Aseguraba no recordar nuestros nombres. Era por
lo años que pasara en prisión, explicaba sin mucha confianza en sus propias
palabras. Un sinfín de muros grises, impersonales, sin más detalles que alguna
mancha más o menos húmeda según el clima, era cuanto decía haber conocido en
esos años.
Nosotros, en cambio, sí que la
recordábamos. Le debíamos la mayoría de nuestras primeras experiencias con,
prácticamente, todo lo que suele llamarse vida. Por eso nos entristeció verla
partir al exilio, tanto como nos desagradó verla regresar. Porque ya no era la
misma.
Y no sólo porque su memoria fuera
ahora como un paño blanco, sin mácula ni manchas nuestras; sino porque ya no
era ella.
Nos dimos cuenta al instante, cuando
descendió los pocos escalones del andén y nos miró sin reconocernos, sin saber
quiénes éramos. Algunos aprovecharon ese momento para dar media vuelta y
alejarse. Su rostro demacrado, su cuerpo avejentado, podían más que los mejores
recuerdos de la adolescencia.
Quizá fuimos los más valientes los
que nos quedamos, o los más tontos, no lo sé. Aún no puedo saberlo. Su sonrisa,
de dientes desparejos y manchados por el café, era casi lo único que conservaba
de antaño.
Me quedé. Porque aunque ella no
supiera quién era, yo sí la recordaba. A ella, a su cuerpo, su calor, su piel,
su sabor. Quizás algo de eso aún perdure,
pensé.
Descubrimos que, en parte, nos
mentía, porque en cada encuentro nos llamaba por nuestros nombres, uno por uno,
frente a frente, en su cama junto a su cuerpo derrotado y su tibieza cada vez más
cercana al frío que a otra cosa. Nuestros nombres eran, en sus labios, susurros
de viejas melodías que nos cantaban lo que había sido.
Supe no se debía a otra cosa más que
a su intención de morir entre nosotros, los únicos que la recordábamos. Y por
haber sido capaces de no preguntarle ni cuestionarle nada, no dejó el mejor
regalo que podía hacernos al devolvernos nuestro pasado.
1 comentario:
Qué difícil... me gustó mucho!
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