Encendió el velador escuchando por segunda vez
el timbre del teléfono. Pensó en ignorarlo, en dejar que sonara y sonara toda
la noche si así lo quería; pero sabía que el ruido no le permitiría dormir y
que, de seguro, algún vecino comenzaría a quejarse detrás de las paredes de
yeso.
Llegó hasta el aparato con el quinto
timbrazo, sintiendo el frío del suelo en sus pies descalzos, el aire de la
madrugada cosquilleándole en la nariz y dando gracias por no haber golpeado
ningún mueble en el camino.
—Hola —carraspeó con el tubo en la
mano.
Y volvió a escuchar lo mismo que
quince minutos antes. Una respiración que jadeaba una, dos, tres veces antes de
cortar la comunicación.
—¿Otra vez? —se preguntó medio
dormido—. Quién le habrá dado la idea a Edison para inventar este aparato.
Se encaminó hacia la habitación,
hacia la cama, las mantas tibias y la almohada mullida. No había llegado a la
mitad del camino que el teléfono comenzó, otra vez, a sonar.
—Hola, hola —dijo en tono perentorio
mientras escuchaba los jadeos. Después, el silencio.
Lo pensó por casi un minuto,
quedándose de pie en el lugar, antes de decidir si volver a la cama o no. El
teléfono, mudo e imperturbable, no lo ayudaba a decidirse.
Antes de que terminara de girar
sobre sus piernas cansadas, el aparato sonó nuevamente.
—¡Hola! —exclamó con furia, odio y
cansancio, obteniendo como respuesta los mismo tres jadeos de antes.
Lo mismo se repitió, al menos, media
docena de veces. Colgaba el tubo y se quedaba mirando el aparato silencioso
esperando a que volviera a sonar. Nada sucedía hasta que no se encontraba a
varios pasos de distancia, entonces regresaba, levantaba el tubo y, otra vez,
los jadeos y el silencio.
Se enojó, insultó, gritó, blasfemó
contra todos los dioses en los que alguna vez alguien haya creído, amenazó con
iniciar juicios y demandas, imploró, suplicó, lloró, para que le dejaran
dormir. Pero sus palabras carecían de sentido para quien continuaba llamando y
llamando.
Una hora, tal vez hora y media, le
llevó tomar la decisión. Regresó a la habitación para buscar una manta con la
que cubrirse la espalda, acercó una silla a la mesa del teléfono y levantó el
tubo.
Discó un número al azar, dejando que
sus dedos jugaran con el disco de plástico y esperó.
Una voz tan soñolienta como la suya
una hora, hora y media antes, apareció del otro lado de la línea.
—¿Hola?
No dijo nada, solamente jadeó una,
dos, tres veces y colgó.
Contó los segundos dejando pasar un
minuto, y volvió a discar.
6 comentarios:
Excelente... me gustan los finales impensados... Saludos! ;)
tuve un pantallaso hacia mi infancia con esa foto....
Osea que el numero eqivocado solo podría ser una cadena de boludos repitiendo la misma acción...
Fantástico.
La simpleza.
Salú.
Un abrazo grande.
Me re gustó, sobretodo cuando decís que puteó a todos los dioses que alguien alguna vez hubiera creado. Linda descepción! (:
Eres grande.
Vaya desquite. Yo habría desenchufado el teléfono, porque a ese ritmo se arma un efecto dominó y nadie duerme.
Ocurrente el relato y entretenido.
Un beso
Publicar un comentario