lunes, 7 de mayo de 2012

Temporal


Días atrás parecía divertido, pero, eso también, se olvidó con el tiempo y el agua. Llevaba lloviendo una semana sin mayores inconvenientes que el encontrarse totalmente mojados al borde de la gripe; no fue hasta la última madrugada cuando las cosas comenzaron a desmadrarse.
La simple llovizna dio paso a una torrencial catarata que no se detuvo durante las horas de oscuridad; la musicalidad de las gotas golpeando contra los techos de zinc se transformó tan violentamente que ni el sueño más profundo podía mantenerse ante semejante estruendo.
Al amanecer, la radio anunció que la escuela del pueblo no abriría sus puertas. El júbilo de los niños fue proporcional al tedio de los padres condenados a pasar el día encerrados con sus retoños. Tanto llovía que nadie se atrevía a asomar, siquiera la nariz, al exterior.
Cerca del mediodía la radio dejó de transmitir. La electricidad se esfumó y la única fuente de luz era ese extraño brillo del agua que se juntaba en las calles. Calles que, con suerte, eran reconocibles debajo del torrente revuelto y gris que las ocultaba.
Al caer la tarde sólo el silencio perduraba en las casas; cada ventana estaba ocupaban por atónitas miradas de incomprensión, que no quería o no podían comprender, que el agua continuaba cayendo y comenzaba a arrastrar a su paso cercas de maderas, bolsas de basura, animales muertos o a punto de estarlo, y juguetes de plástico abandonados.
El cielo no daba señal alguna de querer abrirse, de detener las aguas del colérico azote. Al contrario, se oscurecía poco a poco anunciando una noche más de tormenta que sobrevivir sin poder tomar, siquiera, una cena caliente, porque hasta el gas fue cortado.
Algunos ruidos, sordos, pesados, como un tumulto lejano se dejaban oír de vez en cuando; pero, por supuesto, no podía ser otra cosa más que truenos, pensaban quienes se escondían bajo las mantas, acurrucándose en sus lechos para olvidar la escena de flamantes automóviles navegando cual veleros entre los jardines.
Los ruidos y los golpes de aquellos truenos que no eran truenos, continuaron durante la noche. Más cercanos por momentos, más lejanos en otros.
Al siguiente amanecer, poco quedaba en pie para identificar eso que la gente a veces llamaba su pueblo.

8 comentarios:

Torcuato dijo...

Ahora me dirijo hacia allá. Espero que cuando llegué haya escampado. Y las sonrisas de los pobladores rebroten.
Un abrazo, J.

Martha Barnes dijo...

¡Un cuento que puede... no serlo!...Martha

serafin p g dijo...

magnífico relato José! se percibe entre las letras la humedad de esas casas y el ánimo diluido de sus habitantes.
abrazo capo!
sera

Pazchi dijo...

O estuviste en Japón o el agua te asusta tanto como a mí.

Dígame, mi único lector, usted navega aguas facebookeras? Será posible encontrarlo allí?

=) un saludo

Anónimo dijo...

Quiero regurgitar algo ya hecho y, como todos los anteriores, tener un éxito asqueroso y rotundo.

será mucho?

silvia zappia dijo...

y cien años de soledad...

abrazo*

Mista Vilteka dijo...

El agua que arrastra el mundo. De alguna manera parece cierto siempre, ¿no? Parece apenas lo lógico. Esperar que un día venga en forma de lluvia y río y nos lleve con ella de donde nunca debimos irnos.

¡Buenísimo! Me dejó espeluznado.

Un abrazo.

F.

José A. García dijo...

Gracias a tod@s por sus comentarios.

La verdad es que no esperaba que éste texto despertara tanta simpatía.

Saludos

J.