Abrió la puerta. La casa estaba
vacía, las luces apagadas, la cena sin preparar, el baño sucio; el típico
departamento de soltero. Encendió las luces y, luego de quitarse el abrigo,
llenó un vaso con agua.
Del estante
debajo de la mesada sacó una caja de cartón, la abrió y revolvió los sobres
plásticos del interior, encontró el que buscaba. Hermana, se leía en él con letras verdes. Lo rompió con los dientes
y, en un perfecto montoncito, hizo caer el polvo del interior en el suelo.
Luego echó el agua sobre el mismo y la mezcla comenzó a burbujear mientras iba al baño y regresaba
con una manta que colocó sobre los hombros de la mujer que se sentada en el
suelo.
—Gracias —dijo
ella con voz apagada.
—No es nada,
allí está el baño —respondió.
La mujer caminó
lentamente, permaneció en su interior cerca de cuarenta minutos. Cuando salió,
los azulejos y el resto del interior brillaba de limpio. Se había vestido con
un pantalón de pana raído, completando su atuendo con una remera estirada y
falta de forma, que encontró en el lavarropas.
—Limpié un
poco el baño —dijo como al pasar.
—No te
hubieras molestado. Se ensuciará nuevamente —respondió él.
—Mañana lo
limpio otra vez —dijo sonriendo al pensar en el mañana.
—Te toca hacer
la cena. —Señaló los utensilios—. Que no quede nada sucio ni fuera de lugar.
La mujer
asintió. Revolvió la heladera, acumuló unas cosas sobre la mesada y, cuchilla
en mano, comenzó a picar una cebolla.
Como nada le
resultaba más desagradable que el ver cómo otra persona manipulaba la comida, aprovechó
para internase en el baño, un largo y cálido rato bajo el agua para sacarse las
sensaciones que lo embargaban cada tarde al volver a casa.
Con la cabeza
igual de confusa, pero con el cuerpo limpio, volvió a la cocina. La comida
estaba lista, carne asada en su jugo, como le explicó ella con una sonrisa. No
podía quejarse, él no sabía cocinar más que arroz.
Durante la
cena no hablaron, él comía sentado en su lugar, ella lo miraba desde el suyo
sin probar bocado.
—No me dijiste
cómo te fue hoy —dijo la mujer.
—Bien, ¿cómo
me va a ir?
—No lo sé, por
eso pregunto. Si te molesta no pregunto más —dijo la mujer retrayéndose un poco
más en su asiento.
—Si
preguntaras cosas mejores no me molestaría —respondió él.
Continuaron
en silencio, él comiendo, ella mirándolo.
—Ya terminé de
comer, me voy a dormir.
—Bueno, yo
limpio un poco la cocina y más tarde me acuesto.
No le
respondió.
La mujer
limpió la cocina, acomodó un poco el desorden que gobernaba en el cuarto,
barrió los pisos, sacó las telas de arañas, dio vuelta el departamento para que
quedara reluciente. Seguía siendo el hogar de un hombre solitario, pero lucía un
poco más limpio y ordenado.
Al despertar,
viendo cómo había quedado el lugar, dijo, en tono lapidario:
—Qué pérdida
de tiempo.
Luego de
desayunar lo que encontró preparado para él, abrió la puerta para partir al
trabajo y, aunque no lo vio, por el suelo se esparció un montoncito de polvo,
que aún guardaba un cierto dejo de humedad, acumulado del lado de afuera de la
puerta de la habitación.
3 comentarios:
Si, tan sólo, existiera algo senejate, la soledad... ¿Sería menos dura?
Les dejo el planteo para ustedes.
Saludos
J.
Es una idea muy de demiurgo, por eso el efecto no dura, se vuelve al montoncito de polvo original. Tal vez se trate de una entidad que toma forma formas físicas en forma provisorias. Y así una y otra vez, para distintos solitarios.
Salvo por el lado melancólico, la idea podría funcionar. Tal vez haya un sobre que diga Amante.
Que bien escrito.
¡Muy bueno!
Me encantó, a pesar del gusto triste que deja en la boca.
Saludos.
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