Creíamos que estaba loca, desquiciada luego de
los años de estudios, que había perdido todo anclaje con la realidad y que, cuanto
le quedaba, era su delirio.
—La Diosa ha tomado mi cuerpo —dijo
un día, hace varios años, en medio de una Jornada de Debate en la Academia.
Esa frase no pertenecía a la
ponencia que presentaba en ese momento. No, no lo era, lo comprobé varias veces
con la copia que tenía en mis manos al igual que el resto de los presentes.
Miró a cada uno de los asistentes a
su conferencia sin continuar leyendo, comenzado a constituirse en leyenda. Me
pareció que sus ojos brillaban un poco más, y no porque me miraran solamente a
mí o porque las luces dieran de lleno contra su rostro. Allí había algo más,
algo diferente.
Me enamoré, en ese mismo instante,
de aquella diminuta figura pálida, esmirriada y apenas lo suficientemente alta
para sobresalir detrás del estrado. Para no mencionar esos lentes ridículamente
grandes, que ocultaban la mayor parte de su rostro; lo cual, podría decir, era
una suerte.
Al mismo tiempo comencé a odiarla.
—La Diosa —repitió a los pocos
minutos quebrando el silencio que ella misma provocara—, ha tomado mi forma.
Las risas y las burlas comenzaron
como un rumor, similar al ruido del mar golpeando las rocas en la lejanía. La
mayoría de los presentes éramos hombres que, a regañadientes, debimos aceptar a
una mujer entre nosotros y sólo bajo la presión del decanato de la Universidad.
Y ahora allí estaba ella, hablando sobre una supuesta diosa en la que nuestro
férreo y obligatorio ateísmo nos impedía creer.
Alguien con una estentórea voz abucheó
desde el fondo de la sala, no vi quién era, aunque podría identificarlo sin
dificultad. Alguien acompañó el abucheo con un silbido. No podía despegar mis
ojos de los suyos, amarillos, brillantes, preciosos, irreales, únicos, míos.
—La… —intentó repetir por tercera
vez desde el estrado, pero un libro, pesado, de tapas duras, con más de mil
páginas, y arrojado cargado de odio, la golpeó en el rostro.
En ese momento logré sustraerme de
su encantamiento y huí del salón. Atravesaba la salida de emergencia puerta más
cercana en el instante en que ella, con el rostro transfigurado por el odio y
la cólera divina se ponía de pie.
La blusa que llevaba estaba a punto
de reventar, sus senos habían crecido tanto que podrían alimentar al mundo
entero y eran, claramente, muchos más que dos. Sus caderas, sus piernas, su
cuerpo entero crecía para ocupar cada resquicio posible entre su ser y las gradas
al fondo del salón.
Sus ojos vesánicos, atravesados por
la sangre que manada de los cortes que sus lentes hicieran sobre su rostro al
romperse, irradiaban venganza y desprecio hacia los hombres, hacia todo lo que
tuviera un falo entre sus piernas.
Huí como un desesperado del salón,
del edificio, del claustro y el campus de la Universidad, oyendo los gritos de
dolor, escuchando huesos quebrándose, cuerpos descoyunturándose, cristales
rompiéndose y paredes desmoronándose. No dejé de huir aunque no había montañas
en las cercanías en las que pudiera ocultarme, ni sótanos, ni bibliotecas.
Sólo estaba el páramo, desde donde
podía ver como el mar de leche se tragaba los restos de las construcciones una
por una, sin dejar roca sobre roca.
Ignoro si soy el único testigo, no
es algo que me importe.
Siento el llamado de la Diosa, Madre
de todo y de todos, seno del mundo, centro de la creación, de la que emana todo
amor y todo sentimiento, desde lo más profundo de mi ser. No, no desde mi
entrepierna, desde algo aún más profundo.
Sé que volveré, que regresaré, a
ella; sé que me ahogaré en su maternal calidez sin final, sin retorno, sin más
que la inmortalidad del ser sin ser.
Creíamos que estaba loca; ahora sé
que los locos éramos nosotros.
No continuaré este relato, ella me
llama cada vez más intensamente. No quiero hacerla esperar por mucho más tiempo.
Estos años de soledad en este páramo han sido terribles. Cuanto escribí en la
arena, el viento lo ha borrado.
Ella me llama, debo ir.
10 comentarios:
Menuda Diosa, quizá deberíamos tener en esta parte del mundo no una, muchas, y no ser esclavos de ella, pero si un respeto que pueda dar paz y libertad a esas mujeres que no la tienen.
Como siempre José, interesante tu forma de narrar.
Un abrazo.
Y dijo Hesiodo... después de Caos nació Gea la de amplio pecho, sede siempre segura de todos los inmortales que habitan la nevada cumbre del Olimpo... Pero ¡ojo! porque en lo más fondo de la tierra de anchos caminos existía el tenebroso Tártaro.
No dejes que te atrape, prudencia.
Un beso y un café, profe.
Eres de las personas más comprometidas que leo por Blogger. Por tanto, enhorabuena por tus palabras, escribes muy bien, también felicitaciones por tu responsabilidad y deber con lo que nos rodea y además alabar las ideas que te caracterizan.
Un abrazo :)
Me encantó el texto!!!!
Nunca hay que dudar del poder de la mujer.
Mientras no sea la Vedette venezolana Diosa Canales (fémina a quien no considero atractiva ) puedes sentir a cualquier diosa
Cinismo e incredulidad, intensidad. Debe ser la diosa que te hace escribir de esta forma.
Un abrazo José.
asu que intensa historia.
Saludos
David
Me encantó la clave de narración del relato. Como un cuento... mitológico. Y aplicable a muchas realidades. Particular esa Diosa... Me dejás pensando.
Somos como hormigas ante el poder de una diosa.
Gracias a tod@s por sus comentarios.
Da gusto saber que lo que uno escribe tiene tantos lectores.
Saludos
J.
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