Debería sentirse un privilegiado ya que sus
ojos veían maravillas que nadie más que él conocería ni serían, tampoco, capaces
de comprender. No digamos ya de disfrutar. Pero, como sucede en todos los
casos, y aun poseyendo cuanto deseaba, no era feliz. Ni se acercaba su
situación a un sentimiento similar.
Quien
solamente conociera su presente no comprendería el porqué de tanta tristeza, de
tanta desazón, de tanta falta de serotonina cuando no se encontraba inmerso en
la más absoluta apatía rodeado por pantallas múltiples y las conexiones
neuronales a los satélites de exploración que él mismo había financiado.
Apoltronado en un sillón ergonométrico, dos lágrimas perpetuas parecían empañar
la visión de sus ojos cansados y aturdidos por tantos paisajes, por tantos
colores, por tantas bestias que los drones de reconocimiento le mostraban en
cualquier ángulo que pudiera imaginar.
Cualquier
ignorante de su vida lo consideraría un desconsiderado con suerte. Un
quisquilloso que pretendía recibir más de lo que ya tenía.
Nadie
conocía su secreto, nadie sabía de sus atropelladas lecturas de Salgari,
Stevenson, Verne, Rider Haggard, Rice Burroughs, Holmberg, Oesterheld,
Howard, Borges y Tolkien. Nadie conocía su fascinación por ser un pirata
aventurero descubridor de continentes perdidos, de civilizaciones olvidas, para
realizar viajes a otro planeta, atravesando los límites de la realidad, para encontrar
la Atlántida, Lemuria, Mu, la Tierra Media, el Dorado, un político honesto o el
sentido común de la humanidad. Cualquier cosa que aún no fuera conocida por
nadie más. Pero nada de eso le era posible. Nada, en lo absoluto.
Ni siquiera
podía levantarse del cómodo sillón, y no porque se hubiera adaptado tanto a su fisonomía
que cualquier otra cosa le resultaría incómoda, sino porque, como habrán
adivinado a partir del título de esta terrible historia, sus huesos eran de
cristal. Claro que no literalmente, nadie tiene huesos de cristal; ni siquiera
en los campos de incubación han llegado a tanto en sus experimentos génicos. Su
condición era más una metáfora que una realidad, pero que no por eso dolía
menos.
El
dolor más grande que viviera fue el darse cuenta de su condición.
Cuando decidió
dejar su cubículo habitacional silbando la clásica melodía del himno del
campeonato mundial de fútbol de Italia 1990, luego de haberse preparado durante
años, acopiando los conocimientos requeridos para perderse en la jungla, para
sobrevivir sin GPS, para saber que el wifi no nace de los árboles como lo
indican las leyendas urbanas, con su mochila cargada de vituallas, ropa
interior de recambio y sueños, todo cambió. Más que nada porque fue incapaz de
llegar muy lejos desde su portal.
A los pocos
pasos, al comenzar a descender el primero de los cincuenta y tres tramos de
escaleras, trastabilló y cayó, de frente, a lo largo de la totalidad de los
escalones. Al llegar al nivel de la calle, apenas podía respirar, la suerte
había querido de ninguna de sus costillas rotas le perforara los pulmones; el
resto de sus huesos estaban, cuando menos, triturados.
La
recuperación ósea le llevó cinco años; le tomó otros tres para que su cuerpo
recuperara la postura erguida y aún otros dos años para caminar de manera más o
menos aceptable. Para ese momento sus piernas y brazos tenían la fuerza
suficiente para cargar la mochila, previo cambio de los alimentos enlatados
vencidos, sobre su espalda.
En
esa segunda oportunidad no fue la escalera quien limitó su aventura. Había
logrado que colocaran un ascensor en el centro del módulo habitacional un año
antes, cuando su recuperación se encontraba completa en su casi totalidad. Por
lo que logró efectivamente salir a la calle, casi se diría que por primera vez.
Pero sólo para encontrarse con que, en medio del intenso tránsito de las
absurdamente anchas avenidas, los semáforos tan sólo le otorgaban treinta
segundos de tiempo para cruzarlas; luego de los cuales cada uno debía
protegerse de la mejor manera posible de los automóviles autónomos que carecían
de empatía suficiente para reconocer que ese bulto que se agitaba delante de
ellos era, probablemente, un ser humano.
Por
suerte, porque de alguna forma hay que decirlo, la recuperación tras semejante
accidente sólo le demandó seis años.
Años
en los que, desde su obligada postración en la cama, su única diversión se
limitaba al estudio de las imágenes satelitales descartadas por las agencias de
seguridad internacionales, las empresas de explotación petrolera y las
constructora de carreteras. Esas imágenes de acceso libre en la red le
permitieron encontrar, en medio de los pocos kilómetros de jungla semi-virgen
que aún perduraban, los restos de tres civilizaciones perdidas. A eso se
sumaron las cuatro bases militares secretas de potencias extranjeras que el
algoritmo de análisis de imágenes no había tenido en cuenta —cobrando la
recompensa en efectivo por tal información—, ser el primero en captar las
señales de radio que llegaban desde algún lugar cercano a la estrella Betelgeuse.
Esto último aún no fue oficialmente confirmado por la Alianza Transoceánica
Espacial (ATE), pero la continuidad de la relación laboral hace pensar en la
realidad de las mismas.
Con
el dinero cobrado por su nuevo trabajo adquirió las primeras pantallas de
inmersión del mercado; con ellas cubrió la totalidad de las paredes —incluido el
techo— de su cubículo habitacional. Había recibido un sinnúmero de recomendaciones
de todos sus médicos de no exponerse a nuevos intentos por conocer el mundo
exterior, por lo que lo único que podía hacer era continuar invirtiendo en
tecnología que le permitía llevar sus sentidos allí donde físicamente no podía
ni acercarse.
Podríamos
decir que le fue bien, claro, juntó mucho dinero que invirtió en tecnología en
desarrollo al tiempo que financió experimentos en los campos de incubación
buscando una cura para su mal. Se convirtió en algo así como un millonario
filántropo como los que existían a principios del siglo XXI, esos que hacían
creer a la sociedad que les importaban en qué se invertía su dinero. Se mudó a
un cubículo más grande, pero sólo para contar con más espacio para colocar más
pantallas y conectar su cerebro con el mundo las 168 horas semanales.
Tenía
cualquier rincón del mundo a su alcance. Para cuando la ATE se dio cuenta de
sus capacidades de observación y atención múltiple, sumó a sus pasatiempos la
exploración del sistema solar.
Su sueño de
explorarlo y conocerlo todo, comenzaba a cumplirse.
Pero había
algo que no se adecuaba a sus expectativas.
Quizá
sea hubiera resultado una experiencia mucho más enriquecedora toparse con los
restos del último Oso Panda en persona y no a través de una cámara de
megadefinición. O descubrir que esas rocas de la garganta de Olduvai no eran
meras formaciones líticas sino que habían sido intervenidas por manos que bien
podrían ser de algún antecesor al ser humano. O hacer captado el regreso de Oumuamua
a las cercanís del Sistema Solar por cuarta vez por encontrarse en el espacio
profundo y no sólo mirando una pantalla.
Si
pudiera salir a ese mundo que solo conoce en imágenes —que no siempre tenían la
mejor calidad, todo hay que decirlo—, no sería reconocido en todo el mundo, ni
serían posibles sus múltiples emprendimientos. De ser así tal vez no tendría
todo el dinero virtual que se acumula en sus cuentas interbancarias. Tal vez no
hubiera logrado nada de nada y no sería nadie más que él, sin dinero alguna, viviendo
en el mismo cubículo de categoría mínima como el resto de nosotros.
Pero, sin
lugar a dudas, sería feliz consigo mismo.
Al
menos eso es lo que prefiere creer. Yo, por mi parte, ni siquiera me preocupo
por algo que no puede cambiarse.
8 comentarios:
Además, dudo que fobia alguna fuera capaz de detenerlo.
Saludos,
J.
Creo que ya que el sujeto de enunciación cree que "el futuro del mundo" no se puede cambiar, al menos vos deberías cambiar el día de publicación semanal.
El domingo a la noche llega, y leer esto es sumarle un par de atmósferas, tragarse la píldora de la aceptación, el final de una fiesta, un insomnio sin sentido.
Buen relato, abrazo!
Hola, José:
De nuevo sólo puedo felicitarte por tu relato, por la manera tan pausada como intensa en la que nos haces sentarnos al lado de tu personaje.
La lectura de “Explorador de cristal” ha hecho que este quisquilloso se sienta contento con cómo es, y que no desee ser otro, aunque ese otro sea un heterónimo literario que a su vez fantasea con ser el álter ego de un escritor. No sé cuánto tiempo durará esta aceptación plena de mi yo, pero gracias por haberla invocado con tu relato.
Un abrazo, José.
Pero leer a Salgari te hace ser muchas otras cosas...
Pobre muchacho, teniendo todo no tenía nada. Y eso que no había leído alguno de mis cuentos, porque con eso dejaría a Salgari, a Stevenson y cuanto autor existiese, con mis historias, que son curativas,
y jamás se le rompería un hueso, tal vez el cerebro, pero eso es otro cantar.
Muy bueno.
mariarosa
Al leer huesos de cristal automáticamente se me figuro la cara de Samuel en la de tu personaje.
Como siempre, un lindo relato que se mete de lleno con la existencia e invita a revisarla.
saludos!
Sera
Era un pobre rico. Tal vez, si a todo eso le hubiera agregado compañía humana, podría ser un poco feliz.
mariarosa
un texto lleno de ganas
te felicito un abrazo
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