Corría el año 1994. Envuelto en la nueva moda
de los dinosaurios iniciada por el clásico de 1993 (que aún no lo era, pero
casi), de Crichton Parque Jurásico, el
cual leía con fruición como muchos otros lo hacen libros (podría mencionar
varios, pero el interés no es generar conflicto sobre cuál libro vale la pena
rescatar y cuál no, o qué debemos entender por ficción y qué no), en la
escuela. Después de haber visto en pantalla gigante a las enormes criaturas de
la película, intentaba recrear las mismas situaciones leyendo una y otra vez el
libro.
Tal
es así que cualquiera que me encontrara en algún recreo, en una hora libre, o
en cualquier momento en el que no tenía alguna otra cosa para hacer, me vería
con el libro en mis manos. Rememorando esas épocas, supongo que habrá sido en
ese momento en el que la afición por la lectura superó cualquier otra opción,
llámese a la misma deporte, televisión, sociabilidad, o como les guste. Afición
de la cual en ningún momento he renegado (aún).
Era
el año, también, de la moda según la cual, para los cumpleaños de los
compañeros del curso, el resto se ponía de acuerdo entre todos, sin que el
festejado “lo supiera”, para juntar algo de dinero y regalar de ese modo algo que
fuera más allá de lo que pudiera comprar cada uno de manera individual. Realizar,
supuestamente, un regalo que superador. Claro que nunca lo era; pero eso es
otra cuestión.
Se
acercaba mi cumpleaños y sabía, claramente, lo que se organizaba. Eran tan
evidentes que cada vez que me acercaba a algún grupo de compañeros se quedaban
en silencio hasta que volvía a alejarme de ellos. Cosa que, por otro lado, no
me molestaba en lo más mínimo.
En
uno de los recreos, varios días antes de la fecha en que se celebraría un nuevo
aniversario de mi natalicio, una de las chicas del curso se acercó a mí.
Enviada tal vez como sacrificio para aplacar la furia de los dioses antiguos, tal
vez porque creían que una sonrisa podría congraciarse conmigo, tal vez porque
en verdad no sabían cómo resolver el asunto. En ese momento no me resultó para
nada extraño el desconocimiento de los unos sobre los otros a pesar de los años
que llevábamos en la misma escuela, en el mismo salón, compartiendo los mismos
momentos; por lo que me preguntó directamente qué esperaba que se me regalara.
—¿Ves
esto? —le dije mostrándole el libro que tenía en mis manos. La portada roja,
las letras blancas sobre fondo negro, el dinosaurio mal diseñado a partir de
sombras.
—Es
un libro —respondió.
—Exacto
—dije sin agregar nada más.
—Pero…
—comenzó una frase que quedaría inconclusa aunque cargada de sentido. Esa sola
expresión me decía que ya habían comprado mi regalo; pero sólo lo comprendí más
tarde.
El
diálogo, claramente, no continuó.
Días
después, obligado por las convenciones sociales, ya que a cierta edad no existe
forma de escaparle a semejante imperativo categórico de organizar una fiesta de
cumpleaños en la casa de mi familia pero para los compañeros del colegio,
esperaba la llegada de mi regalo. La lista de títulos de posibles libros, todas
novedades del último año, claramente, ya que la pasión por libros mejores (y en
este caso mejor no es sinónimo de novedad, ni de antigüedad, se entiende),
llegaría muchos años después.
Ante
la mirada atenta de los compañeros que, intuía, eran los que habían colaborado
con el dinero para los regalos, vi llegar dos paquetes descuidadamente
envueltos en los que mal podría disimularse un libro en su interior. ¿Por qué
son dos? Pensé abriendo el primero de ellos que resultó ser un buzo de friza
(un abrigo), gris, con la imagen de un alienígena sonriendo en el frente. De
seguro esa imagen, el alien, era lo que interpretaban, o la forma en que se me
veía hacia el interior del grupo, de donde no han salido grandes deportistas,
políticos, músicos de renombre, ni nada similar.
El
otro paquete, más voluminoso, pero también más liviano, que el anterior,
contenía un bolso de viaje diseñado por quien sin dudas se creía cercano a los
ideales de Benetton, ya que casa fragmento de tela era de un color diferente al
anterior, predominando el amarillo (vaya uno a saber por qué), el verde y el
azul, pero también con trozos rojos, negros y variantes de los anteriores.
¿Dónde
estaba, entonces, el libro que esperaba? No estaba en ningún sitio, nunca había
habido libro alguno. Tan sólo soñé con algo que nunca sería real dadas las
condiciones en las que me encontraba.
El
buzo quedó inutilizado luego de su primer lavado, ya que la tela se contrajo y
dejé de ser capaz de entrar en él. La vida útil del bolso fue un poco más
extensa ya que, después de todo, cumplía su función y, de tan ridículo,
imposible perderlo de vista.
Lo
vivido me sirvió, por otro lado, que aprender y aprehender algo que hubiera
tardado muchos años más en descubrir por mi propia cuenta. ¿Qué es lo que aprendí? Y aquí comienzo a
utilizar el tono de moraleja, que suena mejor en este tipo de relatos de
pseudosuperación personal: Aprendí a no esperar nunca nada de nadie. Un
aprendizaje duro, oscuro, doloroso, aunque necesario. Ya que, cuando se deja de
esperar que algo determinado suceda y efectivamente sucede, es más fácil
sorprenderse, la alegría es más genuina.
--
Ahora, para cortar tanta
amargura:
En el número 6 de la revista
digital Callejón de las Once Esquinas [AQUÍ], del mes de junio de 2018,
pueden encontrar el relato Nata, que
los seguidores habituales de Proyecto Azúcar ya conocer.
También, en el número 5 de la
misma Revista [AQUÍ], se publicó, en el mes de Marzo, el relato, Enemigos del Hombre.
Los interesados puedes continuar
la lectura por allí.
Nos leemos
--
8 comentarios:
En fin, uno aprende como mejor puede.
Nos leemos,
J.
Es de nosotros mismos de quien hemos de esperarlo todo, tú quién debes ser capaz de resolver tus problemas sin “someter” a otros a dicha obligación, tú quien debes afrontar tus miedos y no proyectarlos en los demás….
No espero lentamente lo fui aprendiendo.
Y así me siento mejor...
aunque te voy a contar un secreto entre tú y yo....... Espero que algun dia cuando llegues a mi blog sonrías y me digas
Sabes Mucha
hoy estoy feliz....
buentexto te felicito
besitos
José, en este casi azucarado texto queda evidente que todo nos llega en su momento oportuno. Que cada quien recibe lo que los demás creen que merecen. Otra cosa es saber esperar para que nuestros deseos se cumplan. Ha sido muy duro con usted mismo. Digo yo.
Saludo.
Gracias por sus comentarios en mi bloc.
Yo también aprendí de pequeño a no esperar nada de nadie.
Y eso me ha ido bien en la vida.
Saludos.
Uf, es para mi una batalla diaria el no esperar.
Muchas veces las expectativas me superan, y entonces es cuando llega la frustración.
Me encantó tu texto,interesante punto de reflexión!
te dejo un abrazo!
Una enseñanza tanguera, de la guardia vieja.
Cómo marcó Jurassic Park a nuestra generación (para lo bueno y para lo malo también), y cómo los regalos hablan de cómo los regaladores ven al homenajeado. Jamás se fijaron en qué hacías con tu tiempo libre, cuáles eran tus gustos, de qué se trataban los libros... simplemente observaron tu condición de alienado.
Tremendo laburo el que hacen en El Callejón
Abrazo!
Sigo sin esperar
desde la madrugda de mis dias
Tengo una extraña teoría, Jurasic Park le debe un poco su empuje a los Power Ranger (la primera generación) ya que esa serie tenía esa mezcla que parece cautivar a chicos como a los creadores de juguetes, los robots gigantes que son dinosaurios que se unen para pelear contra monstruos.
Fue una excelente película, al menos la primera ya que la segunda no la vi, la tercera me durmió y las siguientes entregas no las he visto; aunque hay unos cuantos que dicen que los dinosaurios no son como los pintan en esas películas
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