Como cada vez que es realmente necesario, la
memoria falla a la hora de recordar cómo fue que llegué hasta aquí. Veo un
camino, sí. Algunos árboles. Muy pocas señales de vida humana y, lo mejor de
todo, ninguna señal de vida artificial.
Eso fue, sin dudas, lo más atrayente
de aquel paraje. La desolación, la distancia, la ausencia de ruido; algo único
en el mundo súperpolucionado, megapoblado y terradegradado que heredamos del
siglo XXI. Un anacronismo, casi, que nadie sabía que allí se encontraba.
Los mapas no existían desde que
fallaran los GPS. La suerte ayudó mucho al azar para que mi memoria funcionara
de ese modo tan necesaria de una defragmentación de emergencia.
Pero preferí no hacerlo antes de
partir.
Aquel era mi refugio. Podría
recuperarme sin recurrir a las funciones preestablecidas como hacían los demás.
De este modo me convencí de creerlo
al principio, luego casi se me olvidó, aún sabiendo que era imposible hacerlo,
y no hizo falta mucho más para hacer nada.
Allí no hacía falta esconderse. De
vez en cuando, aprovechaba para contemplar esos atardeceres ocasionales que,
entre las nubes de datos volátiles, aún pueden adivinarse mirando hacia el
este.
Siempre hacia el ensombrecido este.
1 comentario:
¿Hacia el Este? Por ahí aparece mi amigo imaginario todas las mañanas.
Publicar un comentario