sábado, 15 de septiembre de 2018

Araucaria (La mentira es un placer)

Gracias a uno de esos libros que solía leer cuando tenía tiempo para ello, para leer, para los libros, para una vida menos acelerada, conocía una gran cantidad de cosas. Entre ellas, la que más interés tenía en esos momentos, aquella leyenda mapuche que cuenta que, debajo de la sombra de una araucaria, no se puede mentir. Nunca se había detenido a pensar si dicha imposibilidad se debía a la sombra en sí, o al temor del castigo inmediato que pesaba sobre quien profanara tan sagrado árbol mintiendo a su lado. Esos detalles no eran importantes.
            La cuestión era ponerse a prueba, a sí mismo, al mundo entero.
            Para demostrar que ese diagnóstico de pseudología fantástica no era tal y que, por lo tanto, todo cuanto decía era verdad, no una invención de su mente, no una mentira. ¿Qué le importaba si no habían creído en sus palabras cuando dijo haber visto esas naves espaciales surcando el cielo sobre su departamento? ¿Qué culpa tenía si nadie creía que en verdad lo habían llevado a recorrer el cosmos para demostrar que todo lo escrito por Olaf Stapledon era cierto? ¿No podían creer que él conocía Laputa, o que un ropero podía llevarlo a otra tierra, pero confiaban en un aparatito que cabía en la palma de sus manos para comunicarse con todo el mundo en cualquier momento? ¿Quiénes eran los verdaderos mentirosos?
Los problemas los tenían los otros, no él, siempre había sido así. Sabía que tergiversar la realidad era algo que no puede hacerse. Y no, como muchos repetían, porque se necesitara muy buena memoria para sostener el engaño; sino porque la realidad siempre logra colarse en ese mundo de fantasía para señalar su impostura.
            Por eso no mentía. Siempre decía la verdad. Incluso cuando debía inventarla. Porque eso no era mentir. Eso era diferente. Era otra cosa.
            Para demostrar que no mentía decidió realizar ese viaje al sur, a la Patagonia. A esa tierra cargada de frío y la desolación, prácticamente deshabitada desde las últimas erupciones volcánicas, donde crece, estoica y ajena a todos los problemas humanos, la araucaria. Viajaría a pesar de los rumores que hablaban de horrendas criaturas surgidas de entre el magma fundido y la tierra arrasada que reclamaban la potestad sobre aquellos agrestes parajes.
Nadie discutía semejantes afirmaciones, repetidas por la mayoría de los diarios importantes, como sin dudas lo harían de haber sido él quien las dijera.
            Pero tampoco eso le importaba ya que, luego de sus actos, quedaría demostrado que sus palabras no eran otra cosa más que verdades absolutas. No lo dudaba. No podía hacerlo luego de haber gastado sus únicos ahorros en el pasaje hacia esa tierra; ni siquiera podía hacerlo luego de descubrir que no se encontraba tan cerca de su destino como le aseguraran en la terminal de ómnibus de la Capital.
            Caminó, en la más absoluta soledad, a lo largo de kilómetros de rutas vacías, de caminos olvidados y sendas perdidas en medio de la montaña, donde gps alguno marcaba su posición y solamente la brújula perfectamente calibrada de su voluntad lo guiaba. Podía ver a lo lejos las sombras de los gigantes disfrazados de molinos de viento empequeñecidos ante la enormidad de los Andes; el humo de infinidad de fogatas se elevaba hacia las nubes dándole la bienvenida, prometiéndole un feliz ascenso entre las catedrales de roca en las que pocos hombres se atrevían mientras aquel ojo siempre vigilante no lo perdía de vista.
A pesar del esfuerzo, a pesar del cansancio y la falta de agua que comenzaba a hacerse sentir, continuaba adelante impulsado por la felicidad.
            El ascenso de las primeras estribaciones de las montañas, ciertamente, no fue fácil, no sólo por la ausencia de caminos, que peor lo había tenido al escalar la Montaña Solitaria, sino porque llevaba mucho tiempo sin intentar un esfuerzo semejante. Su cuerpo ya no era el de antes, cuando era joven y elástico, al comienzo mismo de la humanidad, cuando todo era nuevo y estaba por descubrirse. Antes de que la maldad cayera sobre la tierra y el hombre perdiera, luego de aquella batalla tan secreta como terrible, la inmortalidad.
Sí, lo recordaba todo sin siquiera pensar en ello, sabía que así había sido. Por eso se sentía viejo y cansado aunque en los documentos oficiales se dijera que aún no llegaba a los treinta años de edad.
            Dos semanas después, sin comida, bebiendo agua de dudosa procedencia de entre las nuevas rocas volcánicas, encontró lo que buscaba. Perdidas entre los picos andinos, en un pequeño reducto en donde la erupción no había causado estragos, una pequeña colonia de araucarias esperaba su llegada.
            Con un último y extremo esfuerzo, se arrastró bajo la sombra del más cercano de aquellos imponentes árboles. Cada uno de sus músculos gritaba pidiéndole un descanso, cada uno de sus huesos dolía como si se los hubiera quebrado, sus pulmones ardían, su lengua se sentía como un trapo sucio y seco dentro de su boca; de sus ojos cayeron dos solitarias lágrimas porque ya no le quedaban. Rozó, con la punta de los dedos, la rugosidad del tronco de aquel magnífico árbol.
—Sabía que lo lograría —murmuró—, nunca dudé de mis palabras.
            Cuando, meses más tarde localizaron su cuerpo, nadie pudo determinar la razón de su presencia allí, a menos de tres kilómetros del pueblo más cercano. Al parecer había llegado no desde el pueblo, al cual se llegaba rodeando el cerro donde crecían las araucarias, sino desde la dirección contraria, donde no había caminos marcados.
            Su muerte fue más fácil de determinar. Una gruesa rama de araucaria había caído sobre su cabeza aplastándole el cráneo; tal vez, con un poco de suerte, matándolo al instante y sin demasiado sufrimiento.

10 comentarios:

José A. García dijo...

¿Cómo saber si obtuvo lo que buscaba?

Saludos,

J.

Frodo dijo...

¡Qué desenlace! Yo no lo esperaba para nada, me tomó desprevenido como el personaje de tu relato. Aunque te estoy diciendo esto y no estoy debajo de una araucaria, la veo en el horizonte, allá por Aldo Bonzi hay una... tal vez es un cedro y es mi ojo el que falla, y tal vez por eso no importará si miento o no.

Abrazo!

Lua Seomun dijo...

Hola José, primera vez que paso por tu blog.

Me ha atrapado tu historia, me ha gustado muchísimo.

La sensación que me ha dado (que no se si lo habré interpretado bien), es que él quizás si dudó en algún momento de que lo lograría y por eso el fatal desenlace.

Me quedo por aquí y te sigo.
Besos.

mariarosa dijo...


Por qué hacer el camino más largo, hubiera ido en avión a Bariloche y con llegar a Puerto Pañuelo se hubiera encontrado las más bellas Araucarias. Claro que el cuento no hubiera tenido gracia, mientras que por el lado mas difícil salió un muy buen cuento.

mariarosa

lanochedemedianoche dijo...

Lo que buscaba lo encontró, eso seguro. Como una leyenda abanicas esta interesante historia, gracias.
Abrazo

ოᕱᏒᎥꂅ dijo...

Obviamente nunca encontrará la respuesta si ante ese árbol (desconocía su existencia) de puede mentir o no...
a veces las mentiras son hasta necesarias
un beso

Gabriela dijo...

Debajo de una araucaria (pehuen en realidad) no tendría caso mentir.
seguro logro y todo lo demás también si de premio abrió semejante puerta!

Me encantó!

Mujer Virtual dijo...

Alguien me dijo alguna vez, "no miento porque luego tengo que recordar tanta mentira y se vuelve un caos"

¿Cómo saber?

Un saludo

serafin p g dijo...

Que suerte la suya, que cosecho palos en lugar de piñones!

salute José!

Sera

José A. García dijo...

Gracias por los comentarios, como siempre, lo más importante de Proyecto Azúcar.

Saludos y Suerte,

J.