Cuando mi abuelo fue niño, algo que siendo niño
yo mismo me resultaba difícil de creer, vivía en su pueblo un ciego. Un hombre
que, habiendo nacido sano, quedó ciego, perdiendo las posibilidades de ser
cualquier cosa, de lograr lo que se le antojara en la vida.
Luego,
decía mi abuelo, se colocó justo en medio de los engranajes del sistema y éste
lo devoró. No sé de qué sistema hablaría, pero eso significaba trabajar muchas
horas todos los días hasta la extremaunción o la extenuación, o alguna palabra
similar que usara el abuelo. Ese sistema tan malo y dañino le quitó la vista,
poco a poco, a lo largo de la infancia completa de mi abuelo que, cuando se
volvió un adolescente, decía verlo caminar tanteando con las manos hacia
adelante para evitar chocarse con las cosas que bien podrían no estar a su
paso. No le gustaba usar bastón y eso le dificultaba aún más el caminar.
Un
día, definitivamente, dejó de ver. Comenzó, también, a hablar cada vez menos y
a descuidar su aspecto ya que el espejo que tenía en su casa había dejado de
funcionar y ya no le devolvía su imagen, según sus propias palabras.
Podía
vérsele caminar por las calles polvorientas e irregulares del pueblo todas las
tardes, también los domingos y los feriados, cuando se acercaban los últimos
momentos del día y los trabajos parecen importar un poco menos porque se piensa
más en cena que en lo que sucederá al día siguiente.
Caminaba
hasta el parque en el centro del pueblo y allí se quedaba, hasta que el último
rayo del sol desaparecía del cielo y alguien lo llevaba de regreso hasta su
casa. Todos los días permanecía más de una hora mirando el cielo, estático,
como una estatua, siempre en el mismo sitio. Se entiende que, siendo ciego no
lo miraba, pero así lo parecía para quien no lo conociera.
Según
mi abuelo, varias veces le habían preguntado por qué hacía eso de quedarse
horas allí solo, de pie, mirando la nada, su respuesta siempre era:
—Es
que me gusta sentir el crepúsculo sobre mi rostro.
Pero
nunca, nadie, jamás, en las palabras de mi abuelo, se atrevió a decirles que
mientras el sol se ocultaba en el oeste, el ciego se empecinaba en mirar hacia
el norte. Nadie.
7 comentarios:
De seguro nadie quería romperle la ilusión... pobre, nunca dejaron de mentirle.
Nos leemos.
J.
Tengo entendido -aunque no lo se cierto- que los ciegos aunque no ven si pueden sentir en sus ojos la claridad.
Yo se lo hubiera dicho, con la dulzura adecuada en este caso, por lo menos que despida al sol de frente.
Abrazos.
Lo de sentir el crepúsculo en el rostro es lirismo puro, mírese como se mire.
Te dejo un abrazo, esperando que el 2016 nos traiga más encuentros de las letras.
Saludos!
Quizás el Norte no sea el Norte; ni el Oeste, donde se oculta el sol. Gracias por tu escritura!
!Tu relato es real y le ocurre a muchas personas!!!!!!Pero , que triste para escribirlo justo en estas fechas en quien mas quien menos tiene algún recuerdo triste!!!!Te mando un beso Martha
Parece que no todo ciego es Tiresias, quien al menos vio una diosa desnuda antes de perder la vista.
Me intrigó como el sistema puede hacer perder la vista. O mejor dicho, como lo simbolico se convirtió en real. ¿No debería haber más ciegos en ese lugar?
Deberían haberlo orientado.
Saludos, colega demiurgo.
Espero que el malévolo sistema no me deje nunca ciega y que mis ojos críticos lancen pensamientos críticos allá donde deban dirigirse. No importa hacia dónde mire uno, en la libertad de pensamiento el sol sale y se esconde por cualquier lugar hermoso y es de cualquier color.
Claro que sentía el crepúsculo en el rostro, si quedó inmerso en el sistema le plantaba cara cada día, no importaba el sol para nada, el hombre no lo tenía en mente.
Uy, perdón, me iba de paseo divagando. Buena señal, me has motivado.
Un abrazo y que el reluciente año entrante te llegue repleto de aventuras y nuevos conocimientos.
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