La gente caminaba por la calle
llevando cada una su mascota. La mayoría eran perros o gatos, algunos pájaros y
unos pocos —muy pocos— animales de otro estilo,
como hurones, nutrias, un par de caballos, un ñu, etc. Cada uno con la correa
reglamentaria.
Todos llevaban
algún animal con ellos, porque era la norma, lo habitual, lo que debía ser
hecho.
Era
único que caminaba sin su mascota. Pero tenía la excusa preparada por si
alguien me detenía y me preguntaba qué había pasado con mi mascota: no se había
dejado colocar el collar esa mañana. Y, para la semana próxima, tenía ensayada
la excusa de que no se encontraba bien de salud. Luego diría que había muerto y
que me encontraba en proceso de búsqueda de una nueva mascota que se ajustara a
mi personalidad, pero la pena y la aflicción era tanta que no sabía cuándo
podría decidirme. Esa excusa me serviría al menos por dos semanas.
Más
tarde podría decir sí la había encontrado pero que era muy pequeña, o inquieta,
o mal educada, para salir a la calle con ella.
Luego
pensaría alguna otra excusa, pero por los próximos dos meses estaba cubierto y
nadie sabría, aún cuando lo sospecharan, que en verdad no tenía, ni nunca había
tenido, una mascota.
Ni
tampoco quería tenerla.
3 comentarios:
Sigo sin tener mascota.
Saludos,
J.
Parece una pesadilla.
Con lo fácil que sería poder decir: no tengo mascota porque no me da la gana, jajaja.
Salu2.
¿Que mundo tan extraño el de tu protagonista?
Era una forma de hacer oposición a cualquier obligación.
mariarosa
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