Días atrás parecía divertido, pero, eso
también, se olvidó con el tiempo y el agua. Llevaba lloviendo una semana sin
mayores inconvenientes que el encontrarse totalmente mojados al borde de la
gripe; no fue hasta la última madrugada cuando las cosas comenzaron a
desmadrarse.
La simple llovizna dio paso a una
torrencial catarata que no se detuvo durante las horas de oscuridad; la
musicalidad de las gotas golpeando contra los techos de zinc se transformó tan
violentamente que ni el sueño más profundo podía mantenerse ante semejante
estruendo.
Al amanecer, la radio anunció que la
escuela del pueblo no abriría sus puertas. El júbilo de los niños fue
proporcional al tedio de los padres condenados a pasar el día encerrados con
sus retoños. Tanto llovía que nadie se atrevía a asomar, siquiera la nariz, al
exterior.
Cerca del mediodía la radio dejó de
transmitir. La electricidad se esfumó y la única fuente de luz era ese extraño
brillo del agua que se juntaba en las calles. Calles que, con suerte, eran
reconocibles debajo del torrente revuelto y gris que las ocultaba.
Al caer la tarde sólo el silencio
perduraba en las casas; cada ventana estaba ocupaban por atónitas miradas de incomprensión,
que no quería o no podían comprender, que el agua continuaba cayendo y
comenzaba a arrastrar a su paso cercas de maderas, bolsas de basura, animales
muertos o a punto de estarlo, y juguetes de plástico abandonados.
El cielo no daba señal alguna de
querer abrirse, de detener las aguas del colérico azote. Al contrario, se
oscurecía poco a poco anunciando una noche más de tormenta que sobrevivir sin
poder tomar, siquiera, una cena caliente, porque hasta el gas fue cortado.
Algunos ruidos, sordos, pesados,
como un tumulto lejano se dejaban oír de vez en cuando; pero, por supuesto, no
podía ser otra cosa más que truenos, pensaban quienes se escondían bajo las
mantas, acurrucándose en sus lechos para olvidar la escena de flamantes
automóviles navegando cual veleros entre los jardines.
Los ruidos y los golpes de aquellos
truenos que no eran truenos, continuaron durante la noche. Más cercanos por
momentos, más lejanos en otros.
Al siguiente amanecer, poco quedaba
en pie para identificar eso que la gente a veces llamaba su pueblo.
8 comentarios:
Ahora me dirijo hacia allá. Espero que cuando llegué haya escampado. Y las sonrisas de los pobladores rebroten.
Un abrazo, J.
¡Un cuento que puede... no serlo!...Martha
magnífico relato José! se percibe entre las letras la humedad de esas casas y el ánimo diluido de sus habitantes.
abrazo capo!
sera
O estuviste en Japón o el agua te asusta tanto como a mí.
Dígame, mi único lector, usted navega aguas facebookeras? Será posible encontrarlo allí?
=) un saludo
Quiero regurgitar algo ya hecho y, como todos los anteriores, tener un éxito asqueroso y rotundo.
será mucho?
y cien años de soledad...
abrazo*
El agua que arrastra el mundo. De alguna manera parece cierto siempre, ¿no? Parece apenas lo lógico. Esperar que un día venga en forma de lluvia y río y nos lleve con ella de donde nunca debimos irnos.
¡Buenísimo! Me dejó espeluznado.
Un abrazo.
F.
Gracias a tod@s por sus comentarios.
La verdad es que no esperaba que éste texto despertara tanta simpatía.
Saludos
J.
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