Todos lo conocían en el pueblo. Mujeres, niños
y hombres. Imposible no verlo, no reconocerlo, no saber de quién se trataba con
las marcas de su destino señalándose en el cuerpo. Era historia antigua, tanto
en su propia vida y como en la del pueblo; en aquellos atroces años de sequía,
cuando hasta los animales más robustos perecieron.
Pero
ahora nadie recuerda esos años. El clima es tan diferente que la sola idea de
una sequía como las de antaño parece una simple fantasía. Sólo quedaba una huella
de aquel pasado, él, el resto, el desierto que supiera crecer en torno al
pueblo, ya no estaba allí.
Caminaba
por el pueblo como si fuera el amo y señor de cuanto se encontraba bajo su paso
y ante su mirada. Nadie cuestionaba su actitud ni su forma de comportarse;
decían que se lo había ganado luego de tanto tiempo. Por otro lado, nadie se
atrevería a enfrentarlo, siquiera por error. Era más fácil darle la razón en
silencio que atreverse a desatar cualquier otra reacción en su semblante osco y
silencioso.
Los
niños se burlaban de él en la escuela; lo dibujaban en las amarillentas páginas
de sus cuadernos mientras le inventaban historias en las que luchaba contra
imposibles monstruos mitológicos en improbables geografías. El castigo ante las
apuestas perdidas de los adolescentes era enfrentarlo en alguna calle e
intentar entablar una conversación, sacarle alguna palabra, algo que ningún
adulto siquiera se interesaba en lograr desde hacía años. Claro que, en verdad,
ninguna apuesta llegaba a tanto.
Los
hombres le abrían el paso y apenas lo miraban cuando se encontraba cerca. Sabían
que él realmente había intentado, con valor, con audacia sin igual pero,
también, con cierta estupidez, lo que ninguno de ellos siquiera pensaba
intentar. La hombría de cualquiera de ellos era puesta en dudas cuando él se
encontraba en las cercanías; por eso siempre era mejor evitarlo.
Las
mujeres lo miraban con deseo culpable ardiéndoles en la piel; pero el miedo
ante sus cicatrices pesaba más que sus intenciones de mirarlo por más que
apenas unos segundos en la calle. Nunca, desde aquel día que se sabía pero
evitaba nombrarse, mujer alguna se acercó a él. Sumido en la soledad más atroz
habitaba aún la misma casa de antaño, donde todo era recuerdo, donde todo era
parte de su pasado.
Incluso
los perros rehuían de su presencia; como si algo maligno, algo peligroso, algo
que les causara demasiado miedo para enfrentarlo, le rodeara.
Las
marcas en su cuello, esas cicatrices que no desaparecían, las huellas de su
desesperación cuando la sequía consumió la vida de su familia, de sus animales
y sus plantas, y solamente una cuerda y una viga de madera carcomida por el
tiempo y la humedad, lo separaban del final.
Era
el colgado en vida, el ahorcado que continúa respirando, el último vestigio de
su época. Habiéndole escapado a la muerte una vez, ésta jamás volvería a
buscarlo, decían los nuevos ancianos del pueblo. Su presencia era como un
castigo para muchos de los que llegaron a ocupar el pueblo cuando las lluvias
regresaron a la región; porque les recordaba lo que podría sucederle a ellos
también.
Un
castigo infinitamente peor que la muerte, querer morir pero continuar viviendo que,
de tan inesperado, se parecía demasiado a la mala suerte que las personas
decían sentir cuando se encontraban cerca él.
7 comentarios:
Cosas inesperadas suceden a las personas menos pensadas.
Saludos,
J.
¿Buena suerte para quién? No se murió, es un avechucho agorero, mal visto, etc. Obvio no para él.
Saludos
La inmortalidad vista como una condena. O simplemente el temor a lo que consideran extraño. ¿Pero puede considerarse afortunado quién no se librará de la muerte?
Saludos.
!Qué relato duro!!!!Martha
Al leer recordé dos temas, uno literario: los malevos de Borges, el otro musical: el guacho cicatriz de los pibes chorros.
buen relato José!
saludos
¡Qué desencuentro!... arranca el tango.
Hay varios de esos por ahí, a algunos se le ven las cicatrices, a otros se les intuye o tal vez no sean cicatrices en la piel.
Abrazo!
eres maravilla con tus textos
Publicar un comentario