Mara dijo...


La constancia a base de trabajo y sufrimiento consigue hacernos más sabios siempre. Esa hoz tan afilada y ese fuego que iluminó la noche trajeron por fin la paz al espíritu. Saludos.

mariarosa dijo...


Esa hoz me hizo pensar que ella es como la vida, la forjamos, la golpeamos y cuando parece que ya estamos en la verdad, no sabemos que hacer con ella, es ella la que hace con nosotros lo que quiere, enciende fuego con una rama verde y nos deja sin palabras.

mariarosa

unjubilado dijo...

El arbolito ¿no estaría cansado de estar de pie y quería tumbarse un poco?
Saludos.

Frodo dijo...

Esa hoz me hace pensar en Saturno, pero lo que le va sucediendo al personaje parece ser un descendiente de ese Señor.
Los Álamos en los campos son utilizados como cortinas contra los fuertes vientos. Para hacer un buen fuego se necesita algo de oxígeno (una brisa), pero cuando el viento es fuerte se apaga.

Buena historia aunque me quedo con la sensación de que algunas cosas me quedaron veladas, por mi ignorancia o por el capricho del álamo (como lo evidencia la foto torcida)

Abrazo!

José A. García dijo...

Cayetano: Es posible que esa sea la razón.

Marie: Es cierto, los blogs hacen lo que quieren.

Recomenzar: Me gustaba tu comentario.

Ginebra: Puede ser un comienzo, las historias deciden dónde terminar.

María del Rosario: Pero sobrevivir ¿a qué, o a quién?

Lunaroja: Gracias. Ojala más gente pensara de esa manera así tendría un poco de suerte en los concursos literarios y otras cuestiones…

Mara: ¿Y si no era paz lo que buscaba?

María Rosa: Es una interpretación interesante, no lo había pensado de esa manera.

Un Jubilado: Todos tienen derecho a descansar, es cierto.

Frodo: Tiene tanto simbolismo este relato que ni siquiera yo mismo estoy seguro de comprender todo lo que quise escribir.

Julio David: Y enfrentar lo que se ponga delante.

Gracias por sus comentarios.

Nos leemos,

J.

Ulisses de Carvalho dijo...

Me gustó conocer este espacio, así también practico mi español (soy de Brasil), con buenas palabras.

Lua Seomun dijo...

Jajajaja qué rebelde la foto del arbolito :)
Y tu le dejas ser :P

El relato me ha dejado muy intrigada, el protagonista está destinado a contener la sabiduría del universo, parece. Qué bella palabra es "álamo"...

¡Besitos!