domingo, 1 de julio de 2018

Lapacho (Yo me encargo)

Los valores son relativos. Es difícil acostumbrarse a algo semejante; más aun cuando nos hemos criado a lo largo de tantos años pensándolos de otra manera. Pero la sociedad cambia, las personas cambian, el mundo cambia. Todo cambia. Incluso, lo queramos o no, nos demos cuenta de ello o no, nosotros mismos cambiamos; cambiamos aún más cuando nos negamos a aceptarlo.
            Las viejas creencias, y no me refiero a la religión y sus cadenas llenas de anclas, sino a las creencias que nos dicen por dónde debemos caminar, cómo comportarnos, cómo ser personas acordes con nosotros mismos, cambian cada día más rápido. Dudamos primero de lo que ayer pensábamos que estaba bien, luego lo dejamos en segundo plano para finalmente acabar abandonándolo.
            Quizá por eso me dejé llevar por sus palabras cuando dijo que se encargaría de aquellas tierras que, cuando niños, supimos disfrutar gratamente y que, luego de tanto tiempo, se habían convertido más en una molestia que en algo de lo que pudiéramos obtener beneficio alguno. Apenas recuerdo qué fue lo que imaginé que haría al escucharle, el sentimiento de quitarme un peso de encima resultó más importante.
            La memoria es extraña, nos engaña por puro placer, y nos dejamos engañar por ella. Imágenes de juegos y diversiones, de veranos bajo el sol, siempre en esa época del año, nunca en otra, corriendo junto a la brisa. Recuerdos en los que ni siquiera había reparado estaban otra vez allí.
            Al poco tiempo, realmente rápido teniendo en cuenta la cantidad de papeles por reunir, formularios que completar, permisos, sellos, firmas, declaraciones impositivas, excepciones judiciales y papeles similares, me dijo que estaba casi solucionado. Faltaban apenas unos días para que esa molestia, esas tierras inútiles en las que casi nada de lo que se intentara plantar prendía, dejarían de ser nuestras. Decidí que era tiempo de verla por última vez, con un dejo de añoranza que me pedía un punto final, que me insistía en volver a ver ese lugar para despedirme, innecesariamente, lo sé, pero al mismo tiempo ineludible.
            Viajamos durante horas, primero en su auto; flamante de nuevo, con olor a cuero sintético recién salido de la línea de montaje y con pocos kilómetros en su haber. Continuamos en una destartalada camioneta pick-up facilitada en una estación de servicio cercana al pueblo. Los caminos no eran los mejores, explicó, y tampoco era necesario arriesgar el auto nuevo para algo tan banal como mis sentimientos.
            Evité decirle que sus palabras me dolían, pero también sabía que lo sabía. No respondí. Me acomodé en el lugar del acompañante y esperé a que llegáramos. Sabía que mi pedido le molestaba, no comprendía mi necesidad de ver aquel lugar una vez más. Carecía por completo de sentido. Pero pocas cosas en la vida lo tienen.
            La vieja hacienda, abandonada y sin otra cosa que marcara que allí había algo más que una tranquera atravesando el camino, se encontraba más o menos exactamente como recordaba. La antigua casona llevaba décadas siendo apenas una pila de escombros luego de que decidiéramos demolerla para evitarnos problemas si alguien más la ocupaba durante nuestras eternas ausencias. Las plantas parecían un poco más cuidadas, sin duda, debido al trabajo que había realizado para volver aquel lugar, al menos, un poco más atractivo para la venta.
            —Había un lapacho por allí —dije señalando hacia los escombros—, ¿recuerdas? Daba hermosas flores en primavera —dije con un tono que resultó bastante soñador en mis oídos.
            —Si, claro que lo recuerdo —respondió—, allí está —agregó señalando a mis espaldas.
            —¿Lo cambiaste de sitio…? —pregunté sin siquiera saber si algo semejante era posible—. No lo veo —dije mirando los pocos árboles que marcaban la entrada a las tierras de la hacienda—. ¿Dónde está?
            —La tranquera —respondió aprontándose para regresar.
            Como tantas veces en los últimos días, el silencio me cubrió. Sabía sobre la cuasi mitológica dureza de la madera del lapacho, que soportaba estoicamente los embates de la naturaleza como si nada y soportaba mejor que otros árboles los malos tratos. Pero no imaginaba que hubiera sido capaz de hacer algo semejante con un árbol que formaba parte de tantos de nuestros recuerdos, de nuestro pasado, de nuestra vida.
    Jamás hubiera imaginado que sus palabras, que su promesa de ocuparse personalmente de aquel asunto, llegaría a tanto. Aun cuando lo único que había hecho fuera cumplir con su palabra y todo lo que había hecho yo era evitar preguntarle a qué se refería con ello.


9 comentarios:

José A. García dijo...

Dicen que no debemos detener al progreso. ¿O era que no podemos hacerlo?

Saludos y buen fin de semana,

J.

lunaroja dijo...

Realmente ese final es demoledor,pero lamentablemente muy real.
NO sé cuánto más ha de suceder en cuanto al tema medioambiental para que tomemos conciencia de la importancia de ser respetuosos con la tierra que nos acoge.
Muy buen relato José.
Un placer leerte.

Frodo dijo...

Muy bueno J.
qué símbolo el de la tranquera! Nunca lo había enfocado así.
Casi una contradicción entre progreso y tope. Entre civilización y naturaleza

Abrazo!

lanochedemedianoche dijo...

Visitando poetas, te vi y quise conocerte, la sorpresa de tu narración me llego con un golpe directo al corazón, como se van aquellas cosas nuestras que amamos a pesar de que nada nos pertenece, gracias.
Abrazo

Lapislazuli dijo...

Todo cambia, pero vivimos de recuerdos
Un abrazo

Pensando en Haiku, Karin Rosenkranz dijo...

Creo que el progreso es inevitable. Hay cosas que no podemos detener.
Saludos

Recomenzar dijo...

Te Leo y disfruto lo que leo...
No soy buena haciendo
reseña de nada
ni nadie
saludos

taty dijo...

La vida es así, sin adornos. Las ensoñaciones las añadimos nosotros como mecanismo de defensa, al menos en mi caso.

Saludos.

José A. García dijo...

Gracias por sus comentarios y visitas.

Nos leemos,

J.