Parecía una cañada, pero en lugar
de rocas, la pared era de arena; blanca, pálida, caliente, que descendía
directamente hacia el mar, hacia donde resplandecía el sol y las olas llegaban
con una placidez sin igual. Hacia uno y otro lado —¿Oeste y este? ¿Norte y sur? ¿Derecha e
izquierda?—, la playa
se extendía hasta donde llegaba la mirada.
Apoyabas
un pie en la arena y comenzabas a deslizarte, lo quisieras o no, hacia el agua,
hacia la gente que allí miraba con cara de sorprendida como la arena te llevaba.
Bailabas lo quisieras o no, en la dirección en la que a ella se le antojara.
Se formaban
parejas, que danzaban mirándose o ignorándose, estirando los brazos en
cualquier dirección para no caer, buscando regresar a la situación anterior o ansiando
quedarse allí, junto a ese otro/a nuevo/a que nos presentaba la arena. La
alegría, pero también la desesperación, reinaba brevemente en la playa.
Puse un pie, y
luego el otro, claro, sobre la arena, esperando sumarme a las emociones en
pugna y ver qué me deparaba la playa, qué sorpresa, qué fastidio, pondría
frente a mí.
No me moví ni un
milímetro.
2 comentarios:
Puede fallar...
Máxime con mi suerte.
Saludos,
J.
Falsa arena movediza, muy bueno!
Publicar un comentario