Le habían enseñado, o lo había aprendido a lo
largo de su vida —larga también ella—, que lo único verdaderamente importante
era, después de todo, y a pesar del desprestigio actual, mantener la palabra.
Eso que suena tan antiguo como decir algo y cumplirlo, prometerlo y hacerlo,
avisar que se va a asistir a un evento determinado y efectivamente asistir. Él
lo hacía. Era una tradición personal, decía, y la mantenía a rajatabla.
También
cometía el error de muchas veces evitar guardarse sus pensamientos, lo que lo
colocaba en situaciones de por sí complicadas. Como prometer que haría tal o
cual cosa a pesar de que ello iba en contra de sus principios, como el sostener
a toda costa la libertad de los otros para atacarlo sin necesidad de
defenderse, o como pronunciar máximas que carecían por completo de asidero con
la realidad. Principalmente porque, por una cuestión de orgullo tal vez, para
no hablar de otra cosa, jamás admitiría que se equivocaba con algo de lo que decía.
Jamás le daría la razón a quien señalara las incongruencias de su pensamiento.
Los ejemplos no vienen al caso más que en uno sólo de ellos que nadie esperaba
que se encontrara en la necesidad de ponerlo en práctica a pesar de la cantidad
de veces que se lo escuchaban repetir:
—El
día en que por primera vez deba ir a un hospital, no saldré vivo de allí.
No
hubo forma de lograr que se retractara, de que confiara en la ciencia médica ni
de que reconociera que los avances tecnológicos de los últimos años hacían que
la mayor parte de la gente que entraba en un hospital saliera con vida de él.
Para nada. Él seguía pensando que la medicina era una de las disciplinas
científicas más inexactas del conocimiento humano; seguía pensando como si se encontrara
en el siglo XVIII y no en el XXI.
Luego
de escucharle repetir esas mismas palabras en varias oportunidades ya nadie
perdía el tiempo intentando convencerlo de su error. Sería más fácil arar en el
mar que lograr que cambiara de idea.
Pero
la vida es irónica de por sí, y así como quien anuncia la lluvia muere de sed,
y quien anhela morir de amor lo hace en soledad, le obligó a que cumpliera su
palabra cuando, mirando la película de moda de ese año, un grano de maíz que se
negara en convertirse en popcorn —pochoclo para los que vivimos en Argentina—,
se incrustó entre sus dientes.
Veinte días después de cepillados
constantes, de encías sangrando por demás y de dolor innecesario, acabó por
aceptar ser llevado al hospital odontológico del pueblo. Pero no sin que
pudieran evitar que, al momento de ingresar, recordara su vieja letanía:
— El día en que por primera vez deba
ir a un hospital, no saldré vivo de allí —para agregar después—: Lo saben bien.
—Es una intervención menor —dijo la
enfermera que lo recibió—. Tampoco es para tanto, si ni siquiera necesita
anestesia general.
Pero, por supuesto, no hubo forma de
que cambiara de opinión, ni siquiera cuando la misma enfermera amenazó con
dormirlo de una cachetada para que dejara de decir estupideces. Eso mismo,
decía, le daba la razón. Se dormiría y no despertaría jamás.
La operación, la intervención, como decía el médico,
salió a perfección. Habían abierto la encía, sanado la infección y cocido allí
donde hacía falta para que cicatrizara más rápido. Tan sólo debía esperar unas
horas a que los medicamentos cumplieran su labor y se disipara la anestesia
para que pudiera volver a comer normalmente y sin dolor.
Al intentar levantarse del sillón en
el cual se encontraba, sus piernas parecieron ser incapaces de sostener el peso
de su cuerpo. Quizá por acción de la anestesia, quizá porque se encontraban
entumecidas. La cuestión es que cayó, al intentar levantarse, y golpeó el suelo
con el rostro porque tampoco fue capaz de reaccionar y cubrirse con las manos.
El médico y las enfermeras —eran tres, yo no sé por qué—, enloquecieron al ver
que lograban hacerlo reaccionar.
Nada en su cuerpo parecía funcionar
mal, sus pupilas tenían dilatación por reflejo, sus músculos conservaban la
fuerza y su temperatura era constante pero, aún así, no lograban hacer que reaccionara.
Parecía como si los medicamentos, las inyecciones de adrenalina líquida, los
masajes cardíacos, las cachetadas de las enfermeras y los llamados
desesperados, entre insultos y llantos, de sus familiares, fueran
insuficientes.
La ambulancia demoró en llegar. Para
cuando finalmente lo hizo ya había cumplido con su palabra de no salir vivo de
un hospital, sin importarle siquiera que aquella decisión de morirse tan sólo
por cumplir con la palabra empeñada fuera, de por sí, una completa y total
estupidez.
Claro que ahora era demasiado tarde
para hacérselo entender.
10 comentarios:
Tal vez no era necesario llegar a tanto...
O sí lo era.
Saludos,
J.
A mí nunca me hicieron gracia los dentistas...Saludos.
Hola, José:
Es siempre un estímulo el leerte. Hoy lo ha sido más, pues a las habituales admiración y diversión, se ha unido la envidia (y no es de las sanas, te doy mi palabra, sino de las que desearía ser la genialidad que inspira a tus palabras)
Un gran abrazo y toda mi admiración, José.
Por cierto, aquí en España a los “pochoclos” los llamamos “palomitas”.
es que los hay que su aprensión la llevan al máximo exponente...
además de joder al personal
besos
Seguro que en el próximo chequeo que me haga voy a rejuvenecer 20 años, seguro, lo tengo clarísimo, de verdad voy a ser 20 años más joven.
- Jubi, por mucho que lo digas, seguirás teniendo la edad que tienes y cada vez con más achaques
Ya ha salido el gafe.
Saludos de una persona mayor que pronto tendrá 20 años menos.
Hay personajes así, pero claro que no sé si llegan a cumplir con sus profecías hasta tal punto.
mariarosa
¡¡¡Muy bueno J!!! Me encantó
Felicitaciones, con este relato creo yo, te superaste. Más allá de que siempre son correctos, y muchas veces viran hacia el drama. Siento que en esta oportunidad le encontraste una vuelta cómica al asunto, sin dejar de ser trágico.
Abrazo grande!!
Hay que reconocer que era un hombre de palabra.
No quedan muchos...
Saludos.
Humor negro, o humor fatídico o humor, simplemente.
Muy bueno.
Cuando alguien se empeña en algo lo cumple sen cuales sean las circunstancias. No hay modo
de echarse para atrás.
Un abrazo
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