La noticia llegó tarde. Por ésta única vez, la
máxima de que las noticias malas viajan rápido, no se cumplió. La distancia era
tanta que apenas comenzábamos a notar su ausencia cuando la novedad nos golpeó
como el impacto de un Chevrolet Impala contra un Fiat 600. Y nosotros nos
encontrábamos en el incómodo asiento trasero del Fiat.
Si
en algún momento hubiéramos podido hacer algo, ya era demasiado tarde; y como
no nos gustaba llorar sobre la leche derramada, fuimos al entierro de la abuela
a cumplir con nuestra cuota de familiaridad de ese año. Hacía tanto tiempo que
no la visitábamos que creímos haber perdido el camino más de una vez durante el
trayecto por las rutas comarcales.
Pero
no fue así; llegamos a tiempo para ser los únicos parientes presentes, los dos
o tres vecinos que quedaban con vida, y el cura con cara de mal humor por estar
obligado a vestir de negro bajo el sol del mediodía en pleno verano. Pero,
¿quién lo obligaba? Nadie, si me lo preguntan a mí.
Si
algo dijo, no lo escuché; sólo recuerdo el rechinar del metal cuando descendió
el ataúd y los golpes a hueco cuando las primeras paladas de tierra chocaban
contra la madera. Todo lo que siguió a ese momento, lo anulé en mi recuerdo.
Siempre en potencial, si es que hicimos algo entre el cementerio y su casa, no
lo recuerdo; tan sólo recuerdo el estar ahí mirando las cosas de una vida, las
habitaciones impersonales y los restos olvidadas de la casa.
Los
demás discutían qué hacer con ella, con la casa, o alguna cosa similar; mientras
tanto deambulé por las habitaciones abandonadas buscando algún rastro de ella,
de la abuela; algo que señalara su presencia, que me dijera que allí había
vivido alguien, que no era una casa vacía como tantas otras que había en el
pueblo.
Como
en un relato de aventuras y descubrimiento, sabrán que al final de cuentas di
con esa muestra de personalidad, con ese espacio del alma que perduraba en su
hogar. La última habitación de la casa, el último rincón que alguien revisaría,
allí y en ningún otro lugar, se encontraba ella; allí, en su maldito cuarto
propio desperdiciando el resto de la casa, de la vida, la encontré.
Su
cuarto de costura, con dos máquinas de coser singer de más de cien años cada
una; las paredes cubiertas de estantes con infinidad de carretes de hilos del
color que se quisiera imaginar, cintas, botones, cierres, lentejuelas,
alfileres y agujas. Una radio vieja crepitando estática porque nadie se había
molestado en apagarla (y dudo, realmente, que alguien supiera de su existencia)
y unos lentes manchados de óxido, con los cristales cubiertos por las huellas
de sus dedos, olvidados sobre la mesa.
Eso,
y nada más que eso, era cuanto quedaba.
En
silencio, guardé los anteojos en mi bolsillo envueltos en un trozo de tela y
bajé por las mismas escaleras que ella recorriera tantas veces en el pasado. Aún
continuaban; nadie me preguntó nada, tengo ocho años, se supone que no entiendo
de esas cosas. Prefiero, en cambio, regresar al auto para que nadie me vea
apretando los anteojos viejos y oxidados que llevo en mis manos.
8 comentarios:
Aclaración innecesaria: No, no me pasó a mí, es tan solo una historia.
Y, también, la imagen no es mía.
Saludos
J.
Abarcar con la mirada del niño esa inmensidad que es el mundo; extrañamiento que pasa por el asombro y el silencio desde un enunciador demiúrgico que, al mismo tiempo, habilita la posibilidad de pensar que el lenguaje y la palabra vienen a completar un vacío. De eso se trata esta suerte de crónica: construir un lugar otro para poder hablar y que la voz tenga un eco, un fin, otros universos posibles.
Gracias por la fictio, José.
Mis saludos!
Me recuerda a mis viajes de niñez al pueblo a ver a los abuelos ,incluso el del momento del entierro . Un saludo José
El niño se ha guardado las huellas de la abuela en el bolsillo, o su visión del mundo.
Abrazos.
Me gustado tu ficción...casi parecía real...el relato en si y además el alma...el cuarto de costura dónde la abuela se había pasado la vida...y qué podemos hacer con la abuela...dónde la guardamos...es la pregunta de esta generación
Abrazos
He leído con interés y emoción este relato: una emotiva descripción del ambiente y de las emociones que suscita en el niño el cuarto de la abuela donde se concentran las huellas de toda una vida.Enternecedor me resulta el final: esas gafas que guarda a escondidas,como un tesoro, como amuleto para el recuerdo.
Los niños ven cosas que los adultos no perciben y es un error creer que "no se enteran" de las tragedias familiares.
Saludos.
Creo que aún afronto las pérdidas como los niños de ocho años. Es más llevadero así.
Un saludo.
Una historia está tan bien contada que se siente real. Hay muchas abuelas así, envejeciendo solas, pero creo que me gustaría envejecer sola, en mi casa, con mis cachivaches, antes de ir a parar a un geriátrico.
Me gustó.
mariarosa
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