El tren era una lata de sardinas,
atiborrado de gente hasta no dejar lugar para el oxígeno necesario para
sustentar la vida en su interior; la imagen típica de los trenes de la India
aparecía ante mi mente cada vez que me veía obligado a cerrar los ojos sintiendo
la desesperante claustrofobia crecer desde el fondo de mi cerebro. Mediodía,
vestido de traje, con 42º C de temperatura y los codos de tres mujeres
clavándoseme en el estómago. Así viajaba de lunes a viernes.
El único
respiro provenía de los escasos segundos en los que las puertas del vagón
permanecían abiertas para que los apretujados pasajeros pudieran escapar o, como
siempre sucedía, que subiera más gente.
Estaba cansado
de esa situación, al igual que cada vez que debía viajar en esas condiciones;
cerré los ojos una vez más para evitar ver a mí alrededor cuando una voz, al principio
desconocida, me quitó la posibilidad de evadirme de aquella realidad:
—¿Qué haces
vos acá?
Abrí los ojos
con miedo a encontrarme con alguien que me embarcaría en un diálogo sin
fundamento con el sólo propósito de pasar el tiempo. El rostro que me sonreía
esperando una respuesta se me hacía conocido, diría familiar, pero dudo que así
lo fuera.
—Viajo —respondí
vagamente—. Como puedo, mal, pero viajo.
La sonrisa no
desapareció ante la lacónica respuesta.
—Bueno, bueno
—siguió hablando el conocido no reconocido—. No hay que quejarse, que si no,
nos arrugamos. ¡Ja, ja, ja!
No creo haber
podido disimular mi expresión de fastidio ante tamaña estupidez que acababa de
oír; pero, al parecer si, porque continuó hablando como si nada, como si
realmente creyera que lo que acababa de decir era gracioso.
—¿Cómo anda
todo? ¿Bien? ¿Hasta dónde viajas?
(Este
paréntesis es para explicar varias cosas: 1 – No me gusta hablar a los gritos
en un tren, ni en ningún otro transporte en que el sonido creado por el
movimiento no permite oír lo que se dice; 2 – me molestan sobremanera los
diálogos insulsos que sólo sirven para pasar el rato, y que luego nadie recuerda;
3 – me desagrada viajar apretado por los cuatro costados, sin posibilidad de
huida; 4 – hablar con gente de la que no recuerdo el nombre, claro indicio de
que no me resultó interesante al momento de conocerla, no es mi deporte
favorito; y 5 – estaba sumamente cansado como para hacer el esfuerzo mental de
disimular mi fastidio cotidiano. Por suerte para mi, el tren entraba en una
estación que, si bien no era en la que me bajaría, esperar la próxima formación
no me dañaría de modo alguno, y podría respirar un poco de aire sin restos de
respiraciones ajenas)
—Bien. Justo me
bajo acá —dije apenas se abrieron las puertas.
Empujé un par
de personas que protestaron entre dientes, sin levantar la voz, como el ganado perfecto
en que nos estábamos convirtiendo, y salí.
Ya en el
andén, respiré aliviado llenándome de aire fresco. Me senté en un banco de
hierro que había allí cerca, debajo de la sombra de un árbol mustio por la
falta de lluvias del último semestre, y esperé, con tranquilidad, el siguiente
tren.
Había logrado
escapar a uno de esos fútiles encuentros que no llevan a nada. Podría contarlas
como una victoria; sí, sin dudas así lo haría, pensé sonriendo por primera vez
en el día.
11 comentarios:
¿A 42? Joder, me parece esa imagen casi insoportable. Y recuerdo cosas similares. Yo, la verdad, prefiero no conversar en los transportes. Tanto que aveces uso audífonos que a nada suenan para que no me hablen. Y funciona. Con eso puedo quejarme a solas y encontrar soluciones y culpables a solas. Con aire, espacio y unos milímetros cuadrados de libertad, mi cerebro habla y luego yo me comunico.
¡Muy bueno el texto!
Saludos muchos.
F.
Dios! Me dio claustrofobia. Menos mal que el tipejo molesto lo hizo bajar.
Lo peor es que no sólo se los encuentra en los transportes públicos, sino también en las calles y te persiguen, hablando del calor, de qué hizo el sábado, de cuánto comió el domingo, etc.
Muy identificada.
Abrazo.
Me pareció que el protagonista se siente tan único y diferente que todo le molesta para demostrar su singularidad y manía. Pero sin duda, tus palabras siempre se leen próximas y muy claras :))
un abrazo amigo
¡Tus relatos son tan"ilustrados"que pude ver al pobre hombre luchando en esa maraña de,también, pobres personas!Emocionante y conocido!saludos Martha
Hace muchos años que no viajo en tren y esa sensación la he pasado y varias veces.
Lo que me ha sorprendido es el final, pensaba que el protagonista estaba en el metro.
Un abrazo.
Es dura la vida en la tribu (?)
Espero que el siguiente tren haya sido mejor...
Creo que sintetizaste lo que me anda pasando también:
"sumamente cansado como para hacer el esfuerzo mental de disimular mi fastidio cotidiano."
Un gusto pasar de nuevo, ya sabés. Espero no perderme por mucho tiempo... aunque sé que quizás lo haga.
Un beso
En el siguiente tren no se sabe lo que puede ocurrir.
Un beso.
Hermano, què suerte la de poder bajarte en una estaciòn para huir de un diàlogo idiota.
Mi envidia se tiene base en mi trabajo, donde debo ir casa por casa para encontrarme con cientos de usuarios que cada mes me preguntaràn (en un 95%, seguro) lo mismo, sumado a explicaciones que debo dar cuando se suman variables al servicio... en todos lados lo mismo. Mi "estaciòn" es la hora de salida del laburo je.
Y bue... hay que ponerle onda. O no.
El Transporte público, al parecer lo más parecido al infierno para los latinoamericanos, sean Argentinos o Venezolanos.
Me recuerda poderosamente el transporte público de mi país tu crónica. Solo que el transporte de mi país hay personajes más singulares, tales como la señora que grita que la ley que sirve es la ley de la pistola, el ayudante del chofer que grita "hay más espacio atrás", los vendedores y habladores, los padres que salen con sus hijos y no tienen pudor en maltratarlos un poco en público entre otras cosas
Publicar un comentario