Cuando comenzaron los problemas, hace tanto
tiempo que hablar de años se torna insuficiente, podría habérmelo tomado de
otra manera. Es cierto que, eso de no distinguir ciertos colores, el confundir
la gama de los verdes y los rojos por un tiempo, para comenzar a confundir la
gama del amarillo y el azul a los pocos meses, alterando a los incrédulos médicos,
resultaba un poco gracioso.
Decían
que era simple daltonismo, que no era nada, que tenía poca importancia.
Culpaban a la edad, así como otros factores como los climáticos, los sociales,
cuando no a los económicos y, por supuesto, a los genéticos, de crear síntomas
similares. Sabía, lo intuía, lo percibían mis enfermos ojos, que iba más allá
de confundir una luz roja por una verde, o de tener que especificarle al
vendedor de la casa de ropa lo que quería sin dar cuenta de que cada uno de los
suéteres que me mostraba resultaban ser idénticos para mí porque los colores
desaparecían.
Acromatopsia
es el nombre científico, los síntomas son disímiles. Si se tiene la suerte de nacer
con ese defecto, uno se acostumbra al mundo, al universo, a la vida y la muerte
en blanco, negro y en infinitos tonos de grises. Si no se la tiene, los colores
conocidos, y todo lo a ellos asociado, irremediablemente se diluye poco a poco.
Y lo hacen de tal forma que ni siquiera en los sueños puedes recuperarlos. Incluso
los recuerdos se acomodan en tonos sepia; algo que cualquier chiquillo sabe, el
color sólo existe en el presente.
Sin
intenciones de escuchar las mismas expresiones de sorpresa y desconcierto en
cada médico que visitaba para una nueva consulta sobre el estado de mis ojos;
me retiré a la vieja casona que todavía conservaba en el delta del Paraná.
Herencia de épocas pasadas, cuando algún familiar supo hacer alguna clase de
negocio importante, compró terrenos, construyó casas en varios lugares para
acabar muriéndose sin poder ver nunca de ellas terminadas, dejando que sus
descendientes hicieran con ellas lo que mejor pudieran. Herencia que, a pesar
del tamaño de la construcción, la ubicación privilegiada cerca de los ríos
transitables y una serie de cuestiones que el martillero de la inmobiliaria se
encargaba de catalogar en cada visita, ante cada nuevo intento, la venta siempre
fracasaba.
Es
cierto que el estado de la construcción poco ayudaba, ya que solamente unas
pocas estancias continuaban en uso. La cocina, lo cual era una suerte, aunque funcionara
a leña. Una gran sala de estar que también servía como comedor, recibidor, depósito
de muebles viejos, salón de juegos y cualquier otra actividad que quisiera
hacerse. Una de las habitaciones del piso superior, con vista al río y a la
isla que se encontraba inmediatamente del otro lado; de seguro la habitación
principal, aunque no podía saberlo. Y el único baño de aquella construcción. El
resto de la casa se encontraba en diferentes estadios de abandono cercanos a la
ruina.
Escondido
allí nadie me molestaría con preguntas del tipo: ¿De qué color ves el cielo hoy? ¿De que color está pintada esa pared?
¿Esta camisa te parece más roja que la anterior? Y la infinidad de
invenciones similares a las que debía, necesariamente, responder con una
sonrisa y festejar la inventiva. La siempre presente conexión a la red me
permitía mantenerme en contacto con mi trabajo que, por otra parte, en la
soledad de mi retiro se vería beneficiado al evitar cualquier interacción
humana innecesaria.
La
lancha almacén pasa dos veces por semana por el muelle de la casa y trae cuanto
necesito; las visitan nunca llegan a tanto y apenas sí representan uno o dos
correos electrónicos al mes que fácilmente puedo omitir; precisamente eso era lo
que buscaba. Había ido hasta aquel sitio con la intención de desaparecer, de no
estar, de irme, de, en definitiva, de escapar de todo y todos. Cosa que, en
parte, había logrado.
Despertaba
cada mañana cuando el sol, intempestivamente y sin importar la época del año, entraba
por el gran ventanal de la habitación. Una luz blanca, un poco más pálida en el
invierno, un tanto más clara en primavera, enceguecedora en verano, acariciaba
mi piel, señalando su presencia a través del calor. Ese y ningún otro, era mi
despertador.
La
mayoría de los días esa luz me obligaba a levantarme para cerrar la gruesa
cortina de paño que intencionalmente dejara abierta la noche anterior. Aprovechaba
entonces para mirar los ceibos que crecían libremente del otro lado del río, y contemplaba
el paisaje que siempre resultaba ser mismo aun sin serlo. Alguna lancha privada
ocasional, la lancha colectiva sobrecargada de turistas en verano, o de escolares
en otoño, y la sempiterna basura flotando abandonada la mayor parte del año.
Desayunaba,
almorzaba, o ambas sin importarme la hora, sin atender a los momentos del día;
cumplía con mis obligaciones laborales en tiempo record, tan sólo para poder
dedicar el resto de las horas del día a cualquier otra cosa; dormía largas
siestas, algunas tan extensas que se unían sin dificultad con el anochecer.
Vivía el tiempo a mi modo aunque sabía que no era así y que ya estaba demasiado
viejo para ello. Sin embargo, persistí en mi intento.
Toda
la anterior reminiscencia de aquel tiempo más tranquilo, más calmo y, tal vez,
mejor, que pasara en la casona, responde al brusco cambio en la tonalidad de mi
vida de retiro.
Hoy, los ceibos han florecido, es
cierto, como cada primavera. Pero, ésta vez, lo han hecho con todo el esplendor
del que son capaces lograr, con todos y cada uno de los colores que la
naturaleza les asignara. Colores que regresaron a mis ojos y que se sentían como
un fuerte, intenso y punzante dolor en el centro de mi pecho, a lo largo de mi brazo
izquierdo que se acalambraba poco a poco, en las lágrimas que empañaban mis
ojos y las dificultades para respirar aún cuando nunca sufriera de asma.
Tanta
alegría que sentí al ver los ceibos en flor me ha dejado sin fuerzas para nada
más; tal vez me quede aquí sentado, junto a la ventana, aún aferrando la
cortina de paño abierta, un rato más para contemplar esos colores tan únicos,
tan irrepetibles y, también, tan últimos.
10 comentarios:
Tanta alegría junta hace mal.
Nos leemos,
J.
Le dio un infarto por la emocion de recuperar los colores, o bien esa recuperacion de los colores fue un efecto secundario del mismo infarto? Quien sabe..
Buen topico para hacer una pelicula
Dejame así, sin colores.
Si me decís que el rojo del ceibo es fenomenal te creo y te diré falsamente "ah, ahora comprendo por qué es la flor nacional"
Te lo digo yo, que aunque pinto con todos los óleos que puedo comprar, a veces me dicen "ponele más rojo claro", y tengo que leer bien la etiqueta porque a lo veo de un marrón tan cierto que asusta.
Abrazo!
Muy impresionante el relato por el giro final, aún en ese momento podía ver los colores, podía sentir ese impacto doloroso en el pecho sin distinguir si era miedo,infarto o emoción por recuperar la escala cromática.
Me encantó esta narración José.
Un abrazo!
El relato muy bueno... pero ahora me duele el brazo izquierdo... grrrrrrr
¡¡José ve los colores...!!
Es una suerte que los puedas volver a ver, el rojo del ceibo es hermoso, me alegro que puedas volver a ver bien.
mariarosa
No conocía el ceibo, por lo que no sabía si era verde, amarillo, y azul, colores de alguna rara bandera, pero se hizo la luz y lo vi con flores de cinco pétalos, rojas y brillantes, ¡que susto me di! Y todo sin dolerme el brazo.
Saludos
¿Cómo sigues? supongo que manteniendo tus colores.Y hablando de colores.
¿Cual es el color de tu alma?
Mucha: Escura, tal vez no llegando aún al negro, pero acercándose...
Saludos a tod@s, gracias por sus comentarios.
Nos leemos,
J.
Publicar un comentario