Diríamos que la traición se olía en el aire
sino fuera porque ésta no tiene otro olor que el del sudor frío y cargado de
nerviosismo de cualquier hombre. Aún así, algo estaba pronto a suceder.
La tensión crecía junto con el recelo
y el odio en los corazones, en la sangre. Al saber que uno de ellos, uno de los
presentes, traicionaría al maestro de la forma más vil y temeraria que apenas
sí podían imaginar.
Les era imposible continuar
meditando, pensar en otra cosa que no fuera vigilarse los unos a los otros para
estar preparados a detener cualquier intento de ataque, cualquier sorpresa.
Una sombra pesada, oscura, inmensa,
nublaba su comprensión tanto que ninguno se detuvo a pensar en las palabras del
maestro que decía, en esos momentos, meditando sobre el tablón de lapacho,
junto al incienso y el guano, junto al cerdo y al tábano:
—La muerte —dijo el maestro antes de
recostarse y cerrar los ojos—, es una perra despiadada a la que no le gusta ser
derrotada en su propio juego.
Los aprendices contuvieron la
respiración como ante cada sentencia con ánimo de definitiva del viejo
filósofo, esperando el final de su razonamiento sin igual.
—Por eso se presenta de formas
inesperadas —volvió a hablar el maestro sin moverse y, con un susurro que ni él
mismo habría sido capaz de escuchar, agregó—, como la ilusión de un sueño
reparador…
Hacía horas que el maestro no
respiraba; mas los discípulos, sus hijos adoptivos más cercanos, no dejaban de
recelarse y vigilarse, como si se les fuera la vida en ello.
Una vida más.
2 comentarios:
Nada.
Silencio.
Ni una palabra.
De nadie.
Ni siquiera de mí mismo.
Saludos
J.
Si entendí bien, la muerte no pudo callarlo, para evitar que hablara, y no bien, de ella.
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