Un tumulto de gente sentada en
grandes gradas de madera, como si fueran los Estados Generales de Francia antes
de la revolución, la Duma Imperial de la Rusia presoviética o el público ante
el jurado de american idol.
Se
gritaban los unos a los otros intentando decidir algo; parecía importante y, al
mismo tiempo, espectacular. Nunca me gustaron las multitudes, ni la gente en
general, por lo que la incomodidad era creciente. Mi interés estaba puesto en
no estar allí.
Había
un atril con una corona en el centro del lugar. Parecía estar hecha de cartón
más que de algún metal precioso. Se
la veía rota y manoseada en varios lugares, ajada y sobada. No parecía lo que
se espera que fuera un atributo real; no era, por supuesto, la corona de los
reyes piratas. Era, más bien, un juguete viejo y usado.
En
medio de los gritos entendí que quien usara esa corona, entre otras cosas,
sería el líder, amo y señor de todo y todos. El problema era que nadie quería
la corona, porque ser el amo de todos y todo implicaba ser todo y todos al
mismo tiempo dejando de ser uno mismo. Algo así como estar vivo sin poder
vivir, tener sed estando rodeado de agua que no podemos beber, gritar sin voz
hasta que la garganta arda y amar sin nunca ser correspondido.
La corona no
era el triunfo, era la señal del fracaso.
Por
eso nadie la quería. Se gritaban los unos a los otros intentando convencer a
cualquier otro que colocara esa maldita corona sobre su cabeza para que el
resto pudiera continuar con sus vidas de manera normal.
De
alguna manera, parte de todo eso no sonaba tan mal en mis oídos. Pero era tan
fea la corona…
2 comentarios:
Fea, bien fea era.
Saludos,
J.
¿Le pagaban con cerveza? preguntaba Quico en un capítulo sobre boxeo
No importa, ya fue, dejá
Abrazo!
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