sábado, 21 de julio de 2012

Diosa

Creíamos que estaba loca, desquiciada luego de los años de estudios, que había perdido todo anclaje con la realidad y que, cuanto le quedaba, era su delirio.
—La Diosa ha tomado mi cuerpo —dijo un día, hace varios años, en medio de una Jornada de Debate en la Academia.
Esa frase no pertenecía a la ponencia que presentaba en ese momento. No, no lo era, lo comprobé varias veces con la copia que tenía en mis manos al igual que el resto de los presentes.
Miró a cada uno de los asistentes a su conferencia sin continuar leyendo, comenzado a constituirse en leyenda. Me pareció que sus ojos brillaban un poco más, y no porque me miraran solamente a mí o porque las luces dieran de lleno contra su rostro. Allí había algo más, algo diferente.
Me enamoré, en ese mismo instante, de aquella diminuta figura pálida, esmirriada y apenas lo suficientemente alta para sobresalir detrás del estrado. Para no mencionar esos lentes ridículamente grandes, que ocultaban la mayor parte de su rostro; lo cual, podría decir, era una suerte.
Al mismo tiempo comencé a odiarla.
—La Diosa —repitió a los pocos minutos quebrando el silencio que ella misma provocara—, ha tomado mi forma.
Las risas y las burlas comenzaron como un rumor, similar al ruido del mar golpeando las rocas en la lejanía. La mayoría de los presentes éramos hombres que, a regañadientes, debimos aceptar a una mujer entre nosotros y sólo bajo la presión del decanato de la Universidad. Y ahora allí estaba ella, hablando sobre una supuesta diosa en la que nuestro férreo y obligatorio ateísmo nos impedía creer.
Alguien con una estentórea voz abucheó desde el fondo de la sala, no vi quién era, aunque podría identificarlo sin dificultad. Alguien acompañó el abucheo con un silbido. No podía despegar mis ojos de los suyos, amarillos, brillantes, preciosos, irreales, únicos, míos.
—La… —intentó repetir por tercera vez desde el estrado, pero un libro, pesado, de tapas duras, con más de mil páginas, y arrojado cargado de odio, la golpeó en el rostro.
En ese momento logré sustraerme de su encantamiento y huí del salón. Atravesaba la salida de emergencia puerta más cercana en el instante en que ella, con el rostro transfigurado por el odio y la cólera divina se ponía de pie.
La blusa que llevaba estaba a punto de reventar, sus senos habían crecido tanto que podrían alimentar al mundo entero y eran, claramente, muchos más que dos. Sus caderas, sus piernas, su cuerpo entero crecía para ocupar cada resquicio posible entre su ser y las gradas al fondo del salón.
Sus ojos vesánicos, atravesados por la sangre que manada de los cortes que sus lentes hicieran sobre su rostro al romperse, irradiaban venganza y desprecio hacia los hombres, hacia todo lo que tuviera un falo entre sus piernas.
Huí como un desesperado del salón, del edificio, del claustro y el campus de la Universidad, oyendo los gritos de dolor, escuchando huesos quebrándose, cuerpos descoyunturándose, cristales rompiéndose y paredes desmoronándose. No dejé de huir aunque no había montañas en las cercanías en las que pudiera ocultarme, ni sótanos, ni bibliotecas.
Sólo estaba el páramo, desde donde podía ver como el mar de leche se tragaba los restos de las construcciones una por una, sin dejar roca sobre roca.
Ignoro si soy el único testigo, no es algo que me importe.
Siento el llamado de la Diosa, Madre de todo y de todos, seno del mundo, centro de la creación, de la que emana todo amor y todo sentimiento, desde lo más profundo de mi ser. No, no desde mi entrepierna, desde algo aún más profundo.
Sé que volveré, que regresaré, a ella; sé que me ahogaré en su maternal calidez sin final, sin retorno, sin más que la inmortalidad del ser sin ser.
Creíamos que estaba loca; ahora sé que los locos éramos nosotros.
No continuaré este relato, ella me llama cada vez más intensamente. No quiero hacerla esperar por mucho más tiempo. Estos años de soledad en este páramo han sido terribles. Cuanto escribí en la arena, el viento lo ha borrado.
Ella me llama, debo ir.


10 comentarios:

Anónimo dijo...

Menuda Diosa, quizá deberíamos tener en esta parte del mundo no una, muchas, y no ser esclavos de ella, pero si un respeto que pueda dar paz y libertad a esas mujeres que no la tienen.

Como siempre José, interesante tu forma de narrar.

Un abrazo.

censurasigloXXI dijo...

Y dijo Hesiodo... después de Caos nació Gea la de amplio pecho, sede siempre segura de todos los inmortales que habitan la nevada cumbre del Olimpo... Pero ¡ojo! porque en lo más fondo de la tierra de anchos caminos existía el tenebroso Tártaro.

No dejes que te atrape, prudencia.

Un beso y un café, profe.

Esilleviana dijo...

Eres de las personas más comprometidas que leo por Blogger. Por tanto, enhorabuena por tus palabras, escribes muy bien, también felicitaciones por tu responsabilidad y deber con lo que nos rodea y además alabar las ideas que te caracterizan.

Un abrazo :)

dejatellevar dijo...

Me encantó el texto!!!!
Nunca hay que dudar del poder de la mujer.

Thor_Maltes dijo...

Mientras no sea la Vedette venezolana Diosa Canales (fémina a quien no considero atractiva ) puedes sentir a cualquier diosa

Alejo Z. dijo...

Cinismo e incredulidad, intensidad. Debe ser la diosa que te hace escribir de esta forma.
Un abrazo José.

David C. dijo...

asu que intensa historia.
Saludos
David

Anónimo dijo...

Me encantó la clave de narración del relato. Como un cuento... mitológico. Y aplicable a muchas realidades. Particular esa Diosa... Me dejás pensando.

Nelson dijo...

Somos como hormigas ante el poder de una diosa.

José A. García dijo...

Gracias a tod@s por sus comentarios.

Da gusto saber que lo que uno escribe tiene tantos lectores.

Saludos

J.